La crisis educativa no se entiende sin analizar sus raíces históricas y la existencia de dos sistemas paralelos: uno para los ricos, que garantiza el éxito, y otro para la mayoría, que perpetúa la exclusión.
Para entender por qué una inversión de miles de millones no ha logrado sacar a la educación dominicana del foso, no basta con mirar las cifras. Hay que mirar su estructura, su historia. El desolador panorama que describimos en nuestra primera entrega no es un fenómeno reciente; es la culminación de un largo legado de abandono y, sobre todo, de reformas fallidas.
Desde el ambicioso Plan Decenal de los años 90 hasta el Pacto Nacional para la Reforma Educativa de 2013, la historia se repite. Se lanzan grandes iniciativas con bombos y platillos, se celebran diálogos nacionales, pero la implementación se ahoga en la falta de continuidad y voluntad política. Este ciclo de fracasos se alimenta de un guion perverso que garantiza la parálisis: la "política del juego de la culpa".
Ver primera parte: Una mediocridad diseñada (I)
Funciona así: cada nuevo gobierno hereda una crisis profunda y, en lugar de asumir la responsabilidad de una transformación real, culpa a sus predecesores por el desastre. Este discurso justifica la inacción en los frentes más difíciles —como desmantelar las redes clientelares— y permite vender cualquier mejora marginal como un logro monumental. El problema estructural queda intacto, listo para que el siguiente gobierno repita el mismo libreto. Es una obra teatral que proyecta acción constante mientras asegura que nada cambie de verdad.
Pero la raíz más profunda del fracaso no es este ciclo político. Es una verdad mucho más dura, una que opera a plena vista, pero de la que rara vez se habla. La característica que define al sistema educativo dominicano no es la desigualdad dentro de un sistema, sino la existencia de dos sistemas paralelos y herméticos. Un verdadero apartheid educativo.
Una fábula de dos sistemas
Imaginen dos países dentro de uno. En el primero, vive una pequeña élite económica y política. En el segundo, vive la inmensa mayoría de la población. Cada país tiene su propio sistema educativo, y el muro que los separa es el dinero.
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El sistema privado de élite: Es un archipiélago de colegios bilingües, con bachillerato internacional y recursos de primer mundo. Reservado para una fracción minúscula de la población, sus costos son prohibitivos no solo para los pobres, sino para casi toda la clase media. Hablamos de matrículas y cuotas anuales que pueden superar el millón de pesos (más de 25,000 dólares), sin contar bonos de admisión, libros y uniformes. A cambio, estos centros ofrecen una vía de escape. Garantizan una educación que prepara para las mejores universidades extranjeras y para ocupar las futuras posiciones de liderazgo en el país.
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El sistema público: Es el vasto océano donde navega la mayoría. A pesar del 4% del presupuesto, sigue anclado por la sobrepoblación de aulas y un tiempo de instrucción reducido. Atiende a los hijos de las familias de menores ingresos, a los hijos de quienes trabajan en la "chiripa". Sus resultados, como vimos, son catastróficos.
Esta estructura dual es la clave de todo. Al permitir que las élites resuelvan el problema educativo de sus hijos a través del mercado, el sistema los aísla por completo de la crisis del sector público. Los actores más poderosos e influyentes del país —los que toman las decisiones, los que podrían exigir un cambio radical— no tienen un interés personal y directo en que la escuela pública mejore. Sus hijos no la usan. Su problema está resuelto.
Esta segregación es tan profunda que se ha convertido en un pilar de la estabilidad social, un acuerdo no escrito. El sistema público queda así relegado a una función de contención, proveyendo credenciales de bajo valor para las masas y alimentando con mano de obra barata la economía informal que define la supervivencia de tantos. Mientras tanto, el sistema privado se encarga de la reproducción de la élite, asegurando que el poder y la influencia se transmitan de una generación a otra. La mediocridad del sistema público se vuelve, entonces, no solo tolerable, sino necesaria para quienes gobiernan, porque no la sufren y, en cierto modo, se benefician de ella. Es un diseño perfecto para la inacción.
El abismo en cifras
La distancia entre estos dos mundos no es una metáfora. Es un abismo medible. Comparemos los datos:
Indicador | Escuela Pública (Promedio) | Escuela Privada de Élite |
Costo Anual | Inversión estatal: ~RD$152,000 | Cuotas familiares: RD$ 260,000 a más de RD$ 1,700,000 |
Recursos | Aulas sobrepobladas, a menudo deficientes | Instalaciones modernas, tecnología, atención personalizada |
Enfoque | Currículo nacional con enfoque en memorización | Bilingüe, bachillerato internacional, pensamiento crítico |
Destino | Mercado laboral de baja cualificación, economía informal | Universidades de élite en EE.UU. y Europa, liderazgo |
Estos no son solo números en una tabla; son el reflejo de dos realidades irreconciliables. Un ratio de casi 25 a 30 estudiantes por docente en el sector público significa aulas donde es imposible la atención personalizada, donde los niños con dificultades de aprendizaje se vuelven invisibles. Del otro lado, en la burbuja de la élite, las clases reducidas permiten un seguimiento individualizado que garantiza el éxito. La diferencia en el costo no es un simple gasto; es la compra de un futuro. Para muchas familias de la élite, el costo de un solo año escolar de uno de sus hijos supera el ingreso anual promedio de una familia dominicana. Es, en la práctica, la compra de un pasaporte para salir de la realidad del país sin tener que abandonar el territorio.
La violación de un derecho fundamental
Esta realidad no es solo una falla de política pública. Es una violación sistemática y masiva de los derechos humanos.
La Constitución de la República Dominicana es cristalina en su Artículo 63: "Toda persona tiene derecho a una educación integral, de calidad, permanente, en igualdad de condiciones y oportunidades". Los pactos internacionales que el país ha firmado, como los de la UNESCO y la ONU, refuerzan esta obligación, advirtiendo que las disparidades que resultan en calidades de educación distintas para diferentes grupos constituyen una discriminación.
Cuando la calidad de la educación que recibe un niño está determinada por la chequera de sus padres, el derecho se desvanece y se convierte en un bien de consumo. El Estado, al presidir conscientemente sobre este sistema de apartheid, está fallando en su obligación más básica. No está garantizando un derecho; está administrando un mercado.
La baja calidad de la educación pública no es, por tanto, una simple deficiencia. Es el mecanismo a través del cual se materializa esta violación de derechos a escala nacional, condenando a millones de niños a un futuro limitado antes de que siquiera tengan la oportunidad de empezar. El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU ha sido enfático: las "agudas disparidades" en el gasto que resultan en calidades educativas distintas "pueden constituir una discriminación". Lo que ocurre en República Dominicana no es una simple "disparidad"; es la arquitectura de la discriminación, una política de Estado de facto que sacrifica el potencial de una nación en el altar de los privilegios de unos pocos.
Ver primera parte: Una mediocridad diseñada (I)
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