Tengo la impresión de que cuando Ramón Gener escribió este libro (obra impresionantemente profunda y emotiva acerca de la enfermedad y muerte de su padre) él también conocía a la bella persona a la cuál hoy recuerdo y ruego por su descanso eterno: Amelia Bermúdez. Me imagino que el autor, con su intuición de artista, se imaginaba que algún día alguien tomaría prestadas algunas de sus palabras, para darle Gracias a Dios, por habernos regalado la presencia de Amelia en nuestras vidas y el privilegio de haber disfrutado de su amistad. El primer capítulo de la obra de Gener se titula: “Morir Dos Veces”.
Mis primeros recuerdos de Amelia se remontan a los días en que en Santiago muchos de nosotros caminábamos a la Escuela. Yo subía hacia el Instituto Iberia y no era inusual tener la suerte de verla salir de su casa (en la Calle Beller) a montarse en el carro (a ella “la llevaban” a la Escuela). Son escenas cinematográficas en cámara lenta y en blanco y negro que se quedan en tu mente por siempre. Al final de la escena ella gira su cabeza, y un “close up” de su rostro y de sus ojos llena la pantalla. Se detiene la imagen y cambia de blanco y negro a color y se preguntaba uno ¿de qué colores serán aquellas fuentes de luz? Ellos iluminaban una sonrisa hermosa, cálida y sensual. Emitían sus luceros colores indefinidos entre ámbar, amarillo, verde y azul.
Como todas las familias del Santiago de aquellos días, las nuestras se conocían, pero mi vida y la de Amelia no tenían puntos comunes ni de intersección. Muchos años después sabría que mi hoy esposa y una hermana menor de Amelia habían sido compañeras de estudios.
Más adelante, ya varios años tras el fatídico día de Abril del 1992, cuando Amelia murió por primera vez, ella me dio entrada a su vida recibiéndome en su casa llena de “música, memorias y vida”. Amelia descubrió un día que muchas de sus amistades íntimas, que por siempre la acompañaron, eran también amigos míos. Fue entonces que con la espontaneidad que la caracterizaba les dijo: “Yo tengo que conocer a Tony…”. Y así me encontré como invitado a una exquisita fiesta en su casa junto a todos aquellos seres queridos que constituyen nuestra órbita común. Amelia no era solo la gran anfitriona, era ella el centro o eje alrededor del cual la música sonaba, las conversaciones nos unían, las bebidas y la comida se servían y a la cual le agradecíamos (sobre todo yo) el honor y placer de compartir con ella y con tan selecto grupo de amistades esa tarde/noche inolvidable. Ella me encontró como la buena excusa para reunir a nuestros amigos en común y así celebrar la vida.
Sería imposible para mi describir mis impresiones de aquella noche y mi “reencuentro” con Amelia, sin hablar de su “mano derecha”: Momón. Toda acción que en la mente de Amelia requería ser ejecutada, parecía ya haber sido hecha por Momón. Se desplazaba él de forma increíblemente discreta, silente, efectiva, elegante y con una actitud de gran respeto y admiración para Dña. Amelia, a la cuál él al igual que todos nosotros, creíamos era imposible no adorar. Al mismo tiempo intentábamos todos de formas diferentes de intentar algo muy difícil: reparar su corazón roto y adolorido. Momón, al igual que nosotros representaba notas sostenidas en una melodía policromática esperanzada en que algún día saliera el sol en las mañanas de Amelia.
Las personas que como Amelia sobreviven su primer fallecimiento, son luceros de luz eterna y capaces de eventualmente dar paso a los días y hacer de la vida una nueva historia, un capítulo renovado, una continuación de lo trazado como perenne. Y en verdad, llegaron días soleados y de apoyo continuo con amor y admiración. Solo se vence la muerte con la convicción de que Dios nos da la vida como la oportunidad de manifestar el bien y expresar con nuestras acciones el amor. Y así fue en su caso. Sobrepasó su primera muerte, pero por siempre un pedazo de su corazón quedó en la cordillera.
En varios de mis viajes a Santiago tuve la oportunidad de compartir con ella en su nueva vida. Siempre hermosa y sonriente, siempre luz brillante en las fiestas, siempre inigualable. Ahora la veía fumando cigarros. Si antes lo hacía, nunca lo había notado y no lo recuerdo. El humo a su alrededor le daba un aura de paz y serenidad. Así fue como la vi en nuestro último encuentro en una fiesta de Navidad en el 2022. Las tres Moiras (personajes de la mitología griega con las cuáles Gener nos familiariza en su obra) ya la acompañaban y Láquesis tenía el hilo ya medido.
Ramón Gener no es tan solo un escritor y conferencista genial, es también un músico de escuela, pianista clásico y barítono profesional. En el libro en el cual nos hemos en parte apoyado para recordar a Amelia, él habla en varias ocasiones del “Bolero” de Ravel. Nos explica la composición de la pieza. Dos temas que se repiten nueve veces y con su ingeniosa y dinámica prosa él nos dice también que “solo hay una cosa que cambia en el Bolero de Ravel: su intensidad. El inmenso y larguísimo crescendo que recorre toda la obra desde el pianíssimo inicial hasta el fortíssimo final”. Amelia (rebelde e indómita) era una aficionada del Jazz. Estoy seguro de que la versión del Bolero de Ravel de Jacques Loussier y su trio hubiera sido de gran placer para ella. El reconocido pianista francés respeta la composición clásica de la obra y juega él con el tempo pero siempre marcando el norte con el crescendo tan famoso de esta pieza. En el trecho final, realza Loussier el redoblante convirtiendo el bolero en una cuasi marcha militar en la que caminamos hacia un clímax después del cuál todo es nuevo y no existe el dolor. Y así cortó Átropos (la tercera de las Moiras) el hilo de Amelia por segunda vez.
Como toda estrella en el firmamento, Amelia siempre brilló y fue poseedora de una elegante hermosura. Nunca veremos a una estrella en el cielo, si su luz no está radiante y perfecta. Amelia no fue una estrella fugaz, su luz brillará por siempre iluminando a sus seres queridos que dejó detrás y a las tantas personas afortunadas que tuvimos la dicha de cruzar nuestros caminos con el de ella.
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