Esta acción armada de los patriotas dominicanos sirvió de modelo a los demás países del Caribe que estaban aún bajo el dominio colonial español, Puerto Rico y Cuba, al demostrarles de forma convincente que era posible combatir y vencer al Ejército Realista Español. Fue así como el 23 de septiembre de 1868 se produjo el Grito de Lares por la independencia de Puerto Rico e inmediatamente después estalló el Grito de Yara el 10 de octubre de 1868 por la independencia de Cuba frente a España.

En la Batalla de Arroyo Bermejo el General Gregorio Luperón derrotó al General Pedro Santana e impidió que las tropas españolas situadas en Santo Domingo cruzaran al Cibao.

La victoria obtenida por los restauradores en la ciudad de Santiago con la rendición de las tropas realistas y los golpes recibidos por los españoles en el trayecto Santiago-Puerto Plata tuvieron un efecto multiplicador en todo el país. Los patriotas de las regiones ocupadas por España entendieron que era posible vencer a la metrópolis, independientemente de su poderío militar, lo cual estimuló la integración de nuevos contingentes a la causa nacional y así actuar en pos de esos nobles ideales.

La guerra restauradora, hasta ese momento en estado potencial en la mayor parte de la colonia, comenzó a inquietar a todos los dominicanos no comprometidos con los sectores dominantes y a traducirse en acciones concretas en favor de la causa de la República, tanto en la Región Este como en la Región Sur del país.

El Gobierno Provisorio Restaurador, instalado en la casa de Madame García, daba muestra de una gran actividad y acierto en su propaganda. Se instalaron comisiones para dirigir más adecuadamente los diferentes ministerios. El General Gaspar Polanco fue designado como jefe de Operaciones de Puerto Plata, con su cantón general instalado en la entrada de dicha ciudad, en la zona conocida como Las Javillas, para hostilizar día y noche a las tropas enclavadas en el fuerte de San Felipe.

De igual modo, fue nombrado con igual carácter el general Benito Moción en la Línea Noroeste, con asiento en Montecristi. Se repartieron armas y municiones para las diferentes jurisdicciones del país, sobre todo en aquellas en que eran solicitadas para levantarse, y se enviaron agentes de la revolución por todas partes, al tiempo que se adoptaron múltiples acuerdos y acciones prácticas para garantizar el triunfo de la revolución.

El mismo día en que se instaló el gobierno, el 14 de septiembre de 1863, llegó el general Juan Álvarez Cartagena, enviado por el general Manuel Mejía, a la sazón gobernador de La Vega, con el encargo de informar que el general Pedro Santana saldría de la Capital con destino a Santiago, con una expedición de 6,000 hombres. También llegaba la noticia desde Puerto Plata que el general José de la Gándara había salido para la ciudad atlántica desde Santiago de Cuba con grandes contingentes dispuestos a aniquilar la revolución.

Esas informaciones eran de temer, pero el espíritu de entrega de los restauradores hizo que aparecieran inmediatamente los oficiales y los soldados dispuestos a dar la cara en esos frentes. Es así como se designó a Santiago Rodríguez, iniciador de la Restauración, como responsable de propagar las ideas independentistas en la línea del Sur y al general Gregorio Luperón -que había sido designado ese mismo día como Gobernador de Santiago, a cuya posición había renunciado-, como Jefe de Operaciones de la línea del Este para contener la llegada del general Pedro Santana al Cibao e impedir que el desaliento se apoderara de las fuerzas restauradoras que se habían levantado próximo a la ciudad de Santo Domingo.

Los territorios del Frente Este de República Dominicana donde se libraron las principales batallas y acciones militares entre los restauradores y el ejército español (Tomado del libro La Geografía y su impacto sobre la Guerra Restauradora en el Frente Este, de Miguel Ángel Díaz y Álvaro Caamaño, p.19).

El general Luperón aceptó la encomienda puesta sobre sus hombros, con la condición de que el Gobierno Provisorio Restaurador emitiera una disposición en la que ponía fuera de la ley al general Pedro Santana por delito de alta traición. Aunque dentro del Gobierno había algunos opuestos a la pena de muerte y pidieron a Luperón flexibilizar su posición, éste se mantuvo incólume en su pedimento, ya que tenía la certeza de que exigía una ley con la que se buscaba el bienestar de la Patria. Fue así como, al fin, el Gobierno se decidió a emitir el decreto y junto con él el nombramiento del general Luperón de comandante en jefe de todas las Fuerzas del Sur y del Este.

Jura del Gobernador y Capitán General de Santo Domingo, Pedro Santana, ante las Cortes Españolas (Óleo de 1862 del salvadoreño Juan Francisco Wenceslao Cisneros Guerrero, Museo del Prado, España).

Veamos:

DECRETO DEL GOBIERNO PROVISIONAL DECLARANDO FUERA DE LA LEY AL GENERAL SANTANA COMO CULPABLE DE ALTA TRAICIÓN.

 

DIOS, PATRIA Y LIBERTAD

REPÚBLICA DOMINICANA

 

El Gobierno Provisional. 

Considerando: que el General Pedro Santana se ha hecho culpable del crimen de alta traición, enajenando a favor de la Corona de Castilla, la República Dominicana, sin la libre y legal voluntad de sus pueblos, y contra el texto expreso de la ley fundamental:

Ha venido en decretar y decreta:

            ART. 1°. – El dicho general Pedro Santana queda puesto fuera de ley; y, por consiguiente, todo jefe de tropa que le apresare le hará pasar por las armas, reconocida sea la identidad de su persona. 

Dado en Santiago de los Caballeros, en la Sala del Gobierno, a los 14 días del mes de septiembre de 1863.- El Vicepresidente Benigno F. de Rojas. Refrendado; la Comisión de Guerra: R. MELLA, P. PUJOL. – La Comisión de Hacienda: J. M. GLAS, Ricardo CURIEL. – La Comisión de Relaciones Exteriores: Ulises F. ESPAILLAT. La Comisión de Interior, Justicia y Policía: Máximo GRULLÓN, G. PERPIÑAN.[1]

El general Pedro Santana salió de Santo Domingo el 15 de septiembre de 1863, con un ejército de 2,100 hombres debidamente equipados, integrados por tropas españolas y criollas. El ejército estaba formado por el Batallón de Cazadores de Bailén, el Batallón de San Marcial, una parte del Batallón de Victoria, una compañía de ingenieros, dos piezas de artillería de montaña, 60 caballos del Escuadrón de Cazadores de Santo Domingo y 400 voluntarios de infantería y caballería de las reservas de San Cristóbal. El general Santana, que llevaba como lugarteniente al general dominicano José María Pérez Contreras, hizo alto en Monte Plata, donde estableció su campamento general.

