En los últimos años, la política económica dominicana ha perdido el rumbo y la coherencia estratégica que antes la caracterizaban. Lo que fue un modelo de desarrollo basado en la inversión pública transformadora se ha convertido en una política de improvisaciones, asistencialismo clientelar y gasto improductivo.En varios de nuestros artículos anteriores hemos explicado que una de las causas estructurales de la inestabilidad del tipo de cambio es el estrecho margen entre la tasa de referencia del Banco Central de la República Dominicana (BCRD) y la de la Reserva Federal de los Estados Unidos (FED).
Durante la pasada semana, la FED volvió a reducir su tasa de referencia, y el BCRD —en su intento de mitigar la desaceleración del crecimiento económico nacional— respondió con una nueva baja de su tasa de política monetaria. Esta reacción, sin embargo, mantiene el mismo estrecho diferencial de tasas que no compensa adecuadamente el riesgo inflacionario ni logra restablecer la confianza en el ahorro en pesos dominicanos, dentro o fuera del sistema financiero nacional.
Entiendo las buenas intenciones del BCRD y de la Junta Monetaria, pero es necesario subrayar que los márgenes de acción de la política monetaria están llegando a su límite.
Sin una política fiscal activa, capaz de reestructurar el gasto público y priorizar la inversión en infraestructura productiva y en capital humano, el país continuará atrapado en un modelo de bajo crecimiento, alta vulnerabilidad externa y escaso impacto distributivo.
El problema no radica solo en la tasa de interés: radica en la incapacidad del actual gobierno del PRM para redefinir la composición de la inversión pública. Mientras el gasto corriente y el clientelismo sigan absorbiendo la mayor parte del presupuesto, cualquier esfuerzo monetario quedará neutralizado por la ausencia de una estrategia fiscal coherente que integre planificación, ejecución y transparencia, impulsando el desarrollo sostenible y la competitividad de largo plazo.
El gobierno del PRM ha demostrado una alarmante incapacidad para ejecutar de manera eficiente la inversión pública.
Las obras se anuncian con grandes titulares, pero muchas no se inician o se abandonan sin concluir, convirtiendo la inversión en gasto improductivo y en fuente de frustración social. Lo que debería ser motor de productividad y cohesión territorial se transforma en un catálogo de estructuras vacías, carreteras y líneas del metro inconclusas, y promesas incumplidas.
A ello se suman los vicios de construcción y deficiencias técnicas señalados por múltiples ingenieros y especialistas en supervisión de obras, quienes han denunciado fallas estructurales. La improvisación y la falta de planificación convierten el gasto de capital en un instrumento de propaganda, no de desarrollo.
En cambio, durante los gobiernos de Leonel Fernández, la inversión pública se concebía como una auténtica palanca de transformación estructural, orientada a la atracción de inversión extranjera y la creación de capital humano. Las grandes obras —carreteras, elevados, metros, universidades, parques tecnológicos, centros educativos y de salud— formaban parte de una visión de país articulada, orientada a conectar regiones y sentar bases para la productividad y la competitividad de largo plazo.
Esa diferencia conceptual entre “gastar” y “transformar” marca el abismo entre dos modelos de gestión pública: uno que ve el presupuesto como herramienta de modernización y desarrollo, y otro que lo utiliza como mecanismo electoral y de supervivencia política.
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Mientras el primero sembró infraestructura y confianza, el segundo multiplica promesas y tarjetas.
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Mientras el primero diseñó estrategias de futuro, el segundo improvisa a corto plazo.
Si el gobierno actual desea realmente estabilizar la economía y fortalecer el peso dominicano deberá ir más allá de los ajustes monetarios: deberá recuperar el sentido estratégico de la inversión pública, retomar la visión de desarrollo integral y abandonar la lógica clientelar que asfixia el potencial productivo del país.
Solo así la estabilidad cambiaria dejará de ser un espejismo sostenido por reservas y discursos, para convertirse en el motor del crecimiento económico, en el reflejo tangible de una economía productiva, confiable y con propósito de nación.
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