Dedicado a Martín Meléndez Valencia, ingeniero, docente y sembrador de conciencia. Por su fe en la ciencia con alma, y en la tierra con memoria.
Desde Los Palos Altos
Vivo en Los Palos Altos, en San José de Ocoa. Esta montaña forma parte de la Cordillera Central, antes de llegar a Valle Nuevo. A mil setecientos metros de altura cultivo aguacates y escucho el lenguaje del paisaje: el silencio de las hojas, la neblina que desciende sin aviso, el canto entrecortado de los ríos.
He visto al agua cambiar de rostro, esconderse, desaparecer. Y lo más triste: cómo la dejamos ir, como si no pudiera acabarse.
Este texto nace del barro que llevo en las uñas. Porque sin agua no hay vida, y aún estamos a tiempo de cuidarla.
“El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva.” (Juan 7:38)
Donde brotaba el agua
Nací entre montañas, donde el agua no era un problema, sino un milagro cotidiano. Los ríos bajaban cantando entre piedras y helechos, y uno se acostumbraba a ver el rocío como quien ve la ternura de Dios sobre las hojas. El agua era tan generosa que nadie hablaba de ella como un recurso. Era parte de la vida, como el aire o la fe.
Pero los manantiales ya no cantan igual. Algunos se han secado del todo. Otros bajan tímidos, como si se avergonzaran de no ser lo que fueron. El olor de la tierra mojada después de la lluvia se ha vuelto raro, y la esperanza de un aguacero ya no trae fiesta, sino ansiedad.
El país no sabe lo que pierde
Vivimos sobre un tesoro y no lo sabemos. Dominicana es uno de los pocos países del Caribe con ríos vivos, con acuíferos subterráneos aún abundantes, con montañas sembradas de agua. Y sin embargo, actuamos como si el agua fuera infinita, como si no doliera perderla.
En este país, la mitad de los hogares recibe agua solo uno a tres días a la semana. En barrios de Santo Domingo, hay gente que pasa veinte días sin una gota. En los campos, los agricultores ven morir sus cosechas y sus animales. Y en las casas de clase media, se paga por cisternas, bombas, tinacos, botellones… hasta el silencio del grifo tiene su precio.
Pero el agua no es solo un problema de tuberías. Es una tragedia nacional mal contada.

El alma del agua
¿Cómo explicar lo que significa el agua para quien cultiva? No es solo un insumo. Es la diferencia entre cosecha y hambre, entre dignidad y abandono. Quien trabaja la tierra sabe que el agua es compañera, madre, sustento. Y también sabe que ya no llega como antes. Los pozos se hunden más hondo, los ríos se acuestan más temprano, las lluvias llegan mal y se van peor.
Y en la ciudad, aunque haya pisos, contratos y comodidades aparentes, también se siente la sed. Lavar, cocinar, limpiar, cuidar a los hijos o a un enfermo… todo gira en torno al agua. Cuando falta, la casa se desordena, el ánimo se crispa, y la vida cotidiana se vuelve frágil y vulnerable.
El agua es invisible hasta que escasea. Entonces se revela: es civilización, salud, descanso, paz.
¿Cómo dejamos llegar esto tan lejos?
La respuesta duele. Lo dejamos pasar. Las autoridades no planificaron. Las instituciones trabajaron cada una por su lado, sin diálogo ni visión de futuro. Pero también es cierto que como ciudadanos fuimos cómplices del descuido. Se talaron bosques, se cementaron cuencas, se contaminaron ríos, se aceptaron malas prácticas por comodidad o silencio.
Según cifras oficiales, el país pierde más del 50% del agua potable en fugas, averías o conexiones ilegales. Y el 70% de las aguas residuales se vierte sin tratar en nuestros ríos y arroyos. No es solo escasez: es negligencia. Y también es una forma de injusticia, porque los más pobres son siempre los que más sufren cuando el agua falta.
Volver a mirar el agua
Hay que cambiar la forma en que miramos el agua. No como un recurso técnico, sino como un bien sagrado, como una responsabilidad compartida. El agua debe ser tema de conversación familiar, escolar y política. Debe estar en la agenda pública como un derecho, pero también como una bendición que hay que cuidar.
Cuidar el agua no es un lujo moderno es una urgencia patriótica.
Hay que sembrar cuencas, proteger las montañas, castigar la contaminación, invertir en infraestructura, regular el consumo y educar a la población. Pero sobre todo, hay que volver a amar el agua. Sentirla. Entender su poder. Y agradecerla, antes de que solo la tengamos en la memoria.
Lo que aún podemos salvar
Todavía estamos a tiempo.
Aún hay ríos que respiran. Aún hay mañanas que despiertan con rocío en los tejados. Aún hay niños que chapalean en charcos sin saber que son herederos de un milagro.
Podemos enseñarles que el agua no viene de la llave, sino de las nubes, del monte, de las raíces que abrazan la tierra. Podemos sembrar en ellos —y en nosotros— la certeza de que cuidar el agua es cuidar la vida, la historia, el país.
No todo está perdido. Pero si no actuamos ahora, sí podría estarlo.
Defender el agua es defender el futuro. Es pararse frente a la indiferencia y decir: hasta aquí. Es negarse a que la patria se seque de a poco, mientras miramos hacia otro lado. Es amar la tierra como se ama lo que no tiene reemplazo.
Que este ensayo sirva como una gota más en ese río de voces que crece.
Porque sin agua no hay cosecha.
Sin agua no hay canción.
Sin agua no hay infancia, ni fuego, ni bandera.
El agua es el don que dejamos ir.
Pero si volvemos a amarla, si volvemos a nombrarla como sagrada, aún podemos escribir otra historia.
Una donde el agua no huya.
Una donde vuelva a quedarse.
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