El 12 de septiembre había sido despachado por el capitán general Felipe Rivero un contingente de tropas criollas de Monte Plata y Bayaguana, al mando del general Juan Contreras, quién se pondría bajo las órdenes del general Santana, jefe general de la operación, con quién debió reunirse en San Pedro.

El Gobernador, Capitán General y Marqués de las Carreras, Pedro Santana Familias.

El general Luperón despachó hacia Monte Plata al coronel Dionisio Troncoso. También al coronel José Durán, quien, atravesando la Cordillera Central por los caminos de Jarabacoa y Constanza, caería sobre el Valle de San Juan de la Maguana con trescientos hombres y numerosas comunicaciones para las autoridades del Suroeste. Todas estas medidas fueron tomadas y oficiadas al Gobierno Provisorio Restaurador antes del 21 de septiembre de 1863.

4.2 La Batalla de Arroyo Bermejo

El 30 de septiembre de 1863 se encontraba el general Gregorio Luperón en la Común de Cevicos cuando se escucharon las primeras descargas de las columnas del general Santana en la común de Bermejo. Esto obligó al general Luperón a salir a marcha forzada con su tropa, adelantándose con la caballería. Cuando llegó al desfiladero del Sillón de la Viuda se encontró con el coronel Dionisio Troncoso y su tropa, quienes habían sido desalojados de Bermejo por la vanguardia de Santana. Fue en ese momento que Luperón tomó la decisión de formar una guerrilla, mientras llegaba su tropa, y descendió del desfiladero del Sillón de la Viuda en busca del enemigo.

El General Gregorio Luperón ha sido aclamado por el pueblo dominicano como el principal líder de la Guerra de la Restauración al derrotar al General Pedro Santana en la Batalla de Arroyo Bermejo.

Cuando lo encontró, el general Luperón rompió fuego y obligo al enemigo a desalojar las posiciones que ocupaba, tomándole algunos prisioneros. El manto negro de la noche fue quien puso término a aquella acción militar. No obstante, aquella misma noche el general restaurador ordenó atrincherar los pasos más estrechos del Sillón de la Viuda y a las cuatro de la mañana abrió fuego contra el enemigo, quien en su retirada procedió a incendiar los ranchos que les habían servido de Cuartel al coronel Troncoso y pasaron rápidamente a Arroyo Bermejo, donde se presentó en seguida el general Pedro Santana con todas sus tropas e inmediatamente comenzó la batalla.

Observemos la descripción que hace el propio General Luperón sobre el enfrentamiento que sostuvo con el General Santana en la Batalla de Arroyo Bermejo, efectuada el 1 de octubre de 1863:

El General Santana estuvo aquel día intrépido y arrojado, demostrando energía admirable de gran capitán. En los márgenes de aquel arroyo flotaban frente a frente los pabellones de la Monarquía y de la República, y dos Capitanes, el uno lleno de gloria, de fama y de poder, el otro desconocido y lleno de entusiasmo y de patriotismo, que iban a disputar el paso de un arroyo, y la victoria en una importantísima refriega.

Eran dos voluntades poderosas que miraban como fieras y probaban su valor y su habilidad como generales que no sentían perturbada su firmeza por lo rudo del combate. Llenos de seriedad, ambos comprendían la importancia de la victoria de aquel encuentro. El General Santana sabía que la derrota de su tropa significaba el sitio de la Capital, y el levantamiento del Sur y el Este.

Para Luperón, dejar que el General Santana pasara a Bermejo y escalara la pendiente del Sillón de la Viuda, era decapitar la revolución, y sólo se oían dos voces: la de los dos Capitanes, a cuál más terrible.

En ambas filas cada maniobra era prevista y las sorpresas eran imposibles. Hay que notar que la tropa del General Santana era doblemente superior en número, y bien armada, con su artillería correspondiente, y sus oficiales estaban plenamente llenos de la mayor información práctica relativa a la manera de conducir sus soldados en la campaña, tenían todos los elementos necesarios, mientras que muchos asuntos del mayor interés para la revolución embarazaban el espíritu de Luperón.

El General Santana ponía todas sus facultades en su marcha sobre el Cibao, pudiendo prescindir completamente de las demás circunstancias del Gobierno Español. Además, poseía con justo titulo la reputación de hábil General, y Luperón era un guerrillero improvisado por las circunstancias, sin ningunas probabilidades de éxito, estando todas las probabilidades favorables de parte del General Santana, que era impertérrito e indomable.

La tropa de éste era regular y bien disciplinada: Luperón tenía que formarla y organizarla en el campo de batalla. Ambos capitanes con imperturbable firmeza atendían a todos los movimientos y concentraban toda su energía en vencer.

Allí, por segunda vez venían a chocar de muerte los opresores y los libertadores, la Monarquía y la República, la dominación y la independencia y dos hombres de singular energía dirigían aquella lucha furiosa y desesperada, y quizás también la representaban con todas sus circunstancias.

Bermejo separaba al héroe de lo pasado, del héroe de lo porvenir, y entrada la noche el General Santana dejó una parte de la tropa en Bermejo y se retiró con el resto a San Pedro. Luperón pasó el arroyo, derrotó la retaguardia, le hizo algunos prisioneros y antes de amanecer, sus guerrillas rompían el fuego en San Pedro. El General Santana se replegó a Guanuma, y Luperón ocupó a San Pedro.

Lugares situados en Cevicos, Monte Plata y Villa Mella en que se escenificaron diferentes acciones armadas entre los ejércitos español y restaurador (Tomado del libro La Geografía y su impacto sobre la Guerra Restauradora en el Frente Este, de Miguel Ángel Díaz y Álvaro Caamaño, p. 150).

Esto acaeció entre el 30 de Septiembre y el 1°. De Octubre de 1863. Mandó una fuerte guerrilla en persecución de los realistas, dejando una guardia en Bermejo, otra en el Sillón de la Viuda, otra en el camino de Don Juan, colocó otra en el camino de Monte Plata y recorrió toda la cercanía de San Pedro para el mejor conocimiento de sus operaciones.

