En la obra poética de Franklin Mieses Burgos (1907-1976) está siempre la dominicanidad. Es decir, resuenan los ecos y la música del paisaje, del color y la cultura de la sociedad dominicana. He ahí su grandeza y su proeza, al poner a dialogar, en claves líricas, lo universal y lo local, lo clásico y lo moderno, la identidad criolla y la eternidad del canto poético. De ahí que fue fiel al lema de los poetas sorprendidos, movimiento poético del que fuera mentor, emblema y guía, y que reza: “Poesía con el hombre universal”.
Para muchos poetas y lectores de poesía, Mieses Burgos es un poeta lírico y místico; y para otros, un poeta puro, y por tanto, de una obra orgánica, y por ende, monocorde. Así pues, es el poeta de un mismo ritmo, de una misma música lírica, en que su obra deviene más canción o canto, que poema. Para la mayoría, es el poeta mayor de la poesía dominicana. Su obra es compacta y uniforme, y poco desigual. Y, por lo mismo, de sobrios arrebatos y escasos desenfados. Es, más bien, de vuelo calculado y de lirismo cósmico, donde predomina más el espacio que el tiempo, y menos lo telúrico que lo celeste. Poeta del amor y de los ángeles, como Rilke, Mieses Burgos fue, asimismo, un poeta elegiaco, a medio camino entre el romanticismo y el modernismo, pero que nunca desbordó su aliento neorromántico. También, fue un poeta tradicional y clásico, culterano y posmodernista, y autor de sonetos, odas, canciones y elegías. Poeta de símbolos. Poeta muy dominicano, caribeño y tropical, Mieses Burgos es un poeta de paisajes y de mitos. Su poesía bebe en los manantiales de la sabiduría helenística y bíblica, en la clasicidad y la modernidad. Adán, Caín, Ariel, Dionisio y los ángeles pueblan su universo simbólico y referencial. Reivindica la rosa como símbolo romántico de perfección de la belleza. Poeta de la vida y de la muerte: de la sensualidad y el misterio; del tacto y la mirada. Poeta cósmico y celeste. Pintor del paisaje poético: paisajista lírico de la palabra poética. Músico del verso y cantor de lo dominicano, Mieses Burgos es el poeta de la ciudad intramuros: de la Ciudad Colonial y Ciudad Nueva, de las que nunca salió. Habitante fantasma de la calle Espaillat y contertulio de la logia Cuna de América. Mentor de generaciones y gran tercio. Caminante expectante y celebrante de la calle El Conde. Poeta urbano y marítimo. Poeta de la fantasía y la pasión. En fin, poeta enraizado y arraigado en su terruño y en su comarca, en su lar nativo y en su entorno sentimental y provinciano. Nunca salió de la Zona Colonial y Ciudad Nueva ni del país, y apenas conoció el interior de la isla. Es decir, fue distante y ajeno al turismo, al viaje y a lo extranjero, marginal y provinciano. De ahí que haya sido un poeta de poco andar: negado a la errancia y al nomadismo. Fue, más bien, sedentario y capitaleño: se nutrió de los poetas clásicos y los modernos, y vivía atado al terruño, y para sus amigos. Por ende, fue un ser entrañable –dicen sus amigos y discípulos–, cercano y afectuoso.
En su poema Paisaje con un merengue al fondo, pinta un mural, a partir del merengue como identidad, como sustrato musical y danzario de la dominicanidad. Es decir, postula la reivindicación y la definición del dominicano, desde el punto de vista de nuestra danza folclórica por excelencia. Al dominicano se le identifica en el extranjero por el ritmo y la cadencia, al bailar merengue. Quien no sabe bailarlo –dice un refrán– no lo bailaron desde niño. En este poema, Mieses Burgos se define y nos define: ve al país dominicano con un merengue al fondo. Y como el merengue, desde su origen, posee dobles sentidos y se caracteriza por el humor, la picardía y la alegría, el poeta lo emplea como recurso antropológico e histórico para cantarle al hombre dominicano. Más de cuatrocientos años de historia –desde el descubrimiento hasta la colonización y la dependencia–, el poeta define la isla y la nombra desde su flora. Y desde su pintoresquismo: con sus huracanes, poblada de “caña amarga”, tamarindo, “limones agrios”, bejucos, cocos, nísperos y canelas. Si en la tradición poética dominicana hay un poema para definir la cultura dominicana, Paisaje con un merengue al fondo es su emblema y su icono. Es el símbolo poético de la musicalidad y del componente étnico-musical del dominicano. Es un poema que nos retrata y nos denuncia, nos elogia y nos delata. Nos critica y nos enaltece. Pero apunta en la llaga: da en el blanco de la herida del ser nacional. Describe el color caoba de nuestra carne mestiza. Nos insta a bailar un merengue que nunca se acabe, pues el dominicano baila hasta la tambora siempre. Está en estado permanente de goce, en trance musical, en un jolgorio eterno: moviendo los pies, las caderas, la cintura y la cabeza, en un ritmo sanguíneo y corpóreo, que lo delata.
