“Trata a las personas como un fin, nunca como un medio para un fin”. – Inmanuel Kant
Los nacidos, criados y desarrollados en los sectores económicamente deprimidos, llevamos impreso en la espalda el sello de la desgracia cuasi perpetua: mis hermanos, primos, amigos y parte de los que la estrechez productiva de la vida nos hizo parientes por aquella ausencia material. Los que vivimos los infortunios de coexistir en condiciones materiales ampliamente desiguales y desfavorables por la innoble escasez de bienes y servicios que alivianen la existencia misma sabemos distinguir, sin necesidad de llevar al paladar, lo dulce de lo amargo.
Sabemos de qué lado guarda la espuela una cama pertinaz en su enseñanza furtiva, que, en vez de darnos paz soporífera, nos repitió sin remordimientos y con sobrada experiencia lo que la mayoría de la gente quiere ignorar… La pobreza viene con diseño anticipado y futuro prefabricado. No es una casualidad del destino, sino el modelo social de existencia que genera beneficios a pocos con las lágrimas de las mayorías.
La naturaleza de la composición socioeconómica y las relaciones primarias de la gente que tiñe sus esperanzas con los impiadosos rayos solares, lleva, y no es que quiere, sino más bien, que les han colocado ese lastre “per secula seculorum”, una mochila cargada de resentimientos. Miles de conflictos no resueltos, hambre acumulada, tristeza disfrazada de carisma, desaliento y desconsuelo expropiado en el arte. La desprotección del conjunto de normas estructuradas y manipuladas para impedir que las ovejas salten por encima de la alambrada, mientras el lobo las desguaza.
Enumerar los daños que políticos, sociólogos, economistas y altruistas llaman pasivo social acumulado nos sumiría en un mar de letras. Quizá, propio del dolor característico de quienes hemos perdido la fe en la justicia social como aspiración humana o derecho universal. O simplemente por ignorar la profundidad conceptual de una verdad cruda, escondida por años en huecas palabrerías, que ocultan intencionalmente el abandono y descuido de la gente sin nombre ni apellido, con asientos preferenciales en las estadísticas de los desastres.
Las élites, los de siempre, usufructuarios de la sangre y el sudor de los descamisados, cobijados en sus formas de coacción y represión de derechos, que por su naturaleza son intransferibles e inalienables, se han empeñado en disfrazar su ventaja frente al depauperado, promoviendo a través de sus mecanismos de supresión de las ideas más retorcidas, marcando como objetivo de cautiverio al hijo del pescador en las redes que les fabrican para que imagine una felicidad que nunca tuvo y jamás tendrá.
La ruta de la desnudez material, la precariedad asumida como castigo, el dolor como sinónimo de fe, sirve al pobre, como al buey la yunta. Los hace pensar en libertad mientras carga y arrastra el peso de un bienestar usurpado por el amo del corral. Nos han vertido en las turbias aguas que calman la sed, una burundanga indisoluble capaz de bloquear el espíritu revolucionario que esculpe al hombre de paz mientras rompe orgulloso sus ataduras.
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