Capturó un Convoy que venía de Monte Plata, racionó su tropa, examinó sus pertrechos y ya listo a marchar sobre el General Santana, llegó el General Salcedo. Le rindió los honores de ordenanza, sin hacer ostentación de la victoria. Informó al presidente de todas las disposiciones tomadas y su plan de seguir adelante, lo que fue desaprobado por Salcedo.[1]

Aunque el General Luperón no entra en detalles con respecto a las acciones militares que involucraron de forma directa a los dos más importantes titanes enfrentados en el vórtice de la revolución -una especie de Jerjes persa enfrentado a un Leónidas espartano-, puesto que en su descripción se quedó en la mera retórica del encuentro, lo cierto es que las tropas dominicanas derrotaron a las tropas peninsulares en la Batalla de Arroyo Bermejo y lo mismo haría la guerrilla enviada hacia San Pedro, ocupando Luperón ese lugar y viéndose obligado el hatero seibano a replegarse a su Cuartel General de Guanuma.

Fotografía de 1863 que muestra las armas y la disposición de las tropas españolas en la Batalla de Arroyo Bermejo.
Fotografía de 1863 que muestra las armas y la disposición de las tropas españolas en la Batalla de Arroyo Bermejo.

Los detalles de lo ocurrido en la Batalla de Arroyo Bermejo los narra el historiador y alto funcionario del Gobierno Restaurador, Manuel Rodríguez Objío:

Al amanecer del 29 el cañón tronó en Bermejo, anunciando a Luperón el principio de la batalla. Este montó a caballo y puso sus fuerzas a paso de carga; serían las siete, y a las nueve ocupaba ya las alturas del Sillón: allí encontró una pieza de artillería que él había mandado desde Cotuí y algunos prófugos que abandonaban el combate.

La desmoralización había comenzado a cundir. Nuestro héroe no se detiene; alienta los cobardes, imprime nuevo vigor a los valientes, engrosando a cada paso sus filas con los fugitivos que se les incorporan, llega al teatro de los acontecimientos.

Santana en persona mandaba aquel día las fuerzas enemigas; ya habían pasado el Arroyo Bermejo y avanzaban sobre el Sillón; pero el ataque de Luperón es irresistible; la avanzada española pierde terreno, la artillería dominicana empieza a funcionar, y el enemigo abandona el arroyo y se repliega sobre la sabana de San Pedro.

Luperón no le da reposo: le acomete cada vez con mayor audacia y cae también en el Llano, divide sus fuerzas en tres alas, renueva el ataque bajo nueva forma y Santana manda a tocar retirada. Luperón dueño del campo ordena la persecución del enemigo, que tiene lugar hasta la Sabana de La Luisa, y combina acto continuo el medio para cortarle la retirada por el camino de Monte Plata. Sobre el campo de batalla estaba aún dictando medidas de seguridad y organizando la columna que debía ejecutar su nueva operación, cuando se anunció la llegada de Salcedo al campamento general.[1]

Como se puede ver, el general Gregorio Luperón se encontraba en Cevicos y desde que se enteró de las intenciones del General Santana de cruzar el valladar del desfiladero del Sillón de la Viuda -algo similar al Paso de Las Termópilas para los persas en su afán de conquistar a la antigua Grecia-, para luego tomar por asalto la sede del Gobierno Provisorio Restaurador en Santiago de los Caballeros y el resto de la región del Cibao, se dispuso a cortarle el paso con la vanguardia que le acompañaba.

El general Luperón procedió a enfrentar a las tropas realistas que dirigía el general Santana, a derrotarles e inmediatamente después a posesionarse de la loma del Sillón de la Viuda, del Cantón de Arroyo Bermejo, de la Sabana de San Pedro y de la Sabana de La Luisa hasta acorralarlo en su propio Cantón de Guanuma, Monte Plata, con lo cual salvó de forma espectacular la revolución de la embestida del hatero seibano y de las cuadrillas peninsulares y criollas que le acompañaban.

En un texto más reciente, escrito por los historiadores españoles Eduardo González Calleja y Antonio Fontecha Pedraza, la verdad resplandece como un rayo de luz en medio de las tinieblas:

En octubre, tras la victoria de Gregorio Luperón sobre el general Santana en Arroyo Bermejo, se procedió al relevo del gobernador superior civil y capitán general Felipe Rivero, que fue sustituido el 23 de octubre por el mariscal Carlos de Vargas Machuca y Cerveto.[2]

No hay dudas, de que los patriotas restauradores, encabezados por el General Gregorio Luperón, fueron efectivamente los vencedores en la Batalla de Arroyo Bermejo, realizada entre el 30 de septiembre y el 1 de octubre de 1863 en aquella jurisdicción de la actual provincia de Monte Plata. Arroyo Bermejo está muy próximo al municipio de Cevicos, correspondiente a la actual provincia Juan Sánchez Ramírez.

En aquella época, a Cevicos se podía acceder por los desfiladeros del Sillón de la Viuda o subiendo por las escalpadas lomas de Cuesta Blanca, atravesando la actual sección de Arenoso de Cevicos, lugar donde pernoctaron o por donde pasaron figuras de la talla de Juan Pablo Duarte, Ramón Matías Mella, Pedro Santana, José Antonio Salcedo, Benigno Filomenas Rojas, Ulises Francisco Espaillat, Pedro Francisco Bonó, Gregorio Luperón y otras no menos destacadas. Este era el lugar obligado para acceder a las diferentes provincias del Cibao, entre ellas la de Santiago de los Caballeros, donde se había instalado desde el 14 de septiembre de 1863 el Gobierno Provisorio Restaurador, que era el objetivo central del derrotado general Pedro Santana.

[1] Rodríguez Objío, Manuel. Gregorio Luperón e historia de la Restauración, Tomo I. Santo Domingo: Editora de la UASD, 2004, pp. 111-112.

[2] González Calleja, Eduardo, y Fontecha Pedraza, Antonio (2005), Una cuestión de honor. La polémica de la Anexión vista de España (1861-1865), Santo Domingo: Fundación García Arévalo, 2005, p. 135.

Pedro Francisco Bonó, Ministro de Guerra del Gobierno Provisorio Restaurador y Padre de la Sociología Dominicana, al escribir Apuntes sobre la Situación de las Clases Trabajadoras Dominicanas y otros ensayos.

