El gobierno tuvo su origen en el propósito de encontrar una forma de asociación que defienda y proteja la persona y la propiedad de cada cual con la fuerza común de todos” –Jean-Jacques Rousseau-

La historia, con justa razón, ha enemistado, con pocas posibilidades de reconciliación al policía y al ciudadano decente, que cada día redobla esfuerzos para llevar a sus hijos las migajas esparcidas por el capitalismo irresponsable sobre los descamisados que, sin disfrute alguno, construyen con su sangre las riquezas de los pocos. Ese hombre apartado de la antijuricidad que vela y cree en el orden como eje principal del desarrollo humano y que jamás usaría su debilidad o privilegio para vulnerar las reglas impuestas por las normas sustantiva y adjetiva.

Gente honrada y trabajadora que paga el precio de un gendarme diseñado para la opresión y que ha sufrido injustamente los excesos de la frágil formación de sus iguales amparados en uniformes y una autoridad medieval en plena época moderna. Nacidos y reproducidos en los mismos espacios donde vivimos y crecemos, los hijos de las desventuras. Presos del mismo sistema y esclavos del mismo verdugo, pero, arbitrariamente, confundidos a la hora de imponer orden a gente de bien.

De los policías, o la Policía, cualquiera que sea la denominación conceptual, se conocen muchas irregularidades en su representación estatal del orden público como obligatoriedad del ente comunitario. Desde golpizas, arrestos fuera de la ley, hasta el cobro irregular por derecho a la circulación ciudadana en altas horas de la noche. Norma impuesta desde arriba y aceptada por quienes odiamos el encierro arbitrario y el maltrato injustificado. Prácticas que desvelan la necesidad de que el presidente siga ahondando en la revolución de un sistema decadente y retrógrado.

Esa conducta generó la brecha por donde se filtraron inadaptados sociales con acceso a la gente mediante plataformas digitales, incitadores del odio e irrespeto a la autoridad competente, que bajo las sombras del principio de libre expresión agitan las masas en perjuicio de la nación. Su modelo de país es donde el caos reina subvirtiendo la autoridad. Manipulan imágenes, alteran información, gritan, ofenden y empañan la dignidad de quien sea, solo por la fama. Espejo en que el inculto se refleja para justificar sus faltas.

Promueven el “Bukelismo” defendiendo a “sigún” un enfoque autoritario y personalista que usa la fuerza desmedida como método de control, pero reniegan del orden y la sujeción a las reglas cuando la policía criolla intenta jugar de manera digna su rol. Mientras eso pasa, el pueblo sufre la vorágine de gente mal educada ocupando y alterando los espacios de convivencia social, promovida desde los micrófonos encumbrados del nuevo talento comunicacional. ¿Cuál es su causa?

La respuesta amerita un mar de letras, pero, a somera interpretación, deducimos un apego enfermizo a la rentabilidad digital, cuyo algoritmo se multiplica desproporcionadamente cuando lo vertido en las plataformas es la mugre, el dolor, la sangre, la desgracia colectiva, la carroña social, del desorden sin límite, la imposición de lo vulgar y como guinda del pastel… el desacato sin miramiento a todo atisbo de autoridad cuando de imponer la ley se trata.

Esa promoción de la inconducta y el rechazo a las reglas por parte de nuestros influencers, aunque parezca aislado, es caldo de cultivo para que nuestros jóvenes, la mayoría de barrios marginales y de educación precaria, desobedezcan a las autoridades establecidas por la Constitución y leyes. Ocasionando disturbios y enfrentamientos con los policías, cuando los segundos exigen, como dicta la ley, un comportamiento social que no riña con los principios del Contrato Social. Colocando a los miembros y la institución auxiliar de la Justicia en una complicada situación a la hora de ejercer la difícil tarea de mantener la paz y el orden público.

Joan Leyba Mejía

Periodista

Periodista, Abogado y político. Miembro del PRM.

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