Dedicado a Yanela Hernández, actriz y voz del teatro dominicano,
y a Iván Gatón, diplomático y pensador de la identidad caribeña,
guardianes del alma dominicana,
por su palabra encendida, su defensa de la raíz
y su compromiso con lo que somos.
La cultura no nace del aire.
Ni se baja por Wi-Fi.
La cultura nace donde el cuerpo toca tierra,
donde el alma respira salitre
y la historia se cocina a fuego lento.
Nace del sol que no perdona,
de la brisa que sopla con sabor a mar.
Del pilón que canta en la cocina, del gallo que no sabe de relojes.
Del merengue que suena aunque nadie lo ponga.
Del saludo con beso, del grito con risa, del abrazo sin cita previa.
La cultura es el olor del patio, la mata de plátano,
la voz de la abuela que no estudió lingüística
pero sabía contar historias con ritmo y verdad.
Eso es geocultura.
Una palabra que suena a simposio,
pero que en verdad huele a tierra mojada.
Es lo que somos: historia, costumbre y carácter
amarrados al suelo donde vivimos, sufrimos, gozamos.
Es la forma en que el territorio habla a través de nosotros,
cómo caminamos, cómo cocinamos, cómo lloramos.
Es la patria que llevamos en los gestos, no en los papeles.
Y eso —aunque no lo sepa Google—
no se copia, no se compra ni se traduce.
Pero nos están arrancando esa raíz.
Nos venden modernidad envasada,
progreso con olor a plástico nuevo.
Nos dicen qué comer, cómo hablar,
qué cuerpos tener, qué palabras usar
para no incomodar a quienes nunca entendieron lo que somos.
Nos invitan a borrarnos con una sonrisa.
Y lo hacemos.
Nuestros hijos ya no quieren mangú;
piden pancakes sin saber freír un huevo.
Ya no dicen “¡ay, mi madre!”, dicen “bro”.
Ya no bailan perico ripiao;
repiten pasos virales sin alma.
Y no es culpa de ellos.
Es parte del bombardeo.
Una guerra sin balas, pero con algoritmos.
Una colonización sin barcos, pero con redes.
Nos están arrancando del mapa del alma.
Y eso no es progreso:
es renegar del origen.
Un país que olvida su geografía cultural
se vuelve una sucursal sin alma.
Un showroom de costumbres ajenas.
Una vitrina sin raíz.
Y no hablo solo del folclor de vitrina.
Hablo del modo en que criamos,
en que enterramos a nuestros muertos,
en que compartimos el café y el chisme,
en que decimos “ven acá” y todo el mundo entiende.
Hablo del “no hay, pero te guardo un chin”,
del “ese muchacho es mío aunque no lo parí”,
del “entra, que cabemos to”
y del “dale pa’ cá, que hay ma comía”.
No se trata de encerrarnos ni de rechazar lo ajeno.
Se trata de saber quiénes somos antes de abrir la puerta.
Porque quien no tiene techo propio, termina viviendo en casa prestada.
Y quien olvida su voz, solo repite lo que otros dicen.
La geocultura dominicana está en peligro.
Nos quieren uniformar, alisar, traducir, volver neutros.
Pero un país sin acento es un país sin historia.
Lo más triste es que a veces somos nosotros mismos quienes hacemos la fila para perder lo nuestro.
Cambiamos el fogón por el microondas,
el cuento del abuelo por el celular
Y así, sin darnos cuenta, fuimos perdiendo el pulso.
Porque una bachata sin ritmo
es como un corazón que no late:
canción sin tierra, sin memoria.
Y lo hacemos creyendo que así ascendemos.
Como si flotar fuera mejor que pertenecer.
Pero hay que volver al suelo.
A la tierra negra y al mar Caribe.
A la caña que corta y a la voz que canta.
A los valores que nos hicieron resistir
cuando se decía que no podíamos.
Porque lo dominicano no es atraso:
es chispa, mezcla, resistencia, alma y corazón.
La verdadera modernidad no niega el origen:
lo reconoce, lo honra,
y desde ahí construye futuro.
Y mientras el pueblo resiste,
hay quienes gobiernan sin saber para qué sirve la cultura.
Llegan al poder con promesas,
pero no con un plan.
Creen que cultura es decorado, y el Ministerio de Cultura, un escaparate para lucirse los domingos.
