Un oso gigante cuelga del techo, rodeado de luces navideñas. Parece que mira a la gente que viene y va, gente que compra como desesperada en una plaza comercial de Santo Domingo. Hace calor. Aquí no se siente “la brisita”. Vuelvo a mirar al oso atrapado en esta locura tropical decorada con falsa nieve y pienso: “¿Me acaba de llegar la menopausia o de verdad hace tanto calor en pleno diciembre?”. Me pierdo en ese pensamiento por un momento. Segundos después, noto que una veinteañera se abanica y confirmo que, en efecto, hace calor y hay muchos osos. Hay osos gigantes, pero no abanicos, ventilación natural o aires acondicionados suficientes.
Me enojo con los osos feos, como si ellos fueran responsables del calor, y mi mente entra en modo “piloto automático”. Como todos, atareada en ganarme la vida, pagar a tiempo los servicios y afrontar los pequeños inconvenientes cotidianos, veo las noticias y hago las tareas que se supone que hay que hacer. Sobrevivimos.
Pero, de vez en cuando, todas las preocupaciones personales y sociales llegan, entremezcladas, a la mente. Antes de entrar a la plaza, vi a los limpiavidrios de la avenida Mella tratando de ganar algunas monedas: jóvenes que nos recuerdan la pobreza de esta ciudad. Creo que algunos duermen en la calle.
Mientras almorzaba, me taladró la cabeza el recuerdo de un video de jóvenes menores de 25 años promoviendo abiertamente el odio racial contra los haitianos, en medio de este sentimiento colectivo de dolor por la muerte de Stephora Joseph, la niña que, según las declaraciones de su familia, sufría acoso por ser negra y haitiana, y que, como sabemos, falleció ahogada en circunstancias que aún resultan confusas. ¿Tuvieron sus acosadores, niños o adolescentes, algo que ver con su muerte? Solo la duda espanta. ¿Hasta dónde hemos llegado en este país donde todo el mundo tiene al menos un tío en Nueva York?
¿Dónde podríamos escondernos del horror, no verlo, escapar, o, mejor, cómo estar a la altura de los tiempos que nos tocaron y enfrentar la discriminación y el odio? No hay respuestas fáciles. El auge de la ultraderecha y sus ideas en el país y a nivel internacional da miedo, asusta. Mientras más se conoce la magnitud del odio que se expresa en Estados Unidos hacia los migrantes, los negros, los latinos, los caribeños, los africanos, más asustados estamos. Vemos noticias de Europa y de otras partes del mundo y podemos tener la sensación de que no hay a donde ir.
A veces dan ganas de alienarse, de sumarse a la multitud y comprar, endeudarse, gastar el dinero extra que suele dejar diciembre de forma alegre e irresponsable, sin pensar en las deudas, en enero, en la inestabilidad laboral, en el cambio climático, en el odio que parece expandirse o en las aspiraciones personales y sociales estancadas, en parte por esta crisis de época que ya se extiende demasiado.
Luego pienso que quizás ellos, como yo, ven los feos osos gigantes en el techo, se preguntan por qué es parte de la decoración navideña con este calor y viven sus propias angustias, sus propios miedos sobre sus vidas y su futuro. Todos somos muy parecidos, a lo mejor solo nos alienamos de forma distinta. Con seguridad, muchos también piensan en los temas sociales que les afectan, como la inseguridad, las dificultades de la salud pública o el desempleo.
¿Cuáles de estos jóvenes que entran a las tiendas culpan a otros, más pobres que ellos, como los migrantes, de sus sueños frustrados, y difunden el odio? ¿Cuáles creen en la organización colectiva o al menos comprenden que el individualismo que promueven otros jóvenes en redes sociales, influenciados por ideas de ultraderecha, no es la solución, que el trabajo duro, sin condiciones sociales adecuadas, no les permitirá comprar una casa, que la haitiana embarazada no es responsable de que no le dieran una cita a tiempo en el hospital?
Para comprender mejor este ambiente de miedo, individualismo y expansión del odio pensé en leer algún autor que examine en profundidad el contexto actual desde la política, la sociología o la economía. A veces necesitamos al menos hipótesis para poner orden en nuestra mente y no caer en la desesperanza o unirnos al fanatismo colectivo.
