“La luz brilla en la oscuridad, y la oscuridad jamás podrá apagarla.”
— Juan 1:5
Carlos Toral, en su nuevo libro La oscuridad, vuelve a demostrarnos la amplitud de su inventiva siempre renovada. En este relato nos presenta a un niño valiente durante el día, capaz de realizar toda clase de hazañas inimaginables; sin embargo, cuando llega la noche, todo cambia: el pequeño tiembla de miedo, imaginando monstruos, brujas y dragones.
Esta joya de Juan Carlos Toral, La oscuridad, cuenta con ilustraciones de tonos mates realizadas por Taina Almodóvar, que nos sumergen en sus páginas sin escapatoria. Es una obra infantil que nos conduce a un mundo donde la noche resplandece y cobija con su belleza; donde lo temible deja de serlo, porque la oscuridad guarda magia en cada una de sus luces, que se abren ante nuestros ojos expectantes.
La oscuridad es un libro-álbum enriquecedor, con un vocabulario exquisito y un carácter atemporal. Los niños y las niñas descubrirán en él el asombro y la magia que se ocultan en la noche. Este cuento universal consigue, a través de su trama, mostrar que los miedos pueden superarse. Se trata de una historia cautivadora desde su inicio, con un enfoque lúdico y una dosis de humor.
El miedo a la oscuridad en la infancia no es una simple reacción ante la ausencia de luz; es una manifestación profunda del desarrollo emocional y de la imaginación en expansión. Durante esta etapa, el mundo interior del niño se amplía con fuerza: los límites entre lo real y lo imaginario son difusos, y la noche se convierte en el escenario donde lo desconocido cobra forma.
En la oscuridad, el niño no teme solo a lo que puede haber fuera de él, sino también a lo que empieza a descubrir dentro de sí. Por eso, este miedo no debe reprimirse ni ridiculizarse, sino comprenderse como parte del proceso natural de construcción de seguridad emocional y confianza en el entorno.

Desde una perspectiva psicológica, la oscuridad simboliza lo inconsciente: aquello que aún no se conoce ni se domina. Para el niño, adentrarse en ella es enfrentarse al misterio de sus propias emociones: el miedo, la soledad, la pérdida de control. Este temor, por tanto, no debe considerarse una debilidad, sino una oportunidad para aprender a reconocer y regular las emociones, una habilidad esencial para la salud mental futura.
Cuando el niño comprende, poco a poco, que puede tolerar la oscuridad sin que ocurra ningún daño, su mente integra la experiencia del miedo como parte de su desarrollo emocional. En otras palabras, el miedo se transforma en aprendizaje.
El temor a la oscuridad aparece con frecuencia entre los tres y siete años, una etapa en la que la imaginación es intensa y el pensamiento mágico domina la percepción del mundo. El niño proyecta en la oscuridad sus emociones no comprendidas —la ansiedad, la separación, la inseguridad—. Por eso, acompañarlo implica ayudarlo a nombrar lo que siente y a diferenciar la fantasía de la realidad. Cuando se escucha y valida su emoción (“Entiendo que tengas miedo, es normal”), se fortalece su capacidad para reconocer y aceptar lo que siente. De esta manera, el miedo no se reprime: se convierte en comprensión emocional.

Estrategias para acompañar al niño
*Escucha activa y validación emocional: permitir que hable de su miedo sin juzgarlo le ayuda a construir su lenguaje emocional. Nombrar el miedo lo hace más manejable.
*Exposición gradual: introducir la oscuridad de forma paulatina enseña al cerebro a asociarla con calma y seguridad.
*Rutinas predecibles: los hábitos nocturnos crean sensación de control y estabilidad, reduciendo la ansiedad.
*Objetos transicionales: un peluche, una manta o una luz tenue pueden funcionar como “puentes afectivos” entre la presencia de los padres y la autonomía del niño.
*Modelamiento emocional: cuando los adultos muestran serenidad ante la oscuridad, el niño internaliza esa calma como una respuesta posible frente a lo desconocido.