Así lo revela el Gobierno Provisorio Restaurador a través de su Ministerio de Guerra en la circular En Defensa de la Patria, de fecha 14 de septiembre de 1864, suscrita por el Vicepresidente de la República, Ulises Francisco Espaillat, y el Ministro de Guerra, Silverio Delmonte, donde se expresa:

Hace tiempo que el enemigo ha hecho mucho hincapié en la toma de la ciudad de Santiago, en la persuasión de que tomando este punto se concluirá la revolución. Esto lo ha repetido la prensa española y lo han propalado los agentes del enemigo, con el objeto de que, si por uno de esos reveses tan naturales en la guerra, Santiago fuese tomada, el desaliento cundirá en todos los puntos.

Cumple, pues, a nuestro deber advertir que la ciudad de Santiago no es una ciudad fortificada que pueda detenerse hasta el grado de impedir que el enemigo la tomase, aunque si tal cosa sucediera, quedaría sitiado desde ese momento, como le sucedió en San Cristóbal.

2do. Que, en la ciudad de Santiago, no habiendo almacenes de víveres no podría nunca ser un sistema cuerdo el dejarnos sitiar por el enemigo, siendo en todo caso más favorable para nosotros, dejarle que él mismo se sitiase, pues de ese modo nos quedaríamos con las campiñas y sus recursos.

3º. Que lo que se opone a la marcha de gruesos ejércitos, son los ejércitos grandes también, y que las guerrillas nunca han podido impedir que un ejército llegue al punto donde se propone.

4º. Que nosotros no podemos oponer al enemigo grandes masas, no tan sólo porque tropas sin disciplina no deben exponerse a dar batallas campales, cuanto porque nuestras fuerzas tienen que permanecer diseminadas en todo nuestro vasto territorio.[1]

Con esta circular, emitida un mes antes de la derrota sufrida por el general Pedro Santana y sus tropas en la Batalla de Arroyo Bermejo, el Gobierno Provisorio buscaba prevenir cualquier síntoma de desmoralización en las filas restauradoras ante el supuesto caso en que las tropas españolas llegaran a la ciudad de Santiago. De igual modo, reiteraban la orientación emitida en otra circular, en el sentido de que los patriotas no debían exponer a la revolución a un enfrentamiento campal con el enemigo, sino que debían priorizar la acción de guerra de guerrillas. Asimismo, que si el enemigo llegaba a tomar la ciudad de Santiago se estaba sitiando a sí mismo, ya que en ella no había avituallamiento, con lo cual les permitiría a las tropas restauradoras quedarse con las campiñas y sus recursos.

Es importante destacar que los líderes políticos y militares de la Guerra de la Restauración que asumieron roles de primer orden fueron Santiago Rodríguez, José Cabrera, Gregorio Luperón, Ulises Francisco Espaillat, Pedro Francisco Bonó, Gaspar Polanco, Juan Antonio Polanco, Gregorio de Lora, Benito Monción, Ignacio Reyes, José Antonio Salcedo, Ramón Matías Mella, Pedro Antonio Pimentel, Máximo Grullón, Benigno Filomeno de Rojas, José María Cabral, Federico de Jesús García y Eusebio Manzueta, entre otros. Ellos se dedicaron en cuerpo y alma a la revolución y a la defensa de la patria bien amada, aunque también es importante señalar que varios de ellos claudicaron posteriormente a sus ideas de redención absoluta de la República Dominicana, al tomar partido en favor de uno que otro caudillo político o militar.

  1. Métodos de lucha

Los combatientes de la Guerra de la Restauración utilizaron múltiples métodos de lucha para poder vencer a las tropas del Ejército Realista Español, destacándose entre ellos aquellos relacionados con la táctica de guerra de guerrillas y con el incendio de algunas fortalezas, donde las huestes peninsulares eran más fuertes.

5.1. Guerra de guerrillas

Las acciones relacionadas con la guerra de guerrillas, también denominadas como guerra de manigua, guerra irregular o guerra de movimientos, son las siguientes: emboscadas, guerrillas móviles integradas por grupos pequeños de 15 a 20 hombres que hostilizan al enemigo de día y de noche, uso de armas blancas como machetes, cuchillos y espadas, derribo de puentes y obstrucción de caminos y carreteras con árboles gigantescos, envenenamiento del agua o utilización de soluciones químicas para provocar vómitos y diarreas entre las filas enemigas, infiltración del enemigo para obtener informaciones y un conocimiento pormenorizado y eficaz de sus planes de ataque.

El general Ramón Matías Mella fue el creador del Manual de Guerra de Guerrillas que hizo posible el triunfo de los restauradores frente al Ejército Realista Español.

La táctica de guerra de guerrillas, diseñada por el patricio Ramón Matías Mella y dada a conocer en una circular del 26 de enero de 1864 a todos los miembros del Ejército Libertador del Pueblo Dominicano, consistía en lo siguiente:

En la lucha actual y en las acciones militares emprendidas, se necesita usar de la mayor prudencia, observando siempre la mayor precaución y astucia para no dejarse sorprender, igualando así la superioridad del enemigo en número, disciplina y recursos.

Nuestras operaciones deberán limitarse a no arriesgar jamás un encuentro general, ni exponer tampoco a la fortuna caprichosa de un combate la suerte de la República; tirar pronto, mucho y bien, hostilizar al enemigo día y noche, y cortarles el agua cada vez que se pueda, son puntos cardinales que deben tenerse presentes como el Credo.

Agobiarlo con guerrillas ambulantes, racionadas por dos, tres o más días, que tengan unidad de acción a su frente, por su flanco y a retaguardia, no dejándoles descansar ni de día ni de noche, para que no sean dueños más que del terreno que pisan, no dejándolos jamás sorprender ni envolver por mangas, y sorprendiéndolos siempre que se pueda, son reglas de las que jamás deberá usted apartarse.

Nuestra tropa deberá, siempre que se pueda, pelear abrigada por los montes y por el terreno y hacer uso del arma blanca, toda vez que vea la seguridad de abrirle al enemigo un boquete para meterse dentro y acabar con él; no deberemos por ningún concepto presentarle un frente por pequeño que sea, en razón de que, siendo las tropas españolas disciplinadas y generalmente superiores en número, cada vez que se trate de que la victoria dependa de evoluciones militares, nos llevarían la ventaja y seríamos derrotados.

