Prácticamente cumplido el primer año del segundo mandato del presidente Luis Abinader y del Partido Revolucionario Moderno (PRM), se impone un análisis serio y crítico desde el punto de vista económico, que confronte el discurso oficial con los hechos verificables y los impactos reales en la economía nacional. Lejos de consolidarse como un período de reformas estructurales, este primer año ha estado marcado por la improvisación, la baja ejecución presupuestaria, el clientelismo y decisiones económicas contradictorias que han debilitado la confianza en la estabilidad del país.
Uno de los eventos más relevantes fue la renegociación del contrato de concesión de los aeropuertos operados por Aerodom. Esta operación generó más de US$775 millones (aproximadamente RD$43,000 millones) en ingresos extraordinarios para el Estado. Desde el gobierno se anunció que esos recursos se destinarían a proyectos prioritarios, principalmente de infraestructura y desarrollo.
Sin embargo, no existe información pública clara ni precisa sobre el destino de esos fondos. Incluso muchas de las obras prometidas al momento del anuncio de la renegociación no se han iniciado, y los mecanismos institucionales de fiscalización han sido claramente insuficientes. Esta opacidad contradice el compromiso asumido por el propio presidente con la transparencia y la institucionalidad. Al día de hoy, el país sigue sin saber dónde están esos fondos, en qué se han invertido y qué beneficios tangibles ha recibido la ciudadanía.
Durante el primer semestre del año, la mayoría de los ministerios presentó niveles muy bajos de ejecución presupuestaria, especialmente en las partidas de inversión pública. Esta situación, además de reflejar una preocupante inercia en la gestión pública, limita el efecto dinamizador del gasto estatal sobre la economía real.
En un momento en que la economía requería estímulos claros, particularmente en sectores como la construcción, el agro, la innovación y la educación, el Estado no ejecutó los recursos disponibles, generando un clima de incertidumbre y desaceleración.
En el ámbito monetario, el gobierno y el Banco Central adoptaron medidas contradictorias. A principios de año, la Junta Monetaria limitó la posición en divisas de los bancos múltiples para frenar la presión sobre el tipo de cambio. Sin embargo, pocos meses después, el gobierno liberó más de RD$85,000 millones del encaje legal con la intención de dinamizar el crédito.
Esta expansión monetaria, sin una estrategia productiva clara, se produjo en plena temporada baja del turismo y bajo condiciones internacionales adversas. Agravaron el panorama factores como los aranceles del 10% aplicados por EE. UU. a productos dominicanos y una crisis ambiental por el sargazo que afectó las playas. El resultado fue una mayor presión sobre el tipo de cambio, incertidumbre financiera y debilitamiento de la política cambiaria.
La inversión de capital del Estado durante este primer año ha sido quizás la más baja registrada en la historia democrática reciente. Esta tendencia es especialmente grave si se considera que el gasto de capital es el principal motor del desarrollo productivo, la generación de empleo y la cohesión territorial.
En lugar de apostar por infraestructuras estratégicas, innovación o servicios públicos de calidad, el gobierno ha destinado una parte significativa del gasto a programas asistencialistas y clientelares, sin impacto transformador ni sostenible. Se ha pretendido que solo las políticas monetarias impulsen la economía, cuando históricamente eso ha sido insuficiente.
Pese al discurso oficial sobre la reducción de la pobreza, el gasto en programas de asistencia social se ha incrementado notablemente, destacándose el caso de las pensiones solidarias. Muchas han sido otorgadas a ciudadanos que nunca han trabajado para el Estado ni cotizado en el sistema. Lo preocupante es que estos beneficios, lejos de ser temporales, son compromisos permanentes que pesan sobre el presupuesto presente y futuro.
En lugar de programas de empleabilidad, formación técnica, apoyo al emprendimiento o inversión en infraestructura generadora de empleo, se ha optado por una política populista basada en subsidios directos que aumentan la dependencia y no reducen la pobreza estructural.
En este período también ha continuado el endeudamiento acelerado del Estado, sin que se traduzca en mejoras estructurales. Se incurre en deuda para financiar gasto corriente y programas sociales de corto plazo, lo que compromete la sostenibilidad fiscal futura y reduce el margen de acción de los próximos gobiernos.
Otro caso emblemático es la gestión del Seguro Nacional de Salud (SeNaSa). Se incrementó de forma desordenada la cantidad de personas cubiertas, sin definir la contrapartida financiera necesaria. Esto ha generado retrasos en pagos a clínicas, y en algunos casos, el cierre de centros de salud privados, afectando el acceso a servicios médicos en zonas donde el sistema público es insuficiente.
La salud no puede estar sometida a la improvisación ni al cálculo político. Y, sin embargo, eso es precisamente lo que ha ocurrido.
Uno de los factores más ignorados por el discurso oficial es el creciente déficit del sector eléctrico. A pesar de múltiples promesas de reforma, el sistema sigue subsidiado por el Estado, con pérdidas técnicas y comerciales elevadas, baja capacidad de cobro y una gestión deficiente. El déficit eléctrico sigue creciendo y presiona el gasto público, sin que se hayan implementado soluciones estructurales. Esto impide un presupuesto equilibrado y desvía recursos que podrían ser destinados a salud, educación o productividad.
Finalmente, debe mencionarse el intento fallido de una reforma tributaria, presentada sin consenso, visión de desarrollo ni equidad. Su objetivo era incrementar la carga tributaria sobre los sectores formales, sin revisar el gasto público ni ampliar la base tributaria de forma justa. Gracias a la firme oposición política y empresarial, la reforma fue contenida. De haberse aprobado, habría disminuido aún más la competitividad del país, justo cuando economías como EE. UU. promueven reducciones impositivas para atraer inversión extranjera.
Todo esto en un contexto en el que el gobierno insiste en proyectar una imagen de estabilidad y progreso. Pero los datos, las políticas y sus consecuencias muestran otra realidad: una economía gestionada con criterios cortoplacistas, contradictorios y clientelistas, carente de visión transformadora y con un rumbo fiscal insostenible.
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