El lenguaje, en su despliegue histórico, ha transitado de ser un organismo vivo, pulsante y abierto, a convertirse en una arquitectura funcional donde cada elemento parece responder a una maquinaria de reglas. Este tránsito, propio de la visión formalista, transformó la palabra en un sistema de marcos instrumentalizados, una caja cerrada en la que el sentido deja de ser experiencia para convertirse en estructura. Así, se le quita al lenguaje su respiración originaria, que nace del contacto espontáneo con el mundo y no de su disección metódica.
Los formalistas convirtieron el lenguaje en una forma autónoma, una entidad que ya no se mide por su relación con la vida, sino por su coherencia interna. Al intentar prever las condiciones del arte, terminaron por reducir la palabra a una función de la forma, guiando su vitalidad hacia la intencionalidad formal y la organización estructural. En este contexto, Víktor Shklovsky (1893-1984) introduce su célebre concepto de «extrañamiento» (ostranenie), según el cual la obra de arte debe desautomatizar la percepción e impedir que el reconocimiento inmediato del objeto anule su presencia viva. La rutina perceptiva —dice— petrifica el mundo en lo que él llama «automatización», y la tarea del arte consiste precisamente en romper esa costra de lo habitual.
Sin embargo, cabe preguntarse hasta qué punto puede automatizarse también la forma en que el lenguaje se presenta en las obras. ¿No supondría eso una negación del instinto creativo y una renuncia a lo espontáneo? En mi opinión, el formalismo de Shklovsky supone un atentado contra la creatividad inspiradora, ya que subordina la experiencia al artificio y la revelación al procedimiento. El «extrañamiento» se convierte entonces en un mecanismo que, si bien busca liberar la percepción, termina por encerrar el acto creador en una técnica de distanciamiento y lo despoja del contacto inmediato con la realidad viva.
Del mismo modo, Boris Tomashevsky (1890-1957) plantea la transformación artística como una operación formalizadora, un proceso en el que los recursos del lenguaje reorganizan la comprensión de la realidad. Sin embargo, esta reorganización convierte la literatura en una disciplina más que en un acontecimiento al sistematizar lo imprevisible. El formalismo de ambos —Shklovsky y Tomashevsky— excluye de la literatura toda forma de expresión que no responda a una estructura reconocible, lo que conduce al arte hacia la instrumentalización de la forma.
Un ejemplo de ello es la novela de Laurence Sterne, The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman (1759-1767), cuya continua autorreferencia irrita a muchos lectores por su énfasis en la estructura misma. Sin embargo, desde la perspectiva formalista, esta autorreflexividad se presenta como la forma más pura de narrar. Por tanto, mostrarse como un discurso transparente y sin artificios, como una representación natural de la realidad, es, en última instancia, un gesto fraudulento: la autenticidad del arte no consiste en reflejar el mundo, sino en construirlo formalmente, aunque ello suponga perder el contacto con su vitalidad originaria.
En esta misma línea, el formalismo ruso ataca también la «narración» y la «trama», dos conceptos que constituyen la médula analítica de su teoría literaria. En su obra, los formalistas rusos recuperan los modelos de la tragedia griega, donde la narrativa tradicional se concebía como una sucesión de acontecimientos encadenados. En la Poética, Aristóteles (384-322 a. C.) define la trama (mythos) como «la combinación de los hechos que componen la acción», y la distingue de la narración por ser «la disposición artística de los acontecimientos». Esta distinción, aparentemente simple, se convierte en el punto de partida para que los formalistas rusos reconfiguren el significado de ambos términos.
Para ellos, la trama deja de ser una mera secuencia de hechos para entenderse como una transgresión de la disposición esperada de los acontecimientos. En otras palabras, lo esencial no es lo que ocurre, sino la alteración de la expectativa de lo que debería ocurrir. Así, la trama se convierte en un dispositivo de ruptura, una estrategia que interrumpe la percepción habitual para revelar la construcción misma de la obra. En esta operación, el concepto de «extrañamiento» vuelve a aparecer como eje fundamental: el arte no imita la realidad, sino que la fabrica, y nos recuerda constantemente que la «realidad» presentada en la obra no es más que una invención cuidadosamente forjada.
Esta concepción desplaza la noción aristotélica de mímesis («imitación») hacia la de poiesis («creación»), situando al artista no como un copista del mundo, sino como su hacedor. En este sentido, Jan Mukařovský (1891-1975) lleva la teoría formalista a un plano más sistemático con su concepto de foregrounding, que entiende como «la distorsión estéticamente intencional de los componentes lingüísticos». Este desplazamiento transforma el «extrañamiento» en un principio estructural del lenguaje artístico, es decir, en una manera de modificar la percepción no desde el contenido, sino desde la forma misma de la expresión.