No debemos nunca dejarnos sorprender y sorprenderlos siempre que se pueda y aunque sea a un solo hombre.

No dejarlos dormir ni de día ni de noche, para que las enfermedades hagan en ellos más estragos que nuestras armas; este servicio lo deben hacer solo los pequeños grupos de los nuestros, y que el resto descanse y duerma.

Si el enemigo se repliega, averígüese bien si es una retirada falsa, que es una estratagema muy común en la guerra; si no lo es, sígasele en la retirada y destaquen guerrillas ambulantes que le hostilicen por todos lados; si avanzan hágaseles caer en emboscadas y acribíllese a todo trance con guerrillas, como se ha dicho arriba; en una palabra, hágasele a todo trance y en toda extensión de la palabra la guerra de manigua, y de un enemigo invisible.

Cumplidas estas reglas con escrupulosidad, mientras más separe el enemigo de su base de operaciones, peor será para él; y si intentase internarse en el país, más perdido estará.

Organice usted dondequiera que esté situado, un servicio lo más eficaz posible de espionaje, para saber horas del día y de la noche, el estado, la situación, la fuerza, los movimientos e intenciones del enemigo.[1]

Como se puede apreciar, el uso de la táctica de guerra de guerrillas fue fundamental para el triunfo de las fuerzas restauradoras frente a las tropas realistas españolas. En el Manual de guerra de guerrillas se les invitaba a tener suma precaución y a actuar con astucia y sabiduría frente al adversario, para no dejarse sorprender y, de esa manera, tratar de igualar la superioridad de las tropas enemigas en cantidad, disciplina y recursos logísticos.

De igual modo, se les solicitaba que hicieran el mayor esfuerzo posible para evitar batirse con el enemigo en un encuentro parcial o general y no exponer la suerte de la República Dominicana en una acción militar caprichosa. También para desconcertar y desmoralizar al contrario se les pedía tirar rápido, mucho y con buena puntería, hostilizando día y noche, así como cortar o envenenar el agua para provocar enfermedades o muertes, sin que ello implicara riesgo alguno para la población o las tropas revolucionarias y patrióticas.

A las tropas restauradoras se les pedía agobiar al enemigo con guerrillas ambulantes, integradas por pequeños grupos de combatientes que los atacaran por todos lados, sin dejarlos descansar ni siquiera un minuto, para que no se sintieran dueños del suelo que pisaban. Igualmente, se les orientaba a que fueran cautos y no se dejaran sorprender, por el contrario, ni envolver por sus mangas, torbellinos o remolinos, pero sí debían plantearse sorprenderlo siempre.

Se les instaba a pelear al amparo de los montes y de los terrenos accidentados y cenagosos, siempre que fuera posible, al tiempo que se les encarecía utilizaran el arma blanca, en cuyo uso eran sumamente expertos los campesinos, que, sin lugar a duda, eran el mayor componente del Ejército Restaurador.

También se les instruía a no dejar dormir al enemigo ni de noche ni de día, para que el insomnio y las enfermedades se convirtieran en sus principales aliados e hicieran más estragos que las propias armas de fuego, para lo cual recomendaban especializar a pequeños grupos de hombres móviles, mientras el resto del ejército descansaba y dormía, con el objetivo de recuperar fuerzas y energías para las jornadas agotadoras que les esperaban.

A las fuerzas restauradoras se las alertaba sobre la estratagema que acostumbraba a usar el enemigo de simular retiradas del terreno de combate para sorprenderlos, por cuya razón se les pedía se cercioraran muy bien para evitar caer en esa trampa. En cambio, si confirmaban que se habían retirado de verdad, se les recomendaba seguirlo en la retirada y hostigarlo por todos los medios con guerrillas ambulantes para desmoralizarlos y obligarlos a abandonar sus pertrechos y sus heridos.

Al mismo tiempo, a los restauradores se los orientaba a hacer caer al enemigo en emboscadas, hostilizarlo con guerrillas; en fin, a hacer en todo momento y en todo lugar, por todos los medios a su alcance, la guerra de manigua, auspiciada por un contrario a todas luces invisible o intangible.

A los oficiales restauradores se les recomendaba instalar sus bases de operaciones lo más distante posible de las bases de operaciones de los españoles y sus aliados, porque así los obligaban a perseguirlos a grandes distancias, de forma que se alejaran de la suya y sintieran que estaban pisando en un terreno totalmente extraño o en arena movediza, lo que sería fatal para ellos, bajo la premisa de que mientras más se internaran en el centro del país, más perdidos estarían.

Por último, se les sugería organizar un servicio especializado de espionaje lo más eficaz y activo posible con personas que parecieran lo más inofensivas y leales posibles a la causa contraria, con miras a averiguar con precisión el estado, la situación, la fuerza, los movimientos y las intenciones de las fuerzas realistas españolas, en cada momento y en cada lugar, para sorprenderlas y causarles siempre las mayores bajas posibles, de manera que sintieran temor y claudicasen en sus operaciones y acciones.

El general y último gobernador español en Santo Domingo, De la Gándara (1975, tomo II: 187-188), describe con gran colorido el tipo de guerra que puso en práctica el ejército restaurador contra las tropas españolas a lo largo y ancho del territorio de la República Dominicana:

El General José de la Gándara en Santo Domingo en 1865, antes de embarcarse a España.

El principio dominante en el modo de guerrear dominicano es atender sobre todo (como dice nuestra Ordenanza) a la libertad por la espalda, a mantener expedita la fuerza por flancos y retaguardia. La sumisión constante a este principio es posible entre aquellas gentes, por su increíble agilidad y robustez corporal, por su conocimiento práctico del terreno, por sus escasas necesidades de alimento y abrigo, por su misma soltura guerrillera y su ignorancia de toda táctica ordenada y compacta. Esto le permite extender a larga distancia su cordón avanzado, y cierto tino en la distribución de grandes guardias y escuchas, facilita con poca gente al grueso de la tropa reposo absoluto y seguridad perfecta.

