La belleza será convulsa o no será. Andre Breton
Uno de los síntomas de la llamada posmodernidad es el abuso de los prefijos, generalmente descentrándolos de su sentido original hasta no saber a qué nos referimos. Es el caso del adminículo meta. De todos es sabido que Tarski propuso el concepto de metalenguaje en la lógica simbólica, para distinguir el lenguaje como objeto de estudio, del utilizado como herramienta de abordaje. De este modo, en un ámbito más subjetivo, cuando la ars poética aspira a una exploración de cómo leer o escribir poemas, estaríamos frente un meta/texto/poético. El clásico ejemplo en este contexto es la ars poética de Huidobro. A grandes rasgos, avizoramos la raíz epistémica de un extendido malentendido.
En el caso de la poeta Rosalina Benjamín, su propuesta meta-textual aparece esparcida en varios deslumbrantes poemas pero, más concretamente, en escribir de vicio donde propone la anulación de los signos de puntuación (reivindicando la escritura automática); la búsqueda de las palabras retorcidas (síntoma del desgarramiento poético); que la página golosa nos engulla desde el miedo suspensivo del principio (anulación del sujeto en la palabra pura), hasta el culposo punto final del poema (poesía como supresión). Abortar, en fin, el poema y su mitosis cuasi eterna, génesis de otra corporalidad. “Escribir recordando el futuro” propone una materialización casi imposible de la atemporalidad buscada en todo poema trascendente:
Escribir como escribo: en
medio de todos los chillidos. Enervándome. Escribiendo
palabras GRANDES… jubilo- sas… remarcadas y
torcidas… danzantes… como aquellas olvidadas que se
abrazaban peligrando en las anchas líneas del primer
cuaderno.
La propuesta textual de la poeta nos acerca al manejo del tema: el cuerpo como tejido (texto) que se expresa en la dinámica del espacio propio de lo singular. Ese lugar privado del poema que para la poeta es la página convulsa donde las imágenes van recogiendo asombros. Pero no se trata del cuerpo para ser habitado, sino de ese otro evanescente que nos habita a veces, y otras veces se transfigura en una ciudad para entrar y salir. Esta ciudad/cuerpo nos propone el símbolo de una desgarradura emocional: fue una vez sitiada, y es entonces cuando el dibujo de lo reprimido se va haciendo visible en versos, a despecho de la propia escritora.
Una poética del cuerpo no puede alejarse demasiado de la filosofía de la corporalidad (Deleuze, Bergson, para referir dos oposiciones). En el cuerpo se escribe la historia de la humanidad y su política. De la política del cuerpo Rosalina retorna a una erótica descarnada (debí decir encarnada), pero a al mismo tiempo inocente y sufrida. El cuerpo transido persiste “anhelante de la devastación”, escamoteando en las metáforas y retruécanos su deseo de ofrecerse puerta abierta de una indefensa ciudad sitiada; cuerpo huérfano, imposible y roto. Las partes del poema son cuerpo desmembrado. No se trata de la simple anatomía sino de representación y vaciamiento, de puesta en escena del ser más acá de la máscara social. Es la danza relacional de la palabra y la ausencia, del erotismo como investimento y del otro como monstruo invasor de las cavernas orgánicas. Pero también el cuerpo puede ser texto puro, recuperación, ex/sistencia en la página, y se ríe y dentro retumba la voz de la poeta. Aunque a veces existir –si nos atenemos a la raíz latina– es un ponerse afuera, cuando la poeta canta arrebatada de su propio cuerpo, buscando “ser lo que no puede ser pensado”, acepta quizá la radical sentencia de Jenaro Talens: el poema está obligado a decir lo que no se ha dicho.
La poeta, desde el umbral, explora el adentro, “la cueva de letras luminosas” que es el ser, y en la orilla espera las aguas del lenguaje. Oxímoron (oscuridad/luz) que abre las posibilidades de abismarse a explorar los mundos interiores siempre posibles con la luz que arroja el poema. Pero es una luz que proviene del pecho de la poeta: “el nervio de la luz que bulle aquí en el fondo”. Si como afirma aristotélicamente Whitman, el cuerpo no vale menos que el alma, se debe entonces procurar la entrega no la profanación:
Ven a ver el frío que agarrota cuando no hay miedo en los
[nudillos
que intentan justificarnos desde fuera.
Y qué cálida cierra en las entrañas su garra el pavor al
tocar
[el nervio de la luz que bulle
aquí en el fondo.
Pero, siempre temerosa del vértigo y del fuego trasformador de un tiempo consustanciando noche y madrugada, la poeta nos espeta:
¿Cuánta nada cabe en esta grieta que me soy?
El cuerpo que escribe se revela cuerpo de mujer. En la filosofía Foucualtiana, la distinción entre el cuerpo y la máquina de producción supone la salida del esclavismo. En este caso, Rosalina parece acercarse más a un erotismo liberador: la desfachatez de Henry Miller, la putería de Anaís Nin, la estética de la perversión del Marqués de Sade. Toda buena poeta implica una negación de la mujer ordinaria. Estos versos evidencian quiebres semióticos con temas tabúes como la virginidad y la maternidad: el cordón umbilical que rueda y sangra entre las piernas, las calientes ventanas del vientre, la costilla faltante, todos símbolos de un cuerpo deseante y consciente de su vulnerabilidad; en fin, cuerpo femenino abierto en su lenguaje poético fulgurante que deja ver lecturas para no temer al objeto del goce. Cabeza para perderse, tronco para gozar, extremidades para el escape y el retorno.
La investigación de lo sublime no obliga a ciertas palabras del lenguaje llano integrados al texto. Ese forcejeo grosso/sutil, quizá, innecesario, es una concesión que la poeta hace a cierta “estética” de una generación que ella trasciende en la recuperación estético-reflexivo del poema real. Allí celebro, participo de ese cuerpo que se ofrece completo en la convulsa belleza, en la arqueología del deseo; este cuestionamiento radical a la escritura en boga a partir de un hombrecito que quiso girar la tradición poética dominicana al anacronismo beat. Aparece entonces una mujer y crece, dejando las llanuras de la inmediatez, las mojigaterías seudorrománticas, afianzándose con pie propio en la trascripción del deseo, trasfiguración de una poesía madura.
Primero fue el caos la oscuridad y el agua, pero el Demiurgo (la Demiurga) dijo: hágase el poema, y se hizo.
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