Para Mukařovský, el arte se convierte en un sistema funcional de valores en el que el significado estético ya no reside en la obra aislada, sino en su relación dinámica con la sociedad. El «funcionalismo estético» que propone deconstruye la categoría hermenéutica tradicional —la que busca el sentido en el interior del texto— para situar el valor del arte en su interacción con las ideologías y las prácticas sociales. Así, el objeto artístico adquiere «dignidad estética» no como algo esencial, sino como un acto social en constante transformación, inseparable de las condiciones históricas y culturales que lo producen.
En esta misma línea, los formalistas introducen el concepto de «motivo», que en su trabajo teórico se define como una predisposición que delimita su trabajo y que se formalizará como concatenación dirigida hacia la «motivación». Tomashevsky denominó «motivo» a la unidad de trama más pequeña, que puede consistir en un simple enunciado o acción. En este trabajo, plantea una dialéctica distintiva entre «determinación y motivos libres». En su proceso de diferenciación, prevé que el motivo determinado es exigido por la narrativa, mientras que el motivo «libre» no es esencial para lo que constituye el foco en potencia del arte. En esta misma proposición, subordina estos elementos explicativos a la idea «formalista», o más concretamente, a los «recursos formales», en disposición directa con los «contenidos».
En definitiva, debemos entender que, para Tomashevsky, no es posible el desarrollo histórico del sistema literario sin tener en cuenta la forma en que otros sistemas entran en colisión con él y determinan en parte su evaluación. Para comprender correctamente la correlación de los sistemas, es necesario tener en cuenta las «leyes inmanentes» del sistema literario.
No obstante, Tomashevsky reconoce que ningún sistema literario puede comprenderse sin atender a las fuerzas que lo atraviesan desde fuera. Para él, el desarrollo histórico de la literatura solo puede entenderse en la medida en que colisiona con otros sistemas culturales, sociales e ideológicos y estos determinan su evolución. La obra no es un fenómeno cerrado ni autosuficiente, sino que está sujeta a leyes internas —«leyes inmanentes»—, pero su transformación depende de la forma en que estas interactúan con los demás sistemas culturales. Precisamente en esa tensión entre autonomía formal y condicionamiento histórico se inscribe el drama teórico del formalismo: su intento de aislar la forma sin dejar de pertenecer al mundo.
En este proceso de evolución del pensamiento formalista, Roman Jakobson (1896-1982) introdujo una perspectiva decisiva al formular el concepto de «dominante». Este término se refiere al elemento que rige, organiza y transforma los demás componentes de la obra de arte, actuando como su principio de coherencia interna. La dominante no es un simple mecanismo formal, sino un núcleo de energía estructurante, el centro cristalino que dota a la obra de su gestalt, su totalidad orgánica. Así, Jakobson propone una lectura no mecanicista del arte, en la que la unidad estética se produce por la tensión viva entre los elementos formales y el principio que los ordena.
Este planteamiento, propio del formalismo tardío, permite comprender que las formas poéticas no cambian al azar, sino como resultado de lo que Jakobson denomina «deslizamiento de la dominante». Los cambios históricos del arte responden, así, a un desplazamiento del foco de organización estética: cada época modifica la jerarquía de los elementos que constituyen su lenguaje poético. En esta dinámica, el arte se vuelve un sistema móvil en el que las relaciones entre sus partes se reconfiguran continuamente, en diálogo —y a veces en conflicto— con los sistemas culturales que lo rodean.
Una idea particularmente sugestiva de Jakobson es que las obras literarias de ciertos períodos pueden estar regidas por un determinante externo perteneciente a un sistema no literario, como el ideológico, el político o el científico.
Esta apertura del campo estético hacia lo social anticipa el giro dialógico que más tarde desarrollaría Mijaíl Bajtín (1895-1975). De hecho, el concepto de polifonía, heredero indirecto de la teoría del «deslizamiento del dominante», rompe con la monotonía unívoca de la voz autoral y da paso a una pluralidad de voces que coexisten, se oponen y se entrecruzan dentro del texto.