Así, no bien las columnas iniciaron su movimiento sobre los cuatro radios, comenzó sobre ellas el tiroteo de alarma, que al punto se convirtió, como de reglamento, en serio y nutrido fuego de combate. De conformidad con el indicado principio, rara vez el dominicano se encierra ni se defiende en un pueblo, reducto o posición donde pueda ser cercado y envuelto: se interpone audaz entre el enemigo que avanza y el objeto que quiere cubrir o conservar; pero si, como siempre le sucedía, comprende que es vana o costosa la resistencia al empuje arrollador del que se acerca, un instinto de conservación, en que seguramente no entra por nada el temor, le aconseja poner en la fuga el mismo empeño que en el ataque; y en un solo instante, el hombre tenaz, inmóvil, tan arraigado al suelo como el árbol que le oculta, se convierte en la fiera traqueada que se arrastra y esconde en la espesura del monte. Desde ese punto se rompen los flojos lazos de táctica y disciplina; la dispersión, tomada, así como maniobra salvadora, debe ser completa, divergente, repentina, rápida; y el individuo, por sí solo, despliega todos los recursos con que la naturaleza dota al hombre campestre y primitivo.[1]

En ese texto el general De la Gándara reconoce como altamente satisfactorio el método de guerra de guerrillas utilizado por los dominicanos en su lucha contra España, del que dice que se sujeta totalmente al principio de atacar por la espalda y mantener despejada la fuerza de los lados y la retaguardia. Igualmente, sostiene que la sumisión constante a ese principio es posible entre los criollos por la gran agilidad y vitalidad que exhiben, por el conocimiento práctico que poseen sobre el territorio, por las pocas exigencias de alimento y vestido, por su amplia destreza en el manejo del arte guerrillero y por el desconocimiento de toda táctica ordenada, prescrita y bien definida. A su entender, todo esto le permite extender su avanzada a largas distancias, distribuir de forma adecuada a defensas y oyentes, al tiempo que hace posible que la mayor parte de la tropa descanse de forma segura, mientras unos pocos son los que actúan y hostilizan al enemigo.

De igual modo, el exgobernador español observa que, del tiroteo de alarma, el dominicano pasa a un serio y nutrido fuego de combate; que en muy raras ocasiones se encierra ni se defiende en un pueblo, trinchera o lugar donde pueda ser acorralado y sitiado, al tiempo de interponerse con arrojo entre el enemigo que se adelanta y el objetivo que quiere proteger o resguardar. Pero que, si el dominicano percibe como innecesaria o gravosa la resistencia ante la acción osada del enemigo, el instinto de sobrevivencia, que no debe asociarse para nada al temor, le aconseja darle prioridad a la retirada con el mismo ahínco que pone en la actitud ofensiva, pasando rápidamente de ser un hombre obstinado, tan arraigado al suelo como el árbol que le esconde, a una fiera entrenada que se escurre y oculta entre el follaje del bosque y la arboleda.

En otro pasaje no menos revelador, De la Gándara nos da algunas pistas prácticas para comprender aún mucho mejor la táctica de guerra utilizada por los dominicanos en la lucha librada contra los españoles en la Guerra de la Restauración:

Bien se sabe en España cuán penoso es dirigir las operaciones de una guerra teniendo enfrente un enemigo en constante movimiento, sin que puedan conocerse su situación, sus marchas y sus propósitos, porque no hay habitante que los denuncie; un enemigo que cuando se ve acometido huye, se fracciona, se dispersa, se evapora, y de noche y aún de día vuelve a deslizarse por los flancos, se coloca a la retaguardia de las tropas invasoras, interrumpe sus líneas de comunicación y los obliga a maniobrar a retaguardia para la conducción de sus convoyes de víveres, heridos o de enfermos, aprovechando los accidentes del terreno que les son favorables para aumentar a cada paso el número de bajas del invasor, pero la situación de las fuerzas expedicionarias de Santo Domingo, después de generalizada la insurrección, era mucho peor: la distancia de su patria, el verse obligados a recibir toda clase de auxilios por la mar, lo cual exigía el empleo de una parte de los buques de guerra; el tener que combatir contra hombres con pocas necesidades, ágiles para la guerra irregular a que por las perturbaciones de su país estaban acostumbrados; el clima, en fin, mortífero para los españoles, todo esto, que yo estaba tocando, me obligaba a una prudencia que era entonces por algunos mal interpretada.[2]

En esta ocasión De la Gándara destaca lo difícil que fue para los españoles dirigir las acciones de guerra contra un enemigo en constante movimiento, como era el caso de los dominicanos, sin que pudiese conocer cabalmente su situación, sus marchas ni sus intenciones. Al mismo tiempo resalta que el soldado dominicano, cuando se veía atacado, desaparecía, se fragmentaba, se disgregaba, se disipaba y, tanto de día como de noche, se deslizaba por los lados y por la retaguardia de las tropas extranjeras, obstaculizando de esa forma sus líneas de comunicación, su logística y el traslado de sus heridos y enfermos, aprovechando los desniveles del terreno y el conocimiento cabal que tenían del entorno para causarles grandes bajas.

La situación de los soldados peninsulares fue mucho peor en la medida en que la revolución restauradora se generalizó a todos los rincones de la República Dominicana, ya que solo podían recibir apoyo logístico por mar, lo que les obligaba a utilizar una parte de sus buques de guerra para el avituallamiento de sus hombres de armas. Todo esto ante un enemigo con pocas necesidades materiales, con grandes habilidades para la guerra irregular y teniendo como aliado al clima tropical, que era al mismo tiempo un arma mortífera para las tropas ibéricas, causando entre ellas altas tasas de mortalidad y morbilidad.

5.2. El incendio

Los restauradores utilizaron el incendio de varios fuertes o fortalezas que controlaban los españoles, como el fuerte de San Luis en Santiago de los Caballeros y el fuerte de San Felipe en Puerto Plata, que eran dos de los cuatro puntos donde los españoles tenían mayor fortaleza y control, junto con las ciudades de Santo Domingo y Azua. Con la utilización de este método buscaban romper el poder inexpugnable que poseían los españoles en esas ciudades fortificadas, previa orientación y colaboración de la población civil cercana, a fin de evitar tragedias humanas.

Con el incendio se buscaba atemorizar, aislar, desmoralizar y acorralar al enemigo, al tiempo de recuperar terreno y realizar una gran concentración de fuerzas militares para propinarle una contundente derrota.

