Juan Carlos Onetti inaugura con El pozo (1939) no solo su carrera literaria, sino una nueva sensibilidad narrativa en la literatura latinoamericana. En esta novela breve, de tono introspectivo y confesional, se nos introduce a la mente de Eladio Linacero, un hombre escindido entre el hastío, la incomunicación y la imposibilidad de darle sentido a su vida. A través de una prosa cargada de ambigüedad y desesperanza, Onetti construye una de las representaciones más densas y tempranas de lo que más adelante la crítica llamaría el existencialismo rioplatense: una mirada sobre el individuo urbano moderno que experimenta angustia ontológica y fracaso comunicativo.

Este escrito propone una lectura existencial de El pozo, destacando cómo en la figura de Linacero convergen dos síntomas centrales de la condición humana moderna: la angustia existencial, entendida como la confrontación del sujeto con la falta de sentido, y el fracaso del lenguaje, como síntoma de una soledad radical e irredimible. Estas dimensiones no solo configuran el drama individual del protagonista, sino que revelan una crítica profunda a la cultura urbana y burguesa que aliena al individuo de su ser auténtico.

La angustia de Linacero no puede entenderse como un mero malestar psicológico ni como una tristeza circunstancial; se inscribe, más bien, en el horizonte de la angustia heideggeriana, que revela al ser humano su condición de arrojado al mundo, su radical finitud y la carencia de un fundamento último. No estamos ante el temor frente a un objeto determinado, sino ante la irrupción de la "nada" que sostiene —y a la vez desestabiliza— toda existencia.

Linacero se mueve en ese territorio. Desde el inicio del texto, se muestra como un sujeto desencantado que rechaza las formas convencionales de vida, los rituales sociales, el trabajo rutinario, la familia. Su desencanto no es cinismo, sino perspicacia: "Yo no soy un tipo como los demás", afirma, reconociéndose distinto no por superioridad, sino por conciencia. En su rechazo a las expectativas sociales, Linacero encarna lo que Jean-Paul Sartre llama el ser-para-sí: una conciencia que se sabe libre, pero para quien esa libertad no conduce a la plenitud, sino a la náusea.

Su pasado tampoco le ofrece consuelo. El recuerdo de la muchacha en el campo, acaso el único momento de plenitud que Linacero evoca, está cargado de ambigüedad. La lectura no nos permite saber si fue real, o si se trata de una fantasía retroactiva. Ese episodio no ofrece una salida a la angustia, sino que la profundiza: el único posible sentido está perdido en el tiempo o en la imaginación, y el presente no hace más que confirmar el vacío.

Albert Camus, en El mito de Sísifo (1942), define el absurdo como la confrontación entre el deseo humano de sentido y el silencio indiferente del mundo. Linacero, en su escritura, en su desesperada voluntad de comprender y ser comprendido, experimenta este absurdo. Lo insoportable no es que la vida no tenga sentido, sino que uno no puede dejar de buscarlo.

Uno de los elementos más poderosos de El pozo es que toda la narración está contenida en un manuscrito que Linacero escribe —y que sabemos, desde el comienzo, no será comprendido por su interlocutor (Castro, su amigo, o quizá solo un lector imaginario). Esto convierte el texto en un gesto radical de desesperación:

Escribir para no ser leído o, peor, para ser malinterpretado.

"Él dijo:

—Es muy hermoso… Sí. Pero no entiendo bien si todo eso es un plan para un cuento o algo así.

Yo estaba temblando de rabia por haberme lanzado a hablar, furioso contra mí.

mismo por haber mostrado mi secreto.

—No, ningún plan. Tengo asco por todo.

¿Me entiende? Por la gente, la vida, los versos con cuello almidonado. Me tiro en un rincón y me imagino todo esto. Cosas así y suciedades, todas las noches.

Algo estaba muerto entre nosotros. Me puse el saco y lo acompañé unas

cuadras" (El pozo, p. 81).