Más allá del miedo: la construcción de la resiliencia emocional
Superar el miedo a la oscuridad no significa solo dormir sin luces; es dar el primer paso hacia la confianza, la autoconfianza y la resiliencia. Cada noche en que el niño logra descansar con menos temor, fortalece su sistema emocional interno. Aprende que puede sentir miedo sin quedar paralizado, y que las emociones no son enemigas, sino mensajeras.
Así, lo que parecía un temor profundo se convierte en una experiencia fundante de crecimiento psicológico. La oscuridad deja de ser amenaza y se transforma en el primer escenario donde el niño aprende a cuidarse emocionalmente.
Este relato para la infancia combina magistralmente texto e imagen. Las ilustraciones detalladas permiten a los pequeños seguir y explorar conceptos de forma visual. Juan Carlos Toral nos ofrece un cuento que estimula habilidades cognitivas como el pensamiento lógico, la observación, la resolución de problemas y la atención. Las imágenes ayudan a los niños a interpretar y profundizar en el universo creado por el autor: texto e ilustración se entrelazan en un vínculo simbiótico.
Taina Almodóvar capta la esencia del relato y la plasma de manera fascinante, en perfecta armonía con las ideas de Toral. En La oscuridad, la noche no es solo ausencia de luz, sino el territorio del no saber, del misterio y de lo oculto en nosotros mismos.
El niño que teme a la oscuridad representa al ser humano ante la incertidumbre de la existencia: tememos lo que no comprendemos, lo que no podemos ver con los ojos de la razón. Desde una mirada filosófica, el relato expresa el tránsito del miedo al conocimiento, del rechazo al asombro.
El protagonista inicia su viaje en el miedo —una emoción primaria que lo separa del mundo—, pero al decidir adentrarse en la oscuridad, emprende un proceso de autoconocimiento. No se queda en la pasividad del temor: se convierte en un filósofo inocente, un buscador de sentido.
En su exploración, descubre que la oscuridad no era un vacío amenazante, sino un espacio lleno de vida: estrellas, grillos, luciérnagas, el brillo del gato y del búho. La noche revela su belleza invisible, aquello que solo se muestra a quien se atreve a mirar sin miedo.
Así, el cuento encierra una enseñanza profunda: no tememos a la oscuridad, sino a la luz que aún no sabemos encender dentro de ella. La oscuridad se convierte en símbolo de la interioridad y del misterio de la existencia. Quien aprende a contemplarla con ternura, como el niño al final del relato, deja de oponerse a ella y descubre que dentro de la noche también habita la claridad.
Oscuridad y luz no son enemigos opuestos, sino dos rostros de una misma realidad, como el yin y el yang: sin noche no hay amanecer, sin sombra no hay profundidad. Cuando la oscuridad llega “agarrada de la mano del alba”, el cuento culmina con una reconciliación ontológica: el niño ya no teme porque ha comprendido que toda oscuridad contiene su propia promesa de luz.
Ha pasado del miedo al asombro, de la ignorancia a la sabiduría, de la angustia a la serenidad. El miedo a la oscuridad, tan frecuente en la infancia, no es simplemente temor a la falta de luz, sino una manifestación simbólica de angustias más hondas. En este relato, la oscuridad encarna lo desconocido, lo incontrolable y, sobre todo, aquello que el niño aún no comprende de sí mismo. Temerle a la noche equivale a temer a las propias emociones, a los impulsos y pensamientos invisibles pero presentes en el interior.
Desde la psicología del desarrollo, el cuento refleja una etapa crucial: el paso del miedo imaginario a la comprensión simbólica. En los primeros años, los niños proyectan sus temores internos en figuras externas —monstruos, brujas, dragones— como una forma de darles rostro y poder enfrentarlas. Pero en esta historia, el protagonista realiza un proceso de desproyección: se atreve a mirar la oscuridad sin esos filtros del miedo y descubre que lo temido no era maligno, sino bello, natural y lleno de vida.