El dominicano es un ser musical por excelencia. El ritmo de la música lo lleva en su ser sanguíneo y en su piel mestiza. De suerte que lleva el merengue en la sangre y en el espíritu: la güira, la tambora y el acordeón los lleva en su corazón y su mente, en su conciencia y su memoria. Así, el dominicano no quiere que el merengue se termine: vive y anhela vivir siempre en un eterno estado de felicidad, goce y celebración. Odia la tristeza, la melancolía, el silencio y el reposo. Ama el movimiento, la velocidad y la fiesta. Es un fiestero consuetudinario y empedernido: apela al merengue y a la fiesta como mecanismo de disipación del dolor, la pena y la nostalgia. Odia la soledad y de ahí que baile en pareja, en una danza sensual, cadenciosa, libidinosa y lasciva. En efecto, el dominicano baila para enamorarse o se enamora para bailar.
El poeta Mieses Burgos, en el poema se pregunta y se responde. Se pregunta:
¿“Que somos indolentes ¿Que no apreciamos nada? ¿Qué únicamente amamos la botella de ron,
la hamaca en que holgazanes quemamos el andullo
del ocio en los cachimbos de barro mal cocidos
que nos dio la miseria para nuestro solaz”?
El poema deviene sátira y crítica, en claves metafóricas e interrogativas o preguntas retóricas. En su fuero interno, su voz poética desvela la condición del dominicano como amante del ron, la holgazanería, la indolencia, la vida plácida en una hamaca, fumando tabaco de andullo en cachimbo de barro. Al preguntarse, se responde:
“Puede ser; no lo niego; pero ahora, entre tanto,
Bailemos un merengue hasta la madrugada,
entre ajíes caribes de caricias robadas…”
Y se vuelve a preguntar:
¿“Que hay muchos que aseguran
que aquí, entre nosotros,
la vida tiene el mismo tamaño de un cuchillo?
¿Que nuestra gran tragedia como país empieza
desde cuando aprendimos a toca el bongó?
¿Que el acordeón y el güiro han sido los peores
consejeros agrarios de nuestros campesinos”?
Hay una crítica subterránea o soterrada a los orígenes africanos como componente de nuestro acervo cultural y a los instrumentos del merengue como el bongó, proveniente de África, traído a la isla durante la colonización y la esclavitud. La voz del poeta le atribuye al bongó el origen de los males y de la tragedia del pueblo dominicano. ¿Acaso este poema tiene un cariz racista, hispanófilo o anti-negro?
Mientras se define la identidad y la composición étnico-cultural de la sociedad dominicana, hay que bailar el merengue hasta la madrugada. De modo que, el dominicano es capaz de bailar una pieza de merengue olvidándose del transcurrir del tiempo y del trabajo, y sin dormir. El machete de labranza del dominicano, que usa para cavar la tierra en el conuco, también puede convertirlo en “pluma para escribir la historia”, que es una manera metafórica de decir que, con el machete, se combate, cuerpo a cuerpo, en la batalla y en la guerra, en la defensa de la patria y la nación.
El poeta vuelve a preguntarse:
“Más allá del alcance de un plato de sancocho?
¿“Que fuimos y que somos los mismos marrulleros,
los mismos reticentes del pasado y de siempre?
¿Que dentro de la escala de los seres humanos
hay muchos que suponen que nosotros no vamos”.
Y se responde:
“Puede ser; no lo niego; pero ahora, entre tanto,
bailemos un merengue de espaldas a la sombra
de tus viejos dolores,
más allá de tu noche eterna que no acaba,
frente a frente a la herida violeta de tus labios
por donde gota a gota
como un oscuro río desangran tus palabras.”
Y concluye con el mismo leit motiv, que actúa en el poema como ritual y recurso circular, que le confiere sentido y ritmo al texto. Es decir, el poema depara en merengue, en poética musical de las letras dominicanas. En el poema se define al dominicano, a la cultura popular y al ser nacional cumbanchero, ocioso y bailador:
“Bailemos un merengue que nunca más se acabe,
bailemos un merengue hasta la madrugada:
el furioso merengue que ha sido nuestra historia”.
Para nuestro poeta, Franklin Mieses Burgos, el merengue representa y define nuestra historia cultural. Es decir, a través del merengue, se puede estudiar y comprender nuestra historia y nuestro pasado colonial y republicano. En el fondo, nuestra historia está escrita como un merengue, y la mejor forma de comprender nuestra identidad y nuestra dominicanidad –a juicio de su voz poética–, es mirando el merengue no solo como música y baile sino como parte constitucional de la ontología del dominicano. Asimismo, como componente esencial de la psicología y la idiosincrasia del ser nacional. Y Mieses Burgos lo hizo desde su sensibilidad poética, y en clave pintoresca.
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