Que su obsesión por la longevidad, “que es como alcanzar la eternidad”, haya conducido a la señora Dunda Dabrowski a profundizar en la facha del esoterismo y a indagar sobre nuestra percepción subjetiva, posiciona el episodio De un gramo de duda en un escenario, el más elevado de la novela Luces de alfareros, de férreo conflicto durante el reto evolucionario de la acaudalada en lo referente al cierre de un ciclo, ortodoxo y cristiano, y la apertura de otro, gnóstico, en términos de su propia capacidad interior, o luz de dentro, proclamada por los evangelios apócrifos en el contexto del autoconocimiento, yo, como consciencia de lo divino, Dios.

Obsesionada con la búsqueda de la razón de ser y el temor a envejecer, enfermar o morir, Dunda, entre el brillo y la oscuridad de los objetos, efectuó un viaje, imprevisto, a República Dominicana, cuya mayor importancia consistía en visitar a María Luisa Rodríguez, escritora que había concluido dos volúmenes acerca de la vida de Eulagia Martínez, registrada en el libro de récord Guinness como la anciana más longeva del mundo, había “vivido lo suficiente como para apreciar lo aceptable del existir”, y de quien María Luisa se aprestaba a generar una crónica de sus ruidos y saberes, pretendiendo motivar a los humanos para que acogieran evitar una subsistencia desasosegada y agobiante. De igual manera, una productora de los Ángeles se había propuesto realizar  un documental para el cine, atinente a sus días y horas.

La autora de la novela Luces de alfareros, Ana Almonte, describiendo personajes y circunstancias con rigor y magnificencia deslumbrantes, nos conduce al mencionado encuentro, íntimo y personal, donde la señora Dabrowiski habría de interpelar a su homóloga, la señora Rodríguez, dada la disputa entrambas sobre puntos existenciales, en relación con la verisimilitud o falsedad de la semblanza que, “sujeta a unas escrituras sagradas”, ésta había escrito sobre la perdurabilidad de la anciana, Eulagia Martínez, “historia mixta entre realidad y ficción” que, a propósito de un mundo simulado, conforme  a la biógrafa, “la ficción es más poderosa que la realidad cuando la realidad podría ser la verdadera ficción.” Apuntalada, precisamente, por la magnitud y aura de “inseguridad” y “dudas” que albergaba Dunda, compelida por su catástrofe interior, o complejidad anímica, relativa a los presagios de larga vida, “que tanto se cuestiona[ba]”, expuestos en El Canon Pali, manuscrito que la empresaria defendía y conservaba, aunque se mostrara  vacilante “de si su contenido correspond[ía] a una mentira o verdad”.

Ahora bien, ¿qué, ciertamente, se proponía o intencionaba Dunda Dabrowski? ¿Eliminar a sus competidores, conociendo exclusivamente ella, como inside trader,  el secreto de la longevidad descrito en los manuscritos de El Pali, ya de su propiedad, y en la potencial adquisición de los derechos biográficos de Eulagia Martínez? Dice, la acaudalada, sin tapujos: “…no quiero que otras personas, económicamente, poderosas, como es mi caso, descubran que puede existir el secreto de la larga vida, que es como alcanzar la eternidad.” ¿O, por el contrario, deambulando entre sus ruinas y, quizás, con  un dejo de altruismo, luego de que entendiera, certera en su diagnóstico, la inutilidad de la opulencia y posesiones, defendernos, posiblemente, de la voracidad congénita de los poderosos, “castigos y pecados”, espejo, tal vez, de ella misma, arrepentida? “¿Cómo serían las grandes panteras de la Wall Street, y los dueños de los grandes emporios comerciales a sabiendas de este secreto?”, preguntaba. En un colapsado proscenio, “donde nada es absoluto y todo lo es”,  de terror, confusión y caos, ¿qué cosas no serían capaz de hacer?” 