"El lenguaje no comunica nada", parece decir Onetti, adelantándose a una intuición.

Que luego desarrollaría Samuel Beckett en sus obras del absurdo. Linacero no escribe para compartir verdades, sino porque ya no tiene otra cosa. El lenguaje, en lugar de acercarlo al otro, lo aísla más.

Sartre sostenía que el infierno son los otros, pero en El pozo el infierno es también la imposibilidad de llegar a ellos, a los demás. El monólogo de Linacero no solo no logra ser un puente, sino que revela la ruina de toda posibilidad de comunicación auténtica. Se trata de un bloqueo del lenguaje. Linacero se sitúa justo en esos márgenes, en ese borde en el que el decir se torna silencio o decepción.

El fracaso del lenguaje está también en su forma de narrar: desordenada, fragmentaria, llena de dudas, contradicciones, tachaduras. No hay una línea argumental clara ni una verdad que se imponga. La escritura de Linacero es un pozo en sí misma: oscura, sin fondo, sin salida. Y el lector se ve obligado a asomarse sin ninguna garantía de comprensión.

Aunque El pozo no tematiza directamente la ciudad, su presencia se intuye como un entorno opresivo y deshumanizante. Linacero vive en una ciudad sin nombre, que puede ser Montevideo, pero podría ser cualquiera: lo importante es que representa el espacio de la rutina, del anonimato, de la masificación.

Según sostienen algunos autores contemporáneos (véase Marc Augé), la ciudad moderna produce una actitud de hastío: una indiferencia defensiva ante la sobrecarga de estímulos. Linacero vive esta actitud, pero no como un recurso adaptativo, sino como una condena. Su distancia respecto a los otros, su rechazo de la normalidad, es también un grito de impotencia ante una vida que no logra habitar.

Desde esta perspectiva, la angustia de Linacero no es solo individual, sino representativa de un sujeto histórico y social: el hombre urbano del siglo XX, educado para vivir según parámetros externos, pero incapaz de encontrarse a sí mismo en ellos.

El pozo es, ante todo, una exploración de la conciencia en estado de naufragio. En la figura de Eladio Linacero, Onetti condensa el drama existencial del hombre moderno: una existencia sin fundamentos, una búsqueda sin objeto y un lenguaje que, en lugar de redimir, revela aún más la fractura.

La angustia no es aquí un síntoma patológico, sino la condición misma de una subjetividad lúcida en un mundo sin respuestas. Y el fracaso del lenguaje no es solo la imposibilidad de comunicarse, sino el eco de una soledad que ya no encuentra siquiera palabras para verbalizar su estado.

La obra, escrita en los márgenes del existencialismo europeo, anticipa muchas de sus intuiciones con una voz latinoamericana profundamente original. El pozo no ofrece salidas, pero sí un espejo incómodo y necesario para pensar la condición humana. Como en todo gran texto literario, no hay lección, sino una pregunta que sigue resonando: ¿qué sentido puede tener una vida cuando el mundo calla?

Julio Adames

Escritor

Julio Adames, nacido en Constanza, provincia La Vega, República Dominicana, es escritor y abogado. Realizó estudios en Letras Modernas, Psicología y Derecho, con posgrado y maestría en áreas jurídicas, en las universidades UTESA, UASD y PUCMM. Ha publicado una decena de libros, entre los que destacan Huéspedes en la noche, Cuerpo de baile, Infame turba, Parábolas para muñecas, El treno fatigado, Cuerpo en una burbuja, Monedas al aire y Tempo alcohólico. Su obra ha sido reconocida con el Premio de Cuento de Casa de Teatro (1990), el Premio Nacional de Poesía Infantil Aurora Tavárez Belliard (2005-2006) y el Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña de Henríquez (2012). También incursiona en la pintura, dentro del estilo impresionista abstracto, y ha participado en diversas exposiciones colectivas. Contacto: xjulioadames@hotmail.com | xjulioadames@gmail.com

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