Vivimos en una sociedad donde la vulgaridad se ha convertido en paisaje cotidiano. La degradación de los valores humanos, cívicos y morales se exhibe sin pudor en la televisión, la radio y las redes sociales. Hoy la desvergüenza recibe aplausos, “likes” y contratos publicitarios, mientras la formación ética de nuestros jóvenes y el sentido de responsabilidad ciudadana se arrinconan en un espacio cada vez más estrecho.  

No se trata de nostalgia por un pasado idealizado, sino de alarma ante una realidad que amenaza el alma colectiva. Publicitarias, empresas y autoridades patrocinan la banalidad sin medir su impacto, y el Estado —con sus instituciones culturales y educativas— parece haber renunciado a su deber moral de orientar a la nación. Esta degradación no es abstracta: se filtra en la vida cotidiana y moldea silenciosamente la educación de nuestros niños y adolescentes.  

El espectáculo de la vulgaridad ya no es solo entretenimiento; se ha convertido en referente, en modelo de éxito, en el nuevo lenguaje dominante. Abundan los ejemplos: programas que celebran el escándalo, concursos de “influencers” que premian la provocación, políticos que privilegian la coreografía sobre la propuesta y redes donde la notoriedad se confunde con mérito. La mediocridad se normaliza. La inteligencia y el esfuerzo, no.  

Este ensayo examina cómo la vulgaridad se ha infiltrado en la vida cotidiana, en el liderazgo juvenil y en la política; cuál es la responsabilidad de las instituciones y del Estado; y qué papel debemos asumir como sociedad para recuperar la altura moral y la dignidad cultural de la República Dominicana.  

El espectáculo de la vulgaridad 

Muchos medios dominicanos han dejado de ser espacios de reflexión para convertirse en vitrinas de exhibicionismo. Televisión, radio y plataformas digitales compiten por provocar el escándalo más grotesco. 

La llamada “Casa de Alofoke” se ha convertido en símbolo de esta corriente: morbo disfrazado de libertad, agresión celebrada como autenticidad y vulgaridad presentada como modernidad. 

El verdadero peligro no es la existencia de estos espacios, sino su legitimación. Cuando bancos, empresas y organismos del Estado financian tales contenidos, envían un mensaje inequívoco a la juventud: el éxito se alcanza exhibiendo el cuerpo, insultando al otro o ridiculizando el esfuerzo intelectual. Así, la banalidad se vuelve moneda de cambio y el mal gusto, aspiración. 

Concursos que premian la provocación sexual o la desvergüenza elevan la mediocridad al rango de valor social. El entretenimiento pierde su inocencia y se convierte en pedagogía tóxica.  

Liderazgo emergente: del mérito al escándalo 

El liderazgo que hoy predomina no nace del estudio ni de la disciplina, sino de la notoriedad instantánea. La coherencia ética se vuelve irrelevante; la exposición del cuerpo y la confesión íntima, no. 

Mientras maestros, pensadores y artistas quedan relegados, los personajes más vulgares se convierten en referentes de millones. 

La sociedad del espectáculo ha desplazado a la sociedad del mérito. 

Los jóvenes confunden banalidad con éxito, popularidad con autoridad moral. 

La educación ética se diluye. La palabra reflexiva queda sepultada bajo gritos y “likes”.  

Política y banalización del poder 

La vulgaridad no se limita al entretenimiento: también corroe la política. 

Muchos políticos parecen hoy más ocupados en su puesta en escena que en la gestión pública. 

Spots electorales basados en música pegajosa y coreografías —en lugar de propuestas— evidencian este deterioro. 

Cuando la política se convierte en espectáculo, los ciudadanos dejan de ser actores de la democracia y pasan a ser espectadores. 

La mediocridad se normaliza, la responsabilidad pública se evapora. 

La forma sustituye al fondo; la impostura reemplaza la visión de Estado.  