Observemos lo que dice Juan Bosch sobre el uso del incendio por parte de los restauradores, en tanto arma especial para limitar considerablemente el poder de acción de las tropas peninsulares:

En Santiago y en Puerto Plata el poder español iba a recibir golpes muy duros, tan duros que al dárselos la revolución restauradora aseguraría la victoria, aunque esta tardara en ser alcanzada. Esos golpes fueron el incendio de Santiago, y con él la toma de la ciudad, hechos que fueron ejecutados el 6 de septiembre, es decir, a las tres semanas de haber cruzado la frontera dominico-haitiana los primeros restauradores, y la sangrienta persecución de las tropas españolas que iban de retirada de Santiago a Puerto Plata. Puerto Plata sería destruida también por el fuego aplicado como medida de guerra, lo que sucedería un mes después del que arrasó a Santiago, y para que se comprenda la importancia que tuvo el incendio de Puerto Plata conviene recordar que ese lugar era la plaza comercial más importante del país a la vez que el mejor puerto de mar. En cuanto a la población, se estima que para 1863 tenía como Santo Domingo y como Santiago, esto es 6 mil personas.[3]

Sin duda alguna, el uso de esa tea salvadora constituyó un ingenioso método de lucha que les reportó grandes beneficios a los patriotas dominicanos, para poder igualar el poderío armado de las tropas realistas españolas y así confinarlas al estrecho límite territorial de las instalaciones amuralladas de las fortalezas militares. Esto les permitió a los restauradores tener un control amplio del escenario de la guerra y concentrar todo su poder ofensivo en torno a un gran objetivo, planteándose hostigarlo día y noche hasta lograr su rendición honorable.

Es importante destacar que los más importantes líderes restauradores, por razones tácticas o para mantener una buena imagen de la revolución ante los países vecinos o ante el mundo, nunca asumieron públicamente —ni en el momento ni en sus escritos posteriores–que ellos utilizaron ese método de lucha, porque ello podría verse como una acción criminal tanto frente a las tropas españolas como ante la población civil. El uso de ese método pudo revertirse negativamente contra los restauradores si los españoles hubiesen protestado internacionalmente su uso en la guerra de Santo Domingo, al tiempo de destacar el sentido anti humanista y antiecológico de la acción, violentando con ello el más elemental derecho de gentes que debe observarse en toda guerra. No obstante, hoy podemos destacar lo benéfico que fue para la causa nacional el uso del incendio para lograr expulsar de la República Dominicana al ejército peninsular español.

El incendio como método de lucha por parte de los restauradores está consignado de forma indeleble en el Himno Nacional de la República Dominicana, que escribiera el insigne educador y poeta dominicano Emilio Prud’homme, cuando dice:

Y el incendio que atónito deja

de Castilla al soberbio león

de las playas gloriosas se aleja

donde flota el cruzado pendón.

  1. Triunfo de los restauradores y capitulación de los españoles

El uso adecuado de estas y otras tácticas de guerra fue lo que le permitió al Ejército Libertador del Pueblo Dominicano o ejército restaurador causarle al ejército español 11,000 bajas entre definitivas y accidentales: muertos por armas de fuego o armas blancas y enfermedades, prisioneros, heridos y extraviados, de acuerdo a los datos suministrados por el capitán general y último gobernador español en Santo Domingo, José de la Gándara y Navarro (1975); 18,000 muertes de peninsulares, sin contar los refuerzos provenientes de Cuba, Puerto Rico y de las fuerzas de las reservas del ejército dominicano pro-español, según Gregorio Luperón (1992), o 16,000 bajas, conforme a cifras suministradas por los autores españoles Eduardo González Calleja y Antonio Fontecha Pedraza (2005); la muerte de seis generales caídos en las filas españolas (Juan Contreras en Maluco, Monte Plata; Reyes en Guayubín; Juan Suero en Yabacao, Guerra; Pascual Ferrer en Samaná; José María Pérez en Guanuma y Garrido en la común de Yamasá, Monte Plata) y dos generales heridos (el general Pedro Santana en Yamasá y el brigadier Primo de Rivera en Montecristi), así como pérdidas económicas que Luperón (1992) consigna en 35 millones de pesos, a partir de datos suministrados por el Gobierno español a las Cortes, mientras que González Calleja y Fontecha Pedraza (2005) las estiman en 392 millones de reales.

Con las diferentes acciones desplegadas a lo largo y ancho del territorio nacional, los restauradores lograron conquistar toda la Línea Noroeste, el Cibao Central, el Nordeste, gran parte del Suroeste y todo el Este, con la sola excepción de las comunes de Puerto Plata y Santo Domingo, las cuales serían ocupadas tras la capitulación de las tropas españolas.

El triunfo de los revolucionarios restauradores sobre las tropas realistas españolas entre los años 1863 y 1865 contribuyó a que la reina Isabel II promulgara la ley de retiro del ejército español de Santo Domingo el 1º. de mayo de 1865, la cual se hizo efectiva con la salida de sus últimos reductos el 11 de julio de 1865. Este hecho puso de manifiesto una vez más que no existe fuerza en el mundo, por más poderosa que sea, que pueda detener a un pueblo cuando está decidido a romper las cadenas de la opresión y a luchar de forma decidida por la libertad, la independencia y la soberanía nacional absoluta de su patria.

El proceso de evacuación en el Sur se inició en Baní, con el envío por el Puerto de la Caldera de todos los enfermos, así como todo el material bélico y de oficina de las diferentes dependencias del Estado. Inmediatamente después se procedió a embarcar a todas las tropas. Las disposiciones indicaban que, si ese proceso no se podía realizar en las primeras veinticuatro horas, entonces las tropas que quedaran en tierra se acantonarían en el pueblo continuo de Sabana Buey, hasta el momento de embarcarse.

El general Pedro Antonio Pimentel era el Presidente de la República cuando las tropas españolas se vieron obligadas a abandonar el país el 11 de julio de 1865, tras su derrota.

En Azua se dispuso la reconcentración de las fuerzas que estaban en San José de Ocoa.  Mientras esta acción se realizaba, se procedió a transportar a la playa los efectos del Estado, ya que los enfermos habían sido conducidos a Cuba en el vapor del mismo nombre. Las milicias españolas debían ser las últimas en abandonar la población, tal como se había dispuesto en Baní.

