La economía dominicana se ha destacado por un continuo crecimiento que asombra a los expertos tanto a nivel nacional como internacional. Sin embargo, junto a este crecimiento persiste una amplia brecha de pobreza que no se corresponde con el incremento progresivo que se anuncia con frecuencia. Esto se refleja, especialmente, en la juventud de familias de bajos ingresos, donde se evidencia una clara disociación entre crecimiento económico y desarrollo humano.
Dentro de esta realidad, la propina juega un papel importante en la informalidad laboral dominicana. En lugar de ser una gratificación voluntaria por un buen servicio, se ha convertido en una fuente de ingreso indispensable para muchos trabajadores, y a la vez, en una forma mediante la cual algunos empleadores evaden responsabilidades laborales y de seguridad social. Este fenómeno también implica un costo adicional para los consumidores y usuarios de servicios.
En los supermercados y grandes almacenes observamos la competencia entre empacadores y empujadores de carritos que buscan recibir una propina —a veces generosa, otras veces escasa— de los clientes. Al final de la jornada, este dinero constituye su ingreso principal, sin que la empresa asuma el pago correspondiente por el servicio que prestan.
Otra manifestación de esta práctica se da en las calles. Jóvenes sin oportunidades han convertido los espacios públicos en su medio de sustento. Cuando acudimos a realizar diligencias, asistir al médico o divertirnos, debemos pagar una propina para poder estacionar y asegurar el cuidado del vehículo, ya que la inseguridad ciudadana nos obliga a aceptar este tipo de “servicios” informales.
En hoteles y restaurantes, la propina obligatoria del 10 % establecida por ley suele acompañarse de una propina adicional voluntaria que deja el cliente.
Los semáforos también se han transformado en puntos de trabajo improvisados, donde limpiavidrios o lavadores, en ocasiones hasta agresivos, ofrecen o imponen sus servicios a cambio de una propina. Muchas veces se trata de personas —incluso niños— en situación de vulnerabilidad, desatendidos por sus familias o por las instituciones públicas.
Algo similar ocurre con los repartidores o deliverys, quienes dependen de la propina como complemento esencial de su salario. Los empleadores suelen pagarles sueldos muy bajos, bajo el supuesto de que el cliente compensará la diferencia con una propina. ¿El resultado? El costo final de los productos o servicios aumenta, como también ocurre con las entregas de medicinas y artículos farmacéuticos a domicilio.
En hoteles y restaurantes, la propina obligatoria del 10 % establecida por ley suele acompañarse de una propina adicional voluntaria que deja el cliente. Curiosamente, esta práctica es defendida más por los empleadores que por los propios trabajadores, pues en muchos casos ese dinero complementa o sustituye los bajos salarios que paga la empresa, reduciendo así su responsabilidad de ofrecer una remuneración justa.
Si analizamos el fenómeno más a fondo, vemos que gran parte del peso del llamado “crecimiento económico” recae sobre los consumidores. Somos nosotros quienes, a través de la propina, sostenemos a una gran cantidad de trabajadores con escasas o nulas oportunidades de empleo formal. Este gasto constante incrementa el costo de vida, especialmente en los servicios, los alimentos y los productos del hogar, reduciendo nuestros ingresos reales y perpetuando un modelo de trabajo precario e informal.
En conclusión, los consumidores y usuarios de servicios somos también víctimas de la inequidad en el crecimiento económico. Mantenemos, de manera involuntaria, una alta población ocupada de forma informal y dependiente de la propina, mientras las empresas se desentienden de sus responsabilidades laborales y el Estado no garantiza las condiciones necesarias para un trabajo digno y seguro.
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