El relato simboliza, entonces, un proceso de integración psicológica: el niño deja de rechazar lo oscuro —lo desconocido, lo reprimido— y lo incorpora a su mundo interno como algo que también le pertenece. Este acto tiene un profundo valor terapéutico: implica reconocer que la oscuridad no está afuera, sino también dentro de uno mismo, y que aceptarla es parte del crecimiento.
La abuela representa la sabiduría ancestral y la figura de apego seguro: ese vínculo afectivo que brinda al niño la confianza necesaria para explorar lo temido. Ella le ofrece un marco de contención, un “permiso emocional” para enfrentarse a su miedo con curiosidad y no con vergüenza. Gracias a esa guía amorosa, el niño transforma la angustia en asombro.

Cuando finalmente la oscuridad llega “acompañada de la brisa, la luna, los grillos y los ojos del búho”, el miedo se convierte en admiración: la noche se vuelve belleza, ritmo, sonido, vida. Es la misma emoción, pero mirada desde un lugar más maduro y consciente.
Esta transformación es el signo del crecimiento emocional: el niño deja de ver el mundo como amenaza y empieza a contemplarlo como misterio. El cuento, por tanto, no narra solo una anécdota infantil, sino una metáfora del desarrollo humano: el tránsito de la ansiedad a la aceptación, del temor a la comprensión, del rechazo a la integración.
La oscuridad deja de ser enemiga y se convierte en una aliada: una maestra silenciosa que enseña a mirar dentro de uno mismo sin miedo.
En este relato, la oscuridad trasciende su condición física para transformarse en un símbolo espiritual del alma humana. El niño que teme a la noche representa a todo ser que, en su camino de vida, siente temor ante lo invisible, ante aquello que no puede controlar ni comprender. Ese miedo no es más que la resistencia del ego a mirar hacia adentro, a entrar en el silencio donde no hay certezas, pero sí verdad.
Desde esta perspectiva, el cuento expresa una iniciación espiritual: el paso de la ignorancia a la comprensión, del temor a la fe, de la separación a la unidad.
El niño que decide buscar a la oscuridad emprende un viaje interior, una búsqueda del alma, guiado no por la razón, sino por la sabiduría ancestral encarnada en la figura de la abuela. Ella es la maestra interior, la voz del espíritu que le susurra que la oscuridad no se vence, sino que se abraza.
Cuando la oscuridad “llega acompañada de la brisa, de los ojos del búho, de las constelaciones y del resplandor de las luciérnagas”, el texto nos revela su verdad: la oscuridad no es ausencia de luz, sino la matriz donde la luz nace. Es el viento silencioso del universo, el lugar donde todo germina antes de ser visto. En ella habita la sabiduría invisible, la respiración del cosmos, la música de lo eterno.
El niño deja de temer porque ha reconocido lo sagrado en lo que antes llamaba miedo. Descubre que la oscuridad no es enemiga, sino madre: envuelve, protege, enseña. Su miedo se transforma en reverencia. Comprende que lo divino no está solo en la claridad del día, sino también en el misterio nocturno. Donde antes había temor, ahora hay comunión.
Al final, cuando “la oscuridad llega agarrada de la mano del alba”, el cuento revela su sentido espiritual más profundo: la unidad entre luz y sombra, entre noche y amanecer. La iluminación no consiste en expulsar la oscuridad, sino en reconocer que ambas forman parte del mismo latido universal.
El niño despierta, y con él, el alma humana: ya no teme al silencio porque en él escucha el canto de Dios; ya no teme a la noche porque ha encontrado su propia luz interior.
El uso de líneas, luces, sombras, formas y colores complementa un estilo visual delicado y armonioso.

Para la infancia,
un cocuyo descubre la belleza
que habita en la noche:
en el jardín,
en la pradera.
Un pato pekinés
deja atrás el miedo a la oscuridad
cuando sale a buscar a su primo,
el cisne perdido,
y en su vuelo valiente
se convierte en Súper Pato.
El cuento ‘La oscuridad’ es, en esencia, una gran metáfora del proceso interior del ser humano frente a sus propios temores.
