En mi artículo anterior (El secreto del número, la poesía perfecta de las matemáticas), compartí la convicción de que los números son el arquetipo de toda creación poética. Ahora, siguiendo esa misma línea de reflexión, me acerco al libro que anuncié y que, desde otra voz, confirma y expande esa intuición fundacional: El elogio de los números, de Juan Carlos Mieses.
Ocurre que un tema literario considerado frío ordinariamente (las matemáticas) se convierte, en manos de un poeta verdadero, en fuente inagotable de imágenes y emociones. El elogio de los números, de Juan Carlos Mieses, transmite conmoción. Es uno de esos casos raros en que la ciencia se tiñe de poesía sin perder ni un gramo de rigor. No lo decimos a la ligera: al leerlo de principio a fin, quedamos con la sensación de haber asistido a un concierto que no repite melodías, aunque sepa moverse en la misma tonalidad.
El libro no se dispersa. Todo gira —y esa palabra aquí tiene peso geométrico— alrededor del número, de las figuras, constantes y variables que nos miden, nos contienen y, según insinúa el poeta en el texto, tal vez nos gobiernan. Desde el cero hasta el infinito, desde la tangente que acaricia al círculo hasta la curva que recuerda el vuelo de un ave, cada concepto abstracto recibe un tratamiento sensorial. El número deja de ser cifra y se vuelve piel, aroma o música.
Cualquiera puede con razón creer que el riesgo es alto: ¿cómo sostener un discurso extenso sobre un mismo núcleo temático sin caer en el tedio? Pero la estrategia de Mieses es clara: más que acumular datos, acumula imágenes. Y esas imágenes tienen un brillo redentor. Dice el poeta:
“Los hexágonos quiere ser un panal,
modelar las colmenas,
atesorar el polen y la miel”.
De pronto, un concepto geométrico que aprendimos en la escuela adquiere deseo, oficio, destino. La enumeración se convierte en respiración poética. Nos recuerda a Saint-John Perse, por esa expansión imaginaria que parece no agotarse; y a las Odas elementales de Neruda, aunque aquí no se ennoblece lo cotidiano, sino lo abstracto.
La versificación se revela irregular, pero hay cadencia. El verso de Mieses avanza como oleadas de imaginación: una frase breve que golpea y, detrás, otra más larga que se enrosca sobre sí. La repetición deliberada de fórmulas crea un efecto de letanía que ancla en el lector, por eso es un libro que se puede leer en voz alta sin miedo a perder el hilo, y eso no es poco para un texto tan cargado de referencias.
Hay tramos en que el ritmo se espesa. En algunos pasajes, la acumulación de nombres y alusiones puede demandar un respiro. Pero no lo vemos como defecto: es parte del pacto que el autor propone; no es un poemario para hojear distraídamente en el autobús; pide concentración, casi como una partitura que se estudia antes de ser tocada.
No hay una historia que seguir, ni falta hace. La estructura es la de una constelación: puntos (o versos) que, vistos juntamente, dibujan una figura. El número es la estrella central y todo lo demás orbita en torno a él. Hay referencias condensadas (Euclides, Hipatia, Gaudí) que funcionan como anclas para el lector, en medio del mar de imágenes. Este procedimiento nos lleva a pensar en Altazor, de Huidobro; con una diferencia crucial: mientras Huidobro desciende hacia la desintegración del lenguaje, Mieses parece buscar un orden secreto. En lugar de dinamitar el edificio, recorre sus pasillos, escala pisos, abre ventanas y nos muestra cómo las proporciones sostienen la envergadura:
“Ubicuos numerales
se derraman en los cantos rodados
mientras suman sus cifras junto al agua
y ordenan los insomnios de la luna…”
Y también:
“Cifras arcanas modelan las corrientes marinas
el tranquilo orbitar de la tierra
los grados de sus ángulos
el patrón de sus vectores
sus elipsis y su simetría”
En El elogio de los números las referencias científicas no son netos adornos. El teorema, la espiral de Fibonacci, los senos y cosenos están como parte del tejido orgánico, no como inserciones cultas para un lector especializado. Se respira un respeto real por la ciencia, y al mismo tiempo una libertad para asociarla con lo sensual y lo mítico. No es frecuente ver eso en poesía en lengua española; Borges lo intentó en algunos textos, o Pedro Salinas, en sus exploraciones de la geometría amorosa, pero ninguno lo llevó a esta extensión y especificidad. En algunos momentos, da la sensación de estar leyendo una cartografía verbal, un atlas donde los mares son ecuaciones y las montañas… perfectos poliedros.
Es inevitable comparar. Por afinidad temática, por aspiración formal, El elogio de los números interactúa con ciertos hitos de la poesía en lengua española. Con Altazor comparte la obsesión por un núcleo temático. Mieses es menos rupturista, pero más constante en la coherencia interna de la obra que Huidobro. Entre Mieses y el Octavio Paz de Piedra de sol hay una voluntad compartida de abarcar el cosmos desde un símbolo (el círculo amoroso, el número). Paz elige el verso medido como estructura; Mieses prefiere la libertad del verso extendido y la enumeración. Con Borges, la coincidencia está en el uso de la matemática y la filosofía como materia poética. Borges, sin embargo, tiende a la concisión y al aforismo; Mieses expande y desarrolla.
Entre las virtudes más claras de libro del dominicano está, primeramente, su originalidad, porque no conozco en la poesía hispanoamericana anterior o reciente un libro que le sea comparable en cuanto a su dedicación absoluta al número. Quien esto escribe ha insertado cuadros, figuras, ecuaciones, tablas, símbolos, especulaciones paradojales sobre el extraño número infinitamente constante e infinitamente variable a la vez, pero como partes estructurales del texto en sí (véase Poemas imaginarios); en Mieses, el número es la estructura misma. Y si a esto agregamos la riqueza verbal inmanente, el léxico amplio y preciso capaz de nombrar una estrella y un compás en la misma línea sin que chirríen, entonces apreciaremos a cabalidad su peculiar apostura.
No quiero terminar sin subrayar la capacidad de asombrar que encierra el libro. Incluso en pasajes densamente cargados de conceptos percibe el lector un latido vital.
Mieses lo ha demostrado: los números son fríos, es verdad, pero solo cuando se los mira y acomete con la desidia habitual y sin el temblor de la poesía:
“Y al final
entre el azar y la causalidad,
la exactitud y la suerte,
el destino y la pasión,
la voluntad y la indolencia,
queda una incógnita como única certeza:
El tiempo detenido
y su decimal interminable:
El infinito”
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