La sociedad dominicana habla —con razón— de inseguridad ciudadana como si fuera un problema que habita en las calles, en los callejones, en los colmadones, en los barrios, en los atracos, en las bandas, en el crimen organizado y en la impunidad. Pero hay una pregunta más incómoda, más silenciosa y quizá más decisiva para el futuro del país: ¿en qué momento normalizamos que la violencia también se instalará en la escuela, ese lugar que debería ser sagrado porque allí se forja la vida?
No se trata de exagerar ni de pintar un cuadro apocalíptico. Se trata de mirar, sin maquillaje, lo que muchos padres intuyen y muchos docentes cargan en silencio: que la violencia —verbal, emocional, simbólica y, a veces, física— se ha convertido en parte del paisaje escolar. Y cuando la violencia se vuelve paisaje, deja de alarmarnos; se vuelve “lo normal”. Lo normal es el primer triunfo de la violencia.
El hemisferio occidental atraviesa una crisis de seguridad de carácter dramático. América Latina y el Caribe registran tasas de homicidio de las más altas del mundo, y una parte importante está vinculada al crimen organizado. Por eso iniciativas como la Iniciativa de Seguridad Hemisférica del Diálogo Interamericano buscan abrir espacios de diálogo y recomendaciones de política pública que combinen prevención y aplicación de la ley. Esa mirada integral es valiosa: la seguridad no se construye solo con policías; se construye también con cultura, con valores, con oportunidades, con instituciones fuertes y con educación.
Pero aquí viene la verdad que nos cuesta admitir: si la escuela no se convierte en la primera línea de prevención, todo el resto llega tarde. Porque cuando un niño aprende que insultar, humillar, amenazar o golpear es parte del juego social, cuando normaliza el abuso como forma de “respeto”, cuando se acostumbra al miedo como moneda cotidiana, el país está formando —sin querer— ciudadanos para un mundo sin convivencia.
¿Qué es violencia y por qué debemos nombrarla bien? La violencia no es solamente un puñetazo. Es también una palabra que hiere, una burla que marca, una exclusión que destruye, una amenaza que domina, un silencio impuesto, una mirada que intimida, un apodo que persigue. La violencia es conducta intencional —o aprendida como si fuera natural— que causa daño y vulnera el bienestar del otro.
Que esta Navidad y este cierre de año —cuando la conciencia se vuelve más sensible— nos obliguen a una decisión moral: proteger la escuela como territorio de humanidad. Porque educar no es solo enseñar contenidos: es enseñar a vivir con otros. Y un país que no logra eso pierde el futuro, aunque tenga escuelas abiertas.
• Violencia física: lo visible, lo que deja marcas en el cuerpo.
• Violencia verbal: insultos, amenazas, descalificaciones, grosería convertida en norma.
• Violencia emocional o psicológica: humillación, hostigamiento, chantaje, manipulación, control.
• Violencia simbólica: estigmas, discriminación, desprecio por la diferencia, normalización del poder del más fuerte.
Nombrarla bien es importante porque cuando no se nombra, se excusa. Y cuando se excusa, se repite. A veces le decimos “relajo” a lo que es crueldad; le decimos “muchachada” a lo que es abuso; le decimos “carácter” a lo que es agresión; le decimos “viveza” a lo que es irrespeto. Y así, sin darnos cuenta, la cultura va degradando la sensibilidad.
Lo que la violencia escolar revela de nosotros como sociedad. La violencia en la escuela no cae del cielo. Es un espejo. Refleja desigualdades, fracturas familiares, precariedad emocional, exposición temprana a contenidos inapropiados, falta de modelos de autoridad moral, ausencia de límites claros y, sobre todo, una normalización social de la agresión como forma de resolver conflictos.
Lo vemos en la calle, lo vemos en las redes sociales, lo vemos en los medios, lo vemos en el lenguaje cotidiano: la palabra se endureció; la paciencia se agotó; el respeto se volvió opcional; la dignidad del otro se negocia. El niño no inventa el mundo: lo absorbe. Y la escuela, que debería ser el gran contrapeso civilizatorio, muchas veces termina recibiendo esa carga sin los recursos humanos y emocionales suficientes para transformarla.
Hay algo todavía más doloroso: la violencia escolar también revela un déficit de habilidades socioemocionales. Muchos estudiantes —y también adultos— no saben gestionar frustración, ira, vergüenza, rechazo o tristeza. En lugar de verbalizar, golpean; en lugar de pedir ayuda, atacan; en lugar de construir identidad con autoestima, buscan poder con intimidación. La violencia suele ser la máscara de una fragilidad. Y si no atendemos esa fragilidad, castigamos el síntoma y dejamos intacta la causa.
La escuela puede disminuir la violencia… o reproducirla.
Aquí no basta con discursos. Hay escuelas que, aun en condiciones difíciles, crean un clima de respeto y convivencia. Lo logran porque tienen dirección firme, normas claras, docentes acompañados, canales de mediación y cultura institucional. Pero hay otras donde se reproduce la violencia porque:
• No hay protocolos efectivos ni respuesta oportuna;
• El abuso se tolera mientras “no se haga público”;
• Se confunde disciplina con castigo y autoridad con miedo.