La noche no es simplemente ausencia de luz, sino el símbolo de todo aquello que desconocemos, tememos o evitamos mirar dentro de nosotros mismos. En ella habitan nuestras dudas, heridas y sombras, pero también el germen de nuestra verdad más profunda.
Pedrito tiembla,
su juguete ha caído
por las escaleras.
Las luces están apagadas
y el silencio
parece más grande.
Su hermanita lo anima:
—Ve, baja la escalinata,
no te pasará nada.
Es igual que de día,
solo que sin luz.
Entonces Pedrito respira,
se arma de valor,
baja despacito,
encuentra su juguete
y ríe feliz
junto a su hermana.
El niño que teme a la oscuridad representa la conciencia inconsciente, aquella que aún no ha aprendido a convivir con su propio misterio. El miedo es la reacción natural ante lo desconocido, pero también el primer paso hacia la sabiduría.
Jeremy, Miriam y Juliana
deciden salir a bailar,
sin ningún temor,
a la luz de la luna.
Se hacen amigos de la noche,
cantan a las estrellas
y sonríen felices
viendo danzar a las luciérnagas.
En el cuento, ese miedo inicial se transforma poco a poco en búsqueda: el niño decide ir hacia la oscuridad, lo que metafóricamente significa atreverse a mirar dentro de sí mismo. Cada elemento que descubre: la luna, los grillos, los ojos del gato, las luciérnagas, es una imagen de la luz que habita dentro de la sombra. Son las pequeñas llamas interiores que solo se revelan cuando el alma deja de resistirse y se atreve a mirar.
La oscuridad deja de ser un espacio de amenaza para convertirse en un lugar de revelación: donde antes no había claridad, ahora aparece la profundidad. La figura de la abuela simboliza la sabiduría interna y la memoria ancestral que guía al alma en su travesía. Ella enseña al niño que la oscuridad no se combate, sino que se comprende.
Así, el cuento plantea que el crecimiento no consiste en huir del miedo, sino en transformarlo en conocimiento, en luz interior. Cuando “la oscuridad llega agarrada de la mano del alba”, el relato alcanza su sentido metafórico pleno: la unión entre luz y sombra simboliza la integración del yo. No hay día sin noche, ni claridad sin oscuridad. En ese equilibrio habita la madurez emocional y espiritual.
El niño que ya no teme a la noche representa al ser humano que ha aprendido a aceptar todas sus partes, incluso aquellas que antes rechazaba. En definitiva, el cuento es una metáfora del viaje de autodescubrimiento: nos enseña que la oscuridad no es el fin de la luz, sino su origen; no es enemiga, sino espejo.
Enfrentarla es aprender a convivir con lo invisible, con lo incierto, con lo esencial.
Juan Carlos Toral pinta un mundo donde ya no hay que enfrentarse a monstruos con garras ni esconderse bajo la colcha. Las pesadillas desaparecen, y los padres encuentran herramientas para ayudar a los más pequeños a superar sus temores nocturnos.
Este cuento es, verdaderamente, una linterna mágica que crea luz en medio de la oscuridad.
Ya no tengo miedo a la noche.
Aprendí que las sombras que proyecta
no son fantasmas,
ni monstruos que quieren atacarme.
La noche, al igual que el día,
es maravillosa:
de día me alumbra el sol,
de noche, las estrellitas
y la luna redonda
que me mira y sonríe.
La noche es tan divertida.
Hoy jugaré haciendo sombras
con mi linterna,
con mis manos
y con mis juguetes.
¡La pasaré fenomenal!
Entre las sombras de la noche
perseguiré monstruos peludos
y fantasmas medio bobos,
hasta que bostece
con cara de sueño.
Ellos jugarán conmigo
a la rueda rueda
y a un sinfín de juegos más,
hasta que caiga rendido en mi cama.
Entonces, ellos velarán mi sueño.
Ahora serán
los guardianes de mis noches.
Juan Carlos Toral, Gracias por ser un prestidigitador de luz en la oscuridad.
Gracias por ser un mago que disipa el temor.
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