Complicidad institucional y responsabilidad del Estado 

El deterioro moral y cultural no es únicamente responsabilidad de la sociedad civil. 

El Presidente de la República, el Ministerio de Cultura, el Ministerio de Educación y la Comisión Nacional de Espectáculos Públicos tienen el deber ineludible de actuar. 

No se trata de censurar, sino de elevar la moral de la nación y garantizar que los medios con concesiones estatales no normalicen la vulgaridad. 

Si seguimos aplaudiendo el insulto, la provocación sexual y la banalidad, formaremos generaciones sin criterio ético ni sentido de ciudadanía. 

La libertad de expresión, pilar de la democracia, debe coexistir con la obligación moral de proteger el alma colectiva.  

La tarea de todos: educación, familia y cultura 

La reconstrucción de nuestra sociedad exige responsabilidad compartida: 

Iglesias: predicar con coherencia, sin doble moral. 

Maestros, instituciones culturales y universidades: recuperar el liderazgo intelectual en las aulas. 

Medios, comunicadores y artistas: ofrecer alternativas éticas y reflexivas. 

Padres y madres: ser el primer ejemplo moral de sus hijos. 

Si no lo hacemos, serán los “influencers de la vulgaridad” quienes formen a los futuros líderes del país, no los educadores del conocimiento.  

Degradación evidente, oportunidades posibles 

  1. Programas y redes que glorifican la grosería por rating.
  2. Influencersque alcanzan fama global sin formación, sustentando su éxito en el insulto o la provocación. 
  3. Eventos patrocinados por grandes empresas que convierten la desvergüenza en espectáculo.

Pero también existen resistencias: instituciones culturales, escuelas de música y danza, colectivos juveniles que crean contenido formativo, teatros independientes, espacios de lectura y proyectos artísticos que desafían la banalidad. 

Ellos demuestran que la dignidad cultural puede reconstruirse.  

Recuperar la altura 

Todavía hay padres preocupados por sus hijos, instituciones culturales que actúan, jóvenes que leen en silencio, artistas que crean con obstinada nobleza, maestros que siembran vocaciones en aulas humildes y ciudadanos que se indignan con dignidad. 

No todo está perdido. 

La República Dominicana puede reconstruir su alma si se atreve a limpiar, como quien pule un espejo antiguo el polvo acumulado por la desidia moral. 

Basta poner límites a lo que degrada y elevar la mirada hacia lo que ennoblece. 

La ciudad también puede ser escenario de resistencia: una plaza donde un músico callejero rasga su guitarra sin más amplificación que el aire; un taller donde intelectuales y maestros reflexionan sobre su responsabilidad frente a la sociedad; un pequeño teatro donde niños y jóvenes recitan versos y descubren la belleza de la palabra; una biblioteca abierta que aún huele a papel, tinta y memoria. 

En esos gestos silenciosos se revela lo mejor de nosotros: la atención, la generosidad, la humanidad. 

Porque es en el silencio y no en el bullicio donde la patria verdaderamente respira. 

Que la vulgaridad no siga escribiendo nuestra historia. 

Que el aplauso sea para quien edifica, no para quien grita; para quien sueña, construye y deja un eco de humanidad donde otros solo dejan ruido. 

La cultura no es espectáculo: es latido, conciencia y refugio; es la raíz que sostiene al árbol cuando sopla el viento; el hilo invisible que une generaciones y rescata el sentido de lo que somos. 

Podemos mirarnos sin vergüenza, levantarnos sin miedo 

y recordar que la dignidad , aunque la vulgaridad del país intente borrarla, nunca muere: solo espera ser convocada. 

Danilo Ginebra

Publicista y director de teatro

Danilo Ginebra. Director de teatro, publicista y gestor cultural, reconocido por su innovación y compromiso con los valores patrióticos y sociales. Su dedicación al arte, la publicidad y la política refleja su incansable esfuerzo por el bienestar colectivo. Se distingue por su trato afable y su solidaridad.

Ver más