Con profundo respeto, deseo puntualizar algunos aspectos que no comparto lo escrito por el Dr. Manuel Matos Moquete sobre La Casa de Alofoke y su protagonista.

No escribo para responder a un hombre ni para discutir con un programa popular.

Escribo para un país.

Y para quienes, por mandato constitucional y por deber moral, están llamados a resguardar la educación, la cultura y la salud espiritual de la República Dominicana.

En los últimos días, mi ensayo generó una oleada de reacciones en espacios públicos, privados y digitales. Pero, pese a los esfuerzos de algunos por colocar a una figura mediática en el centro del debate, lo verdaderamente urgente no es un nombre propio, sino lo que ese fenómeno revela de nuestra fragilidad institucional y cultural.

Alofoke no es mi adversario.

Mi adversario —y debería serlo de toda sociedad responsable— es la degradación cultural que avanza sin resistencia.

Porque ya no es un secreto: la vulgaridad se ha normalizado como entretenimiento; la obscenidad se disfraza de creatividad; la violencia verbal se aplaude como valentía.

¿Estamos elevando la conciencia de la nación o estamos renunciando a nuestra responsabilidad ética y pedagógica cómo intelectuales?

Y lo más grave es que, cuando las instituciones llamadas a proteger la educación, el orden moral y la sensibilidad colectiva no accionan, terminan también formando parte del problema. Ese es el punto donde, como país, debemos detenernos.

No estamos ante un simple fenómeno mediático.

Estamos ante una falla institucional.

En una nación con políticas culturales firmes, con una educación comprometida con la formación del criterio, con autoridades conscientes del peso ético de sus decisiones, ningún contenido dañino encontraría el terreno fértil que hoy posee. El ruido solo se convierte en modelo cuando la educación abdica y el Estado renuncia a su rol formador.

No escribo para promover la censura —la censura es la herramienta de quienes renuncian a educar—, pero sí para recordar que permitir, por omisión, que un ecosistema tóxico modele la sensibilidad de nuestros jóvenes es una forma peligrosa de abandono estatal.

Escribo desde mis fundamentos, desde la tradición que me formó y me sostiene:

Eugenio María de Hostos, Salomé Ureña, Ercilia Pepín, Pedro Henríquez Ureña.

Ellos entendieron que la educación es el acto político más delicado y decisivo de una nación.

No puede improvisarse.

No puede delegarse en modas.

No puede entregarse al mercado ni al aplauso fácil.

No puede quedar a merced del ruido.

Y si hay un país que debería protegerse de la banalidad, es este: una nación cuya identidad cultural se ha sostenido sobre la palabra, la ética, el esfuerzo y la vocación de elevar al ser humano, no de rebajarlo. Hablo del país de Duarte, Luperón, las Hermanas Mirabal, Salomé Ureña, Pedro Henríquez Ureña y tantos otros que engrandecen nuestra memoria cultural.

El señor Matos Moquete, a quien respeto, ha planteado que en La Casa de Alofoke se escuchan “infernales delicias” y que las vulgaridades allí expuestas son parte de su éxito. Sin embargo, considero que esa valoración desvía un debate que podría —y debería— ser mucho más profundo.

Siguiendo esa lógica, ¿qué deberíamos hacer entonces?

¿Permitir que la narcoestética y la normalización de la violencia sigan moldeando el imaginario juvenil?

¿Naturalizar la sexualización temprana de nuestros niños y niñas como si fuera inevitable?

¿Celebrar la ausencia de educación, civismo y disciplina como expresiones auténticas del “pueblo real”?

¿Validar la instrumentalización del cuerpo femenino, la misoginia y la violencia simbólica que tanto hemos intentado erradicar?

Mi reflexión no busca censurar a nadie ni negar el origen social de ningún fenómeno cultural. El debate no es sobre quiénes participan, sino sobre qué valores estamos legitimando y qué modelos de conducta se normalizan en una sociedad frágil, desigual y con profundas grietas educativas.

Los medios masivos tienen hoy una influencia que antes solo tenían la escuela, la familia y la iglesia. Por eso, quienes pensamos, escribimos y trabajamos desde la cultura debemos preguntarnos:

¿Estamos elevando la conciencia de la nación o estamos renunciando a nuestra responsabilidad ética y pedagógica cómo intelectuales?

Mis palabras no buscan confrontar al señor Matos Moquete, sino  a proponer un diálogo  —sin complacencias ni reduccionismos— sobre el tipo de sociedad que estamos construyendo y sobre el papel que, como intelectuales, nos corresponde asumir para defender la dignidad, la educación y la cultura que heredamos de quienes nos precedieron.

Alofokización del país: cuando la vulgaridad se vuelve cultura

Danilo Ginebra

Publicista y director de teatro

Danilo Ginebra. Director de teatro, publicista y gestor cultural, reconocido por su innovación y compromiso con los valores patrióticos y sociales. Su dedicación al arte, la publicidad y la política refleja su incansable esfuerzo por el bienestar colectivo. Se distingue por su trato afable y su solidaridad.

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