En la región norte del país se realizó en primer lugar la evacuación de Montecristi y Puerto Plata. Solo en Montecristi se procedió a volar los fuertes de San Francisco y San Pedro, los cuales produjeron una gran trepidación, al explotar casi simultáneamente dos hornillos que contenían cuarenta y tres quintales de pólvora. Posteriormente se produjo la evacuación de las tropas acantonadas en la Bahía de Samaná, que era considerado uno de los lugares más estratégicos por parte de los españoles por la gran cantidad de carbón mineral que poseía y por la ubicación geográfica de la misma.

Se dispuso que las personas y familias dominicanas que salieran de aquellos pueblos protegidas por los españoles, debían ser transportadas a Santo Domingo con toda la comodidad posible para embarcarlas a los lugares de destino, que serían preferentemente Puerto Rico, España, Filipinas y en menor medida Cuba, por la situación de esclavitud de los  negros que allí estaba vigente, conforme a las disposiciones del Gobierno español y del hasta entonces Capitán General y Gobernador español en Santo Domingo, José de la Gándara.

Tras producirse el embarque de todas las tropas de aquellos puntos donde había presencia española, el 11 de julio de 1865 se produjo la evacuación de la Plaza de Santo Domingo, dirigiéndose la expedición hacia Cuba, el cual era el lugar de destino, excepto el batallón de cazadores de la Unión, que debía desembarcar en Guantánamo para acantonarse en Santa Catalina.

El canje final de los prisioneros que el Gobierno del general José de la Gándara tenía como rehenes en la vecina isla de Puerto Rico y de los que tenían en su poder los patriotas restauradores dominicanos, se produjo en la ciudad de Puerto Plata el 22 de julio de 1865, sin ningún tipo de restricciones y en el marco del más completo orden.

Es importante destacar que la Guerra Restauradora sirvió de modelo a los demás países del Caribe que aún estaban bajo el dominio colonial español, como fueron los casos de Puerto Rico y Cuba, al demostrarles de forma convincente que era posible combatir y vencer al Ejército Realista Español. Es así como el 23 de septiembre de 1868 se produce el Grito de Lares por la independencia de Puerto Rico e inmediatamente después se desencadena el Grito de Yara el 10 de octubre de 1868 por la independencia de Cuba frente al gobierno colonial de la metrópolis España.

El Grito de Lares se sitúa como parte del sentimiento anticolonialista que abrazó al Caribe hispano, interrumpido tan sólo por la Guerra desatada entre Estados Unidos y España por el control de las colonias que poseía esta última, logrando el Coloso del Norte derrotarla y apoderarse de las islas de Puerto Rico y Cuba. El Grito de Yara fue iniciado por Carlos Manuel de Céspedes y dio origen en Cuba a lo que luego se denominó la Guerra de los Diez Años, entre los años de 1868-1878.

La Guerra de los Diez Años trajo consigo la participación decidida en las filas de la revolución de 14 dominicanos que habían militado del lado de los españoles durante la Guerra de la Restauración. Fueron ellos: Modesto Díaz Álvarez, José Ignacio Díaz Álvarez, Luis Marcano Álvarez, Félix Marcano Álvarez, Francisco Marcano Álvarez, Francisco Javier Heredia Solá, Manuel Javier Abreu Romero, Carlos de Soto Araujo, Juan Gómez Báez, Rufino Martínez, Máximo Gómez Báez, Santiago Pérez Tejeda, Toribio Yépez Mendoza y Manuel María Frómeta Arias.[1]

El Generalísimo Máximo Gómez en República Dominicana estuvo del lado del bando español y en Cuba encabezó la fila del proyecto independentista.

De todos ellos, el que más se destacó fue el banilejo Máximo Gómez Báez, quien, en las luchas libertarias de Cuba, adquirió el rango de generalísimo. Este, al observar el rigor del sistema esclavista opresor y discriminatorio prevaleciente en Cuba, se decidió por combatir a sus antiguos aliados y logró, de la mano de los gigantes Carlos Manuel de Céspedes, Félix Varela, José Martí, Antonio Maceo, Fausto Maceo y otros destacados patriotas cubanos, devolverle la libertad a ese valeroso pueblo caribeño, a golpe de heroísmo, inteligencia y sacrificio, a través de la implementación del exitoso método de guerra de guerrillas, que tan excelentes resultados le había proporcionado a los patriotas restauradores en la República Dominicana.

[1] Acosta Matos, Eliades. El proceso restaurador visto desde Cuba. Su impacto político y en la guerra de Independencia cubana (1868-1878), Santo Domingo: Archivo General de la Nación, 2016, p. 35.

[1] De la Gándara, José. Anexión y guerra en Santo Domingo, Tomo II. Santo Domingo: Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1975, pp. 187-188.

[2] Ibidem, pp. 224-225.

[3] Bosch, Juan. La Guerra de la Restauración, Santo Domingo: Editora Alfa y Omega, 2000, p. 114.

[1] Rodríguez Demorizi, Emilio. Diarios de la guerra domínico-españolade1863-1865, Santo Domingo: Editora del Caribe, 1963a, pp. 110-111.

[1] Espaillat, Ulises Francisco. Escritos. Santo Domingo: Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1987, pp. 406-407.

[1] Ibidem, pp. 169-171.

[1] Luperón, Gral. Gregorio. Notas autobiográficas y apuntes históricos, Santo Domingo: Central de Libros C. por A., 1992, 156.

[1] Rodríguez Objío, Manuel. Gregorio Luperón e historia de la Restauración, Tomo I. Santo Domingo: Editora de la UASD, 2004, pp. 111-112.

[1] González Calleja, Eduardo, y Fontecha Pedraza, Antonio (2005), Una cuestión de honor. La polémica de la Anexión vista de España (1861-1865), Santo Domingo: Fundación García Arévalo, 2005, p. 135.

Juan De la Cruz

Historiador y profesor universitario

Juan de la Cruz. Doctor en Historia Contemporánea y Máster Universitario en Filosofía en el Mundo Global, Universidad del País Vasco, España. Doctorado en Ciencias de la Educación, Universidad de Ciencias Pedagógicas “Enrique José Varona” de Cuba y Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Maestría en Educación Superior, Universidad Iberoamericana (UNIBE). Licenciado en Historia, Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Docente de la Escuela de Historia y Antropología de la UASD. Comunicador Social. Premio Anual de Historia 2017 “José Gabriel García”, Ministerio de Cultura de la República Dominicana. Miembro de Número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Autor de más de una docena obras de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía. delacruzjuan508@gmail.com

Ver más