“Los privilegios se multiplican y la corrupción triunfa… Hoy en día, los buitres son demasiado numerosos y voraces en proporción al magro botín de la riqueza nacional. El partido, verdadero instrumento de poder en manos de la burguesía, refuerza la maquinaria y asegura que el pueblo esté acorralado e inmovilizado”.                                                                                                                                                                                     Frantz Fanon

Las mujeres y niñas afrodescendientes no llegamos al mundo como se llega a un hogar. Somos arrojadas a la existencia, pero no a cualquier existencia: a una que nos es negada incluso antes del primer aliento. No se espera que vivamos con plenitud, sino que sobrevivamos, obedientes, agradecidas por migajas. Sobrevivimos en un mundo que, desde antes de escucharnos, ya había decidido ignorarnos.

Habitamos una arquitectura diseñada sin nosotras. Nos convertimos en anomalía dentro de un orden que se pretende neutral, pero que en realidad estaba fabricado para excluirnos. El mundo que se nos observa a veces con exotismo o con sospecha, como si nuestra sola presencia fuera una falla en la maquinaria. Y es ahí donde comenzamos a existir: no en paz, sino en contradicción, en tensión constante con lo que se nos impuso como normal.

No somos únicamente víctimas de la violencia que se grita y se exhibe. Lo que más hiere no siempre grita. A veces susurra leyes, redacta planes de desarrollo, distribuye recursos como si fuésemos residuos. Hay un orden más perverso, más profundo, que se camufla de neutralidad: un racismo estructural, silencioso, tenaz y eficaz, que se aloja en los engranajes del estado, en las rutinas institucionales, en las costumbres heredadas de quienes creen que ya no son racistas porque ya no pronuncian insultos.

El racismo institucional no necesita alzar la voz. Le basta con no nombrarnos. con presupuestar otras vidas, con mirar hacia otro lado, con decidir que siempre lo nuestro debe esperar. Nuestra humanidad, cuando es reconocida, llega tarde y mal.

Es una conducta torcida: una coreografía milimétrica de exclusión, culpa y olvido. Lo insoportable no es solo ser apartadas: es ver cómo esa exclusión se convierte en norma, se acepta como paisaje e incluso se celebra bajo el nombre de igualdad. Porque lo más nauseabundo no es la violencia que se nombra, sino la que se niega. Todo lo que se enfrenta no se puede cambiar, pero nada puede cambiar hasta que no se enfrente.

El 25 de julio fue declarado Día Internacional de la Mujer Afrodescendiente durante el “primer encuentro de mujeres afrolatinas, afrocaribeñas y de la diáspora en 1992”, en Santo Domingo. Desde entonces, este día nombra nuestras múltiples luchas: contra el racismo, el clasismo, el sexismo, la pobreza, la marginación heredada de siglos de colonialismo y patriarcado, contra la amnesia conveniente del Estado.

Nuestra parte de isla arrastra una historia colonial mal contada, corregida con blanqueo y adornada con silencio. Un mestizaje forzado que dejó cicatrices en las lenguas, en los cuerpos, en la memoria colectiva nos enseñaron a olvidar mientras ellos escribían versiones cómodas de lo que fue.

En América Latina y el Caribe, más de 200 millones de personas se reconocen como afrodescendientes. Más del 30 % de la población. La mitad, mujeres. Y, aun así, seguimos siendo cifra sin rostro en todas las listas: en mortalidad materna, en acceso a educación superior, en empleo digno, en representación política, en salud física y mental.

Esto no es azar. No es negligencia. Es arquitectura, es parte del diseño.

Un diseño que opera desde múltiples frentes:

Racismo institucional, que nos margina con leyes frías y prioridades calculadas;

Racismo cultural, que nos transforma en amenaza, en fetiche o en mercancía;

Racismo biológico, que aún hoy duda de nuestro dolor, como si la piel más oscura sintiera menos;

Racismo aversivo, ese que prefiere no vernos, aunque se diga “aliado”;

Racismo ambivalente, que nos premia cuando imitamos la blanquitud y nos castiga cuando reclamamos lo nuestro;

Racismo simbólico, que proclama igualdad, pero nos deja fuera del encuadre;

Racismo epistémico, que no solo nos calla, sino que descalifica lo que sabemos, lo que nombramos, lo que soñamos.

Ilustración de Alida E. Zapata.

No es accidente, es estructura y esa estructura mata. Es el legado crudo de un mundo erigido sobre la esclavitud, el saqueo y el silencio.

Auto-amarnos ante una sociedad que constantemente nos urge a poner la otra mejilla, sin entender muy bien que ya estamos hartas de seguirla poniendo, es un acto radical.

Persistimos en medio de todo lo que busca que desaparezcamos, porque sabernos es un acto de libertad porque nombrarnos, cuidarnos y reconocernos es también hacer historia.

¿Sabías que la esclavitud en lo que hoy es República Dominicana fue abolida un 9 de febrero de 1822? Probablemente no, nadie lo enseña pues no conviene, nuestra historia incomoda a la oligarquía rancia de siempre, y lo que incomoda, se borra.

Y, sin embargo, existimos y no en abstracto: existimos en cuerpo, en comunidad, en contradicción, en ternura. Hemos abierto grietas donde el feminismo blanco hegemónico no alcanza. Porque nuestro feminismo es interseccional, radical, encarnado, y no quiere ser traducido: quiere ser reconocido como fundamento. No busca ser tolerado, porque tolerar no es lo mismo que respetar.

Este 25 de julio no es un símbolo vacío, es una advertencia, una declaración de conciencia, porque la historia aún se sigue escribiendo con manos en salas de poder. Y cualquier lucha por la equidad que ignore nuestra voz, no es lucha: es repetición del mismo silencio.

Así que cuando se hable de igualdad, de equidad o de justicia, que no se olvide mirar todas las capas que atraviesan la vida de una mujer negra: el género, la raza, la clase, la historia, violencia estatal.

No olvidemos que quién nace con la piel más oscura carga siglos de sospecha, exclusión y negación, no vinimos al mundo para ocupar el lugar que el otro ha dejado, vinimos a encarnar nuestra propia existencia.

Resistimos porque negar nuestra humanidad ya no es una opción, resistimos porque existir, cuando todo ha sido diseñado para que desaparezcamos, es el acto más radical de libertad que este mundo ha visto.

Alida E. Zapata

Arteterapeuta e ilustradora

Alida E. Zapata. Arteterapeuta e ilustradora. @le.aliade

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