De hecho, durante el diálogo entre las dos mujeres, Dunda examinaba su propósito de comercializar la longevidad de la anciana, mientras  que María Luisa exploraba sobre la probabilidad de producir, más que negociar, un documental acerca del susodicho relato. Realmente, la también publicista solo procuraba, según sus propias palabras, “demostrar al mundo que en este país [República Dominicana] descansa, en un antiguo cementerio, una mujer con arrojo y extensa sabiduría…” No obstante, aparte de los designios empresariales que pudiera atesorar, eventualmente, Dunda Dabrowski, ante la escritora, confesaría que el texto que obtuvo en China, “de manos de un sabio sacerdote budista”,  donde “las líneas” no solo de su rumbo estaban inscriptas en el sacrosanto libro de El Canon Pali, sino que allí, igualmente, reposaban “las líneas vivenciales de toda la humanidad, incluyendo la que aún no nace”. De su parte, la señora Rodríguez, a quien no le concernía “el día, el año u hora en que [se iba] a morir y quién [sabía] de qué o cuándo”, a diferencia de la atormentada propietaria,  consideraba que todo sujeto, en glosa “mística, esotérica”, es responsable, “planificador”, de cada uno sus lances cuando se encuentra “en el punto máximo de luz desde mucho antes de arribar a la tierra”,  y, que por lo tanto, sería infructuoso manipular nuestras acciones, “vivir cuanto [se] desee”, aquí en la tierra. Con todo, aunque Dunda Dabrowski tenía su particular juicio acerca de El Pali, ahora, cuasi-mística, en su plática con la escritora Rodríguez, tendrá que darle, en cuanto a la manera de interpretar sus experiencias, “otro giro a la historia de su historia”.

Todo hubo de empezar cuando María Luisa, luego de “corregir y a emparejar algunos de los relatos” del manuscrito atribuido a Eulagia Martínez, la emprendió por descifrarle, “leerle”, a Dabrowski, el primer boceto, desconocido, de un minucioso fajo, y que a su entender comprendía asuntos sobrenaturales, “paranormales”, que la anciana,  conquistada por un olor a “rosas marchitas” al bajarse de la cama y penetrar a la bañera arrastrando “más de un siglo de vida”, había experimentado, percibiendo, a la par, “una nueva alucinación” que, en cierto modo, había arrancado cuando apreció, intentando revertir su senescencia, involuntaria, que “el agua la purificaba al penetrar tibia, ligera por entre los senos deformes, muslos y rodillas de un cuero seco y plegado, eliminando por completo aquella impresión de que sus carnes se pudrían.” El idilio, además, de los complacientes rayos de sol trepando las paredes de la casa, la conservación de la primavera por la diversidad de los arbustos florecientes en el aderezado patio, el tropel de aves enmarañadas en los brotes de los árboles de mangos, y su alborozo libando la ambrosía de las frutas llenas y maduras. Sin embargo,  la ensoñación de la vejestoria Eulagia, “ajena al esplendor reinante en su propiedad”, barrunta el tráfago de las horas, “conjunto de luces intermitentes”, entretejidas, ¡y esa calma harta suya!, por la belleza de los puntos que sólo una escritora, como Ana Almonte, sabe trenzar con sutileza: “Observa [la anciana] que el cristal movible en la ventana le devuelve a una doble que es su reflejo y se articula en la fina cerámica del piso mientras va orquestando su diminuta figura de mayor a menor, de acuerdo a la lejanía o aproximación desde donde se coloque”. Alejada de la ventanilla, ciertamente,  “se sienta” en una mecedora, dándole su espalda al patio, tomando entre sus exiguas manos un poema, susurrándolo al tenor de la durabilidad transitoria de la carne, reflejada, de paso, con su voz intermitente y quebrada, en la lectura inconclusa de unos versos del poeta Fernando Pessoa, bajo el brebaje “humeante” emplazado en una mesita próxima a la centenaria.

Ven, a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río.

Con sosiego miremos su curso

y aprendamos que la vida pasa,

y no estamos cogidos de las manos.

(Enlacemos las manos)

Pensemos después, niños adultos que la vida pasa

y no se queda,

nada deja y nunca regresa,

va hacia el pie del Hado,

más lejos que los dioses…

De ahí que, durante su ensoñación, y al caerse el tazón con un brebaje  al piso, “el cuerpo de la anciana parece hundirse en un sueño limpio, tranquilo, como la mosca que, seducida por el almíbar del dulce, queda atrapada ante su propio placer”. Mírase Eulagia desdoblado su esqueleto o armadura, sintiéndose, a sí misma, “hay una conciencia, un despertar”, en otra dimensión, palpándose, aferrándose a la vida pero sucumbiendo a la muerte, “del porqué si está muerta se siente con vida”, observando a su derredor el tomo del poema, la bañera y, a través de la ventana, el vasto vacío y la liviandad, circunvolando, de los pájaros. En el éxtasis, “a sabiendas”, vomitando su propia muerte, a sí misma se ve, a ninguna otra, la “paranoica anciana”, patidifusa, y aunque presume prorrogar su reintegro a su legítimo y averiado cuerpo, transige, atemorizada de irse a la gehena tras el suicidio, contradictorio a sus creencias cristianas. Punto de inflexión que culminaría, luego de su estadía en Okinawa, donde vive “la gente de más edad del mundo”, en un viraje teológico, o nuevos principios, correspondiente “al evangelio nóstico de Tomás”, amoldado por la disciplina Zen”.