Jakobson no se centra en cómo los textos reflejan los intereses sociales o de clase, sino en cómo el lenguaje, a través de su multiplicidad formal, desorganiza la autoridad y libera voces alternativas. En este sentido, Bajtín se convierte en un puente entre el formalismo ruso y el marxismo al incorporar al estudio literario la idea de que el lenguaje es siempre un espacio de conflicto, una arena de fuerzas ideológicas en tensión. No obstante, conviene aclarar que la noción de múltiples voces no pertenece en exclusiva a la escuela bajtiniana, sino que constituye un punto de convergencia entre distintas visiones literarias que, aunque divergen en su método, coinciden en la defensa de la pluralidad expresiva.
Bajtín sostiene que las grandes obras literarias poseen distintos niveles de significación y se resisten a la unificación total. Esta resistencia descentraliza la figura del autor y debilita su autoridad sobre el texto. En consecuencia, el personaje se vuelve esquivo, inconsistente y cambiante: una entidad en permanente desplazamiento dentro del discurso. En este sentido, Bajtín se aproxima a Roland Barthes (1915-1980), quien también otorga mayor importancia a la libertad y el placer de la lectura que a la rigidez del decoro y la autoridad del autor. Ambos coinciden en que el texto es una constelación de voces en movimiento, una forma viva que se niega a ser clausurada.
Entre la forma y la vida: el lenguaje como organismo vivo
El formalismo ruso nos legó un modo riguroso de entender la literatura, un intento de convertir el arte en ciencia y de descubrir en la forma el secreto de su belleza. Desde Shklovski (1893-1984) y su concepto de extrañamiento, pasando por Tomashevski (1890-1957) y su análisis de la trama y el motivo, hasta Mukařovský (1891-1975) y su teoría del foregrounding, todos ellos buscaron liberar al arte de la costumbre y arrancar la percepción del letargo. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿puede una obra, por mucho que se estructure, respirar sin el aire de la emoción? El formalismo nos enseña a observar la forma, pero a veces olvida que la forma es un cuerpo y que todo cuerpo vive solo mientras en él palpite algo más que una estructura: la sensibilidad.
Jakobson (1896-1982), con su concepto de dominante, y Bajtín (1895-1975), con su teoría de la polifonía, ampliaron los horizontes del formalismo al introducir la dinámica y la multiplicidad en el análisis. Ambos nos invitan a ver la literatura como un sistema en movimiento, en constante cambio, donde las voces se entrelazan y las jerarquías cambian. Ahora bien, ¿qué sucede cuando el sistema absorbe toda la experiencia? ¿No corremos el riesgo de sustituir la pasión por el método, la revelación por la taxonomía? Jakobson y Bajtín comprendieron que, si no dialoga con la vida, la forma se convierte en un laberinto vacío. Sin embargo, solo Bajtín logra devolver al lenguaje su carácter social, su conflicto, su respiración plural.
El mérito del formalismo radica en haber devuelto a la literatura la conciencia de su propio artificio y en habernos recordado que el arte no refleja el mundo, sino que lo fabrica. Sin embargo, sus límites se ponen de manifiesto cuando confunde la fabricación con el desencanto y reduce la palabra a una técnica, olvidando que toda técnica nace del asombro. ¿Qué pasa entonces con la inspiración, la emoción y la intuición creadora? En ese espacio donde el análisis calla y la experiencia comienza. La forma sin emoción es pura geometría; el arte, sin pasión, se convierte en cálculo. La literatura no se escribe desde la distancia, sino desde la herida.
El desafío no es abolir el formalismo, sino superarlo para alcanzar una comprensión integral del arte, donde la estructura y la sensibilidad se entrelacen y la razón y la emoción se reconozcan como dos modos del mismo impulso creador. El formalismo nos enseñó a escuchar las leyes de la forma; ahora debemos aprender a escuchar también los latidos del ser que la habita. Porque el lenguaje, antes que un sistema, es una voz, y toda voz que se sabe viva tiembla entre la norma y la pasión.
Referencias
Aristóteles. (1995). Poética (trad. Valentín García Yebra). Gredos. (Obra original ca. 335 a. C.)
Bajtín, M. (1982). Problemas de la poética de Dostoievski (trad. Tatiana Bubnova). Fondo de Cultura Económica.
Barthes, R. (1980). El placer del texto (trad. Nicolás Rosa). Siglo XXI Editores.
Jakobson, R. (1973). Ensayos de lingüística general (trad. Carlos Piera). Seix Barral.
Mukařovský, J. (1977). El arte como hecho semiótico. Ediciones Cátedra.
Shklovsky, V. (1991). Teoría de la prosa (trad. Julián Fuks). Taurus.
Tomashevsky, B. (1982). Teoría de la literatura (Poética) (trad. E. Kropff). Akal.
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