• Se deja solo al docente para “resolver” lo que es un problema institucional y comunitario;
• La familia solo aparece cuando hay crisis;
• Se pretende enseñar sin formar carácter.
La prevención real exige comprender una idea sencilla: la convivencia no es una materia adicional; es el suelo donde se sostiene todo aprendizaje. Un niño con miedo no aprende. Un docente intimidado no enseña. Una escuela sin orden ético forma ciudadanos para el caos.
Qué debemos hacer: una agenda posible y urgente
Reducir la violencia escolar requiere un enfoque integral. No hay receta mágica. Pero sí hay pilares claros que, si se sostienen, cambian realidades.
1) Educación en valores y habilidades socioemocionales, de manera sistemática.
No como charla ocasional, sino como práctica institucional:
• Empatía, respeto, autocontrol, escucha, resolución pacífica de conflictos;
• Habilidades para dialogar y discrepar sin agredir;
• Manejo de emociones y prevención del abuso.
Esto se enseña con programas, sí, pero sobre todo se enseña con el ejemplo. La escuela educa más por el clima que por el discurso.
2) Clima escolar democrático con normas firmes
La escuela debe tener reglas claras, conocidas y aplicadas con justicia. La justicia no es dureza; es coherencia. Cuando el estudiante percibe arbitrariedad, se rebela. Cuando percibe consistencia, aprende límites. La convivencia necesita autoridad moral y autoridad institucional.
3) Protocolos inmediatos y formales ante conductas violentas
La violencia no se “negocia” con improvisación. Se actúa:
• Registrar incidentes;
• Proteger a la víctima;
•Intervenir con orientación, mediación o sanción según corresponda;
• Involucrar a la familia;
• Activar apoyo psicológico.
Y aquí digo algo delicado: la compasión con el agresor no puede convertirse en indiferencia con la víctima. La escuela debe cuidar a todos, pero primero debe detener el daño.
4) Formación docente en mediación y manejo de conflicto
No podemos pedirle al docente que sea psicólogo, policía y juez, sin herramientas. Necesita formación práctica para intervenir: mediación, límites, comunicación no violenta, gestión de aula, detección temprana de señales de riesgo. El docente es clave, pero no puede estar solo.
5) El rol de la familia: valores, límites y presencia real
La familia no puede delegar la formación ética al maestro, ni el maestro puede reemplazar a la familia. Se requiere:
• Comunicación constante con la escuela;
• Coherencia entre hogar y centro educativo;
• Supervisión de contenidos digitales;
• Conversación en casa sobre respeto, dignidad, sexualidad, redes y lenguaje.
Y no lo digo con juicio: lo digo con dolor. Muchos padres trabajan demasiado y llegan agotados. Pero la ausencia afectiva —aunque sea involuntaria— abre puertas que después lamentamos.
6) Comunidad y entorno: redes de apoyo y actividades protectoras
La escuela no está aislada. Se protege mejor cuando hay comunidad:
• Deportes, arte, cultura, clubes de convivencia;
• Líderes comunitarios y religiosos comprometidos;
• Redes de vigilancia colaborativa y rutas de denuncia;
• Campañas de sensibilización sobre bullying, violencia verbal y discriminación.
Los programas de “Escuelas de Paz”, mediación comunitaria y actividades culturales han demostrado que cuando se crea pertenencia, baja la agresión. El niño que pertenece cuida. El niño que se siente invisible destruye para ser visto.
La violencia no es solamente un puñetazo. Es también una palabra que hiere, una burla que marca, una exclusión que destruye, una amenaza que domina, un silencio impuesto, una mirada que intimida, un apodo que persigue
Una reflexión final para el país que queremos
La violencia escolar no es solo un problema de disciplina. Es un problema de proyecto nacional. Porque lo que hoy toleramos en el aula, mañana lo sufriremos en la calle, en el trabajo, en la política, en la convivencia diaria.
La escuela es el lugar donde una sociedad se mira al espejo cada mañana. Si allí se entroniza la violencia, el país está enseñando —sin decirlo— que el más fuerte manda y que el más débil se calla. Eso no es educación: es renuncia.
Yo sigo creyendo —con la terquedad luminosa de los que han vivido una vida entera educando— que la cultura de paz se aprende, y que se aprende temprano. Se aprende cuando se enseña a hablar con respeto, a escuchar, a pedir perdón, a reparar el daño, a convivir con la diferencia. Se aprende cuando la autoridad se ejerce con justicia y cuando la libertad se vive con responsabilidad.
La gran pregunta no es si la violencia está entrando a la escuela. La pregunta es si nosotros, como sociedad, vamos a seguir entrando en la indiferencia.
Que esta Navidad y este cierre de año —cuando la conciencia se vuelve más sensible— nos obliguen a una decisión moral: proteger la escuela como territorio de humanidad. Porque educar no es solo enseñar contenidos: es enseñar a vivir con otros. Y un país que no logra eso pierde el futuro, aunque tenga escuelas abiertas.
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