Nombran políticos sin alma, sin oído, sin memoria.
Burócratas con traje, corbata y sin pulso,
sin fuego en el pecho, sin dolor en su alma,
incapaces de estremecerse con la furia de un verso encendido.
Les falta calle, les falta alma…
y les sobra protocolo para disimular el vacío.
Y el presupuesto, ese poquito que queda,
se les escurre como agua entre los dedos.
Se va en papeles, en viajes, en paredes sin contenido.
Y el artista, el artesano, la maestra de teatro en un barrio,
el director de un grupo de un municipio,
siguen creando sin recursos,
como quien siembra sin machete,
como quien canta sin voz.
¿Y ahora qué?
Que las escuelas no solo enseñen mapas,
sino también canciones, sabores, leyendas.
Que nuestros niños no repitan capitales,
sino que descubran qué se siembra, qué se baila y qué se celebra en cada pedazo de suelo.
Que los programas educativos incluyan a Juan Antonio Alix,
a los poetas de la calle, a los sabios del monte,
a los que cuentan cuentos sin escribirlos.
Que la voz de la cultura popular no se quede fuera del aula.
Que las rutas escolares incluyan visitas a artesanos, centros culturales, casas de tradición.
Que las radios comunitarias y los museos vivos sean parte del sistema educativo.
Que los creadores culturales de los barrios y las provincias
tengan respaldo real:
acceso a fondos, materiales, espacios, difusión, y continuidad.
No discursos vacíos ni “eventicos” para tomarse fotos.
Que la artesanía no se vea como adorno,
sino como testimonio.
Que la tambora no se esconda,
sino que retumbe con orgullo en las redes, en las esquinas, en los teatros.
Que el arte dominicano no sea un lujo,
sino un derecho visible y cercano.
Y que desde la infancia cultivemos el orgullo,
para que ningún niño crea que está atrasado por hablar como su gente,
por comer víveres,
o por bailar sin miedo al sudor.
La geografía del alma dominicana no termina en la isla.
También está en la maleta del migrante.
En el dominicano que echa pa’lante en Nueva York, en Madrid o en Puerto Rico.
Ese que pone a sonar una bachata en el metro,
que le da sazón a una olla ajena con su acento.
Ellos también resisten el olvido.
También hacen patria donde pisan.
También gritan “¡Esto es mío!”
cuando el alma les aprieta.
Nuestra geocultura ha sido defendida con la palabra, el machete, la flor, la voz y la sangre.
Desde antes de que el mundo conocido se partiera en dos,
ya nuestros ancestros alzaban su espíritu para proteger la raíz.
Anacaona no solo tejía versos en el areíto,
sino dignidad en su cuerpo alzado frente a la traición.
Enriquillo desafió al imperio con honor y estrategia.
Lemba encendió las cordilleras con su grito cimarrón.
No fueron derrotas: fueron semillas.
Más tarde, otros siguieron cargando esa antorcha encendida por la dignidad:
Juan Pablo Duarte soñó una nación desde la virtud;
María Trinidad Sánchez bordó la bandera con su último aliento;
Gregorio Luperón la sostuvo con su espada;
y Olivorio Mateo, el profeta de la montaña, la regó con fe y misticismo.
Enrique Jiménez Moya cruzó mares con fuego en el pecho y patria en la mirada.
Manolo Tavárez Justo prefirió caer con sus ideas en alto.
Las Hermanas Mirabal siguen floreciendo cada vez que alguien dice “¡Basta!”.
Cada uno, a su modo, sostuvo esta patria desde el alma,
resistiendo al olvido,
al desarraigo impuesto,
y a los que han querido convertir la cultura en adorno o mercancía.
Porque ellos sabían —y lo dejaron escrito en fuego—
que sin identidad no hay libertad que dure,
ni tierra que se ame.
Defender la geocultura es también defender la soberanía.
Porque un país no solo se pierde por el mar o la frontera:
también se pierde cuando se nos va del alma lo que nos hacía únicos.
Y se recupera…
cuando volvemos a decirlo —con el pecho lleno—:
¡Esto es lo mío!
¡Esto es lo nuestro!
¡Esto es de aquí, del pecho y la tierra!
¡No se vende, no se alquila!
¡Se honra como se honra una madre!
¡Porque es lo que somos!
¡Porque sin memoria, no hay mañana!
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