Eulagia Martínez, sintiéndose que ya había concluido, “por pura convicción y decisión”, su temporada aquí en la tierra, siendo la bebida el probable detonante que la centenaria había ingerido, pregúntase, renunciando a las coordenadas del globo, a los ciento cincuenta años, si volvería a ver a su primer marido, sobre todo ahora tan distante de la experiencia empírica, del “mundo real”, que hoy le abruma. Percatándose, luego de tantos padecimientos y perseverancias, que el infierno no existe, “se halla en un espacio deshabitado…el mundo en el que solo ve aquello en lo que se cree”. Se nota “inmaculada”, consagrada. Estima que una vasta alfaguara, en su inagotable clemencia, perdonó sus “culpas”, yerros o pecados, en virtud de las trabas o inviabilidad de cohabitar “con ella misma” a partir de distintos credos. Percibe que su figura reaparece lozana, transformada negra su cabellera blanca,  relucientes y  pulidas sus manos de los anuarios efebos. Vuela alto, levita, con tanta ligereza por arriba del sonido y de la luz, estremeciéndola en el instante de “cerrar los ojos”, ¿inerte, tiesa, por el rigor mortis?, columbrando la “antesala al paraíso” desde unos melancólicos versos, un sinfín de programadas y perimidas maravillas: “odas y fábulas que en nada se asoman / a lo que verdaderamente fuimos…”  De ahí que, invitándola a tomar una nueva jornada, la “sombra difusa” de su primer esposo a Eulagia le dijera, extrasensorialmente: “Ven…ni se te ocurra mirar para otro lado, apenas comienza tu trayecto”: un nuevo recorrido de tiempo contrapuesto.

“Luces de Alfareros”, de “Un gramo de duda” y otros objetos

Así las cosas, vía que desembocaría, terminada la lectura del texto, ostensible alegoría de la liberación humana en términos de su transformación interna, en el momento en que Dunda Dabrowski, con gesto sombrío, se viera perturbada, intrigada, ante la presencia de “una extensa lámina de papiro”, mostrada por María Luisa, que formaba parte del Evangelio gnóstico de Tomás, discípulo de Jesús, y en cuyo dominio reposa “el secreto de la vida eterna”, persistente anhelo de la señora empresaria y también de la difunta Eulagia, a pesar de que fuera desmentido el mito como la inquilina de mayor edad del planeta. Pero poco importaría habitar con la mentira, dada la eficacia y trascendencia de inocular promesas, aunque sea de una longevidad cimentada en una espiritualidad vaga, “difusa, ambigua”, pues los fardos para la gente serían menores. ¿Acaso la realidad es un constructo? ¿Sí? Optamos por creer, de todos modos, ante la duda, o, simplemente, dejar de creer en la verdad. Dice María Luisa, la anfitriona:

“A veces un pueblo sofocado por la miseria, el quehacer político nefasto e invariable, así como por la dejadez, incluso, de nacer, crecer y morir teniendo las mismas cosas, o teniendo ningunas, necesita aferrarse a la vida, y eso es algo que solo da el hecho de albergar a una creencia o percepción de un lado de la realidad en un momento dado.”

En efecto, similar esperanza, ¿embuste?, a la que acabó asida, aprisionada, Ermelinda Martínez Carrasco, hija usurpadora de la falsa historia de su anciana madre, Eulagia Martínez, quien, internándose, asimismo, en los fundamentos del Nag Hammadi,  convergente con Los Evangelios Gnósticos, estaba persuadida de que en el pliego de ese papiro sagrado, reposaba “el origen de la vida eterna según la real trayectoria de Jesús [ ´El reino está, más bien, dentro de vosotros…´] y enseñanzas de sus discípulos”. Así pues, apoyada en el eterno retorno, “con la muerte carnal podría incursionar, cualquiera de nosotros, al paraíso hasta suceder nuevamente nuestro retorno en la tierra amañados a nuestros niveles de elevación de alma conforme a lo que, en energía, planificamos antes de nacer”. Desde esta perspectiva, la supervivencia en Dunda Dabrowski, relativa a sus delirios y atavismos, quedaría, no sólo comprometida, sino también resquebrajada, disuelta dentro de los límites de Un gramo de duda, sujeto, justamente, a los visajes divergentes, en pugna, inherentes a los eventos del cosmos, entre el libre albedrío y el destino ineluctable.