Pero terminé comprando “El espíritu de la esperanza”, del filósofo Byung-Chul Han. ¿Por qué? Pues no tengo una explicación racional. Me conmovió que el título contiene la palabra esperanza. La decisión parece pueril, quizás lo es. ¿Pero entienden que, como todos, a veces estoy tan harta que me enojo con un oso de peluche gigante? Lo comparto porque veo a mi alrededor mucha gente agobiada, saber que otros se sienten igual de vez en cuando les puede ayudar.
El libro contiene algunas reflexiones que podrían servir para, al menos, tolerar este ambiente y ver señales de esperanza.
En diálogo con la obra de Martin Heidegger, este autor reflexiona: “La esperanza descarga o alivia la existencia. Nos infunde unas ganas y un afán que nos elevan por encima del 'haber sido arrojados' y nos exoneran de la 'culpa'”. Y agrega: “La esperanza nos sensibiliza para posibilidades a las que no hemos sido arrojados, sino en las que entramos soñando”.
La verdad es que las ideas aceptadas como sentido común han cambiado mucho en cada época y lugar. Esta vez no será la excepción. No demos a este país ni al mundo por perdidos, tampoco por ganados. Todo puede cambiar en diversas direcciones. Podemos empujar hacia el lado que nos parezca más justo. Una forma de empezar es no sucumbir al miedo ni aceptar el discurso dominante.
Byung-Chul Han alerta sobre los peligros de dejarse arrastrar por el miedo, el egoísmo y la absoluta desconfianza hacia los demás: “La democracia es incompatible con el miedo. Solo prospera en una atmósfera de reconciliación y diálogo. Quien absolutiza su opinión y no escucha a los demás ha dejado de ser un ciudadano”, afirma el autor en el preludio del libro.
Y más adelante sostiene que: “Los discursos de odio y los linchamientos digitales, que claramente atizan el odio, impiden que las opiniones puedan expresarse libremente. Hoy nos da miedo hasta pensar. Se diría que hemos perdido el valor de pensar. Y, sin embargo, es el pensamiento, cuando se hace empático, el que nos abre puertas de lo realmente distinto”.
Pero la frase que más me marcó se refiere a la necesidad de salir de nosotros mismos e ir al encuentro de las otras. “Quien no sea capaz de dejar de pensar únicamente en sí mismo no podrá amar ni tener esperanza”, afirma el filósofo.
Como ven, el libro me ayudó, aunque sin darme, del todo, la perspectiva que buscaba. Todavía hay asuntos que debo mirar desde la política, la economía, la sociología o la historia. Sin embargo, después de leerlo, volví a ver los osos gigantes sin tanto enojo, igual creo que son feos y parecen fuera de lugar para una navidad tropical, pero, a los niños les gustan. De la menopausia ya nos ocuparemos cuando llegue, como el proceso natural que es. No cedamos al miedo o a la amargura ni en nuestra vida personal ni en nuestras interacciones sociales.
Es difícil, lo sé. Cierto temor es inevitable. Muchos tenemos miedo, tenemos rabia y estamos desconcertados con tantos discursos y acciones de odio. Las dificultades de la vida personal parecen magnificarse en este ambiente. Como bien han dicho las feministas por décadas, lo personal también es político. Pero, tenemos la ternura, la familia, la poesía, las amigas, los amigos y a jóvenes activistas en las redes y en las calles que no se dejan arrastrar por el odio, y hablan de ambientalismo, antirracismo, feminismos, desigualdad, relaciones basadas en el cuidado mutuo, y del amor. Ver algunos de sus videos en TikTok me conmovió.
Y entonces releí algunos poemas de Audre Lorde, y me quedé en la cabeza con unos versos de Memoria I:
Si vienes, me quedaré callada y
no te diré palabras agresivas;
no te preguntaré porqué, ahora,
ni cómo, ni lo que sabías.
Sí, nos sentaremos aquí en silencio
a la sombra de distintos años
y la rica tierra entre nosotras
se beberá nuestro llanto.
***
Canoa Púrpura es la Columna de Libertarias, espacio sobre mujeres, derechos, feminismos y Nuevas Masculinidades que se transmite en La República Radio, por La Nota.
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