Cuando la memoria duele
Hoy no escribo sobre arte como tenía planeado. Hoy escribo desde la urgencia de la memoria colectiva.
Porque hay días en que el dolor de un país, sus ausencias, sus heridas abiertas, se imponen sobre cualquier intento de análisis estético. Hoy la palabra no busca la belleza, sino la verdad. Hoy, más que crítica, esto es testimonio: un recordatorio de que la memoria no es pasado, sino presente en resistencia. Porque escribir también es negarse a olvidar.
El colapso de la discoteca Jet Set no fue solo el derrumbe de un techo: fue la caída brutal de la confianza, de la memoria, de la esperanza. Otra herida abierta en un país que convierte sus tragedias en rutina.
A veces el dolor no cabe en un titular.
A veces la indignación no se puede decir en voz baja.
Y a veces —como ahora— la palabra no es un lujo: es una obligación.
El desastre no fue fortuito, fue del sistema.
Allí, entre luces, trompetas y aplausos, se apagaron vidas.
Vidas que merecían seguridad.
Vidas que merecían vivir.
Esa noche cantaba Rubby Pérez —voz del pueblo, ícono del merengue—, y sobre él también cayó el peso insoportable de un país que repite sus errores como si fueran parte del guion. Como si el desastre tuviera coreografía.
No fue solo un accidente.
Fue una consecuencia.
Consecuencia de advertencias ignoradas, de permisos dudosos, de reformas inconclusas.
Consecuencia de instituciones que aplican los reglamentos cuando conviene, y que miran hacia otro lado cuando se trata de proteger vidas.
Nos estamos acostumbrando a morir.
Y en esa costumbre, se nos va apagando el alma.
¿Cómo llegamos hasta aquí?
¿Cómo se normaliza el dolor?
¿Cómo es posible que el humo de hoy tenga el mismo olor a desolación que aquel que salió del vientre de Polyplas en 2018, donde ocho cuerpos quedaron sin vida, más de cien quedaron marcados y decenas de edificios se estremecieron como si tuvieran memoria? ¿Cómo es posible que las lágrimas se parezcan tanto a las 38 víctimas de la explosión de Vidal Plást en San Cristóbal, a las de Tamboril, a las de tantos nombres que ya no caben en esta memoria nuestra, saturada de luto y negligencia? Cuando una estructura cede, no solo cae el concreto.
Se desploma también la cultura de la negligencia que lo sostenía.
Y lo sabíamos.
Lo vemos a diario: estructuras frágiles, permisos firmados sin inspección, autoridades que aparecen solo para la foto.
Y, sin embargo, lo aceptamos.
Porque aquí, lo insólito es que algo funcione como debe.
Este juicio no es solo técnico ni legal: es moral.
Y no apunta a uno. Nos incluye a todos.
Que el arte no calle
Hoy inicia a la Semana Santa.
¿Alguien ha revisado nuestras autopistas, nuestros balnearios, los espacios públicos, los puentes corroídos por el tiempo?
¿O esperaremos otra tragedia para actuar como si fuera la primera?
Escribo con rabia.
Con tristeza.
Pero también con la certeza de que el arte no debe callar.
Porque mientras más muertos se acumulan, más urgente se vuelve alzar la palabra.
Más necesario se vuelve incomodar.
Rubby Pérez cantó hasta el final.
Su voz —alta, inmensa, generosa— fue consuelo en medio del horror.
Pero no puede quedar sepultada entre los escombros del olvido, como tantas otras voces que se han perdido en este país que entierra rápido y recuerda poco.
No necesitamos más homenajes póstumos.
Necesitamos actos de conciencia viva.
Propongo que donde estuvo el edificio Jet Set no se reconstruya para seguir bailando como si nada.
Propongo que se convierta en un memorial.
Un espacio que recuerde que allí murieron dominicanos por culpa de una cadena de negligencias.
Porque alguien no hizo su trabajo.
Porque muchos callaron.
Porque se privilegió el negocio sobre la vida.
Un memorial no devuelve a los que se fueron.
Pero impide que los olvidemos.
Y tal vez sirva para que las instituciones —alguna vez— comiencen a hacer lo que les corresponde.
Porque el olvido, en este país, ya se parece demasiado a una forma de justicia.
Escribo porque no puedo callar.
Porque el arte también llora.
Porque cada vida perdida por descuido es una derrota colectiva.
Y porque Rubby Pérez —como tantos otros— merece más que flores marchitas y titulares que serán reemplazados por el próximo escándalo.
Hoy la palabra duele.
Y debe doler.
Porque nos estamos acostumbrando a morir.
Y eso, también, es una tragedia.
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