En el contexto de la tradicional división entre razón y emoción, se ha tendido a considerar este proceso como una separación rígida que desvincula la sensibilidad afectiva del pensamiento racional. Sin embargo, esta distinción es insuficiente, ya que no se puede considerar que las emociones y la razón sean el resultado de una ruptura o una oposición irreconciliable. Más bien, debemos establecer una definición que nos permita comprender cómo ambas dimensiones se complementan y se influyen mutuamente en la construcción del conocimiento.

Como señala María Caballero (2017), el funcionamiento cerebral no se basa en compartimentos aislados, sino en una compleja red de interconexiones en la que distintas áreas —visuales, auditivas o cinestésicas— cooperan de manera coordinada. Por tanto, el aprendizaje no depende exclusivamente de una única modalidad sensorial, sino de la integración simultánea de diversas formas de procesamiento.

Por tanto, apoyarse únicamente en el canal sensorial dominante no garantiza un aprendizaje más efectivo, ya que el proceso cognitivo se enriquece cuando se estimulan diferentes vías sensoriales y emocionales de forma complementaria. En consecuencia, pensar y sentir no deben concebirse como actos separados, sino como partes inseparables de un mismo proceso de comprensión humana.

En su investigación sobre las culturas indoeuropea y mesopotámica, Enrique Dussel (2012) establece una clara distinción entre las formas ético-místicas que caracterizan a ambas civilizaciones. Según el autor, esta diferencia influye directamente en la manera en que cada cultura comprende la vida y el papel del sujeto consciente dentro de ella. Dussel traslada este planteamiento al terreno de la visión antropológica y sostiene que la concepción que una sociedad tiene del ser humano define su orientación moral. En sus propias palabras: «Es evidente que el mundo ético se funda en una antropología. Los supuestos: «La estructura antropológica determina la moral» (Dussel, 2012, p. 189). Esto significa que la moral no surge de normas abstractas ni de principios universales desvinculados del sujeto, sino de la forma en que cada pueblo entiende la existencia humana y su relación con el mundo. Tal y como se ha planteado anteriormente, no puede existir una separación entre la razón y la emoción, del mismo modo que no puede haber una ética sin una comprensión integral del ser humano: ambas dimensiones están interconectadas en una visión que reconoce la unidad entre lo racional, lo afectivo y lo cultural.

La razón y la emoción no son fuerzas opuestas, sino dimensiones complementarias del conocimiento humano

La disociación entre emociones y razón se origina en un dualismo radical que, según Enrique Dussel, proviene de la cosmovisión indoeuropea. En este contexto, Platón desempeña un papel fundamental, aunque no puede considerarse el único responsable, ya que su pensamiento está precedido por tradiciones anteriores, como el orfismo, el pitagorismo y ciertos planteamientos presocráticos. No obstante, en su obra esta división alcanza una formulación más sistemática, ya que no solo separa el alma del cuerpo, sino que también la estructura en tres partes diferenciadas.

La primera, la racional (logistikon), se localiza en la cabeza y representa el ámbito del intelecto y la búsqueda de la verdad. La segunda, la irascible o anímica (thymoeides), situada en el pecho, se relaciona con emociones nobles como el valor, la ira o la ambición, y funciona como aliada de la razón. La tercera es la apetitiva o concupiscible (epithymetikon), ubicada bajo el diafragma, que se asocia con los deseos y necesidades corporales, como el hambre o la sed. Así, la antropología platónica establece una jerarquía interna en la que la razón domina sobre las pasiones y el cuerpo, instaurando una visión dualista que marcará profundamente la tradición filosófica occidental.

Esta visión dualista del ser humano se convirtió en el modelo dominante del pensamiento occidental desde san Agustín de Hipona hasta René Descartes y, en gran medida, hasta nuestros días. Desde esta perspectiva, el ser humano se interpreta a partir de una escisión entre cuerpo y alma, razón y emoción. Esta separación no solo define su estructura ontológica, sino también su valoración moral: el cuerpo se asocia con lo pasional, lo mutable y lo corruptible, mientras que el alma representa la pureza, la verdad y la eternidad.

Así, las emociones, al considerarse propias del cuerpo, se ven como una forma degradada de humanidad, vinculada al error y al mal. Plotino, retomando esta tradición, llega a afirmar que el cuerpo es «el ataúd del alma», es decir, una prisión material que limita y contamina lo espiritual.

Sin embargo, en Platón ya se percibe una tensión interna en esta concepción. Aunque distingue entre el alma y el cuerpo, reconoce que las emociones forman parte del alma misma, particularmente de su dimensión irascible, lo que introduce una cierta paradoja. Si las emociones pertenecen al alma, entonces no pueden ser completamente impuras sin afectar a la naturaleza misma de lo espiritual. Platón concibe al ser humano esencialmente como alma, en la que se encuentran sus virtudes, valores y disposiciones morales. No obstante, será Plotino quien lleve esta dicotomía al extremo al proponer una división tajante: el alma es totalmente eterna e incorruptible, mientras que el cuerpo se convierte en el principio del mal y de toda imperfección. Esta concepción ha marcado profundamente la tradición occidental, configurando una comprensión fragmentada del ser humano que aún perdura en la modernidad. (Dussel, 2012)

Toda esta tradición dualista tendrá profundas repercusiones en la forma en que la modernidad interpreta al ser humano. A partir de la herencia grecolatina, el pensamiento occidental construyó una noción jerárquica del alma y de la razón que también se proyectó sobre las diferencias culturales. Así, durante la colonización, muchos pueblos originarios fueron considerados por los invasores como seres «sin alma» o carentes de racionalidad, lo que justificaba su sometimiento y deshumanización. Según Enrique Dussel (2012), esta visión se basa en la concepción aristotélica del alma y de la vida política. Para Aristóteles, el alma no era una sustancia universal presente en todos los seres humanos, sino una forma que se manifestaba en la organización racional de la polis. En otras palabras, el ser humano es aquel que participa en una comunidad política ordenada, regida por la razón y la deliberación.

En su Ética Nicomaquea, contemporánea al tratado Del alma, Aristóteles sostiene que la racionalidad se expresa en la capacidad de vivir conforme a un orden político que refleje la virtud (Dussel, 2012, p. 143). Del mismo modo, en el capítulo VI. Dussel analiza cómo esta noción aristotélica se transforma en la base filosófica de una antropología excluyente: los pueblos que no poseen estructuras políticas similares a la polis griega son interpretados como carentes de razón y, por tanto, de alma plena. Este paradigma ético-político legitima la subordinación cultural y racial que se consolidará en la modernidad europea, donde la «racionalidad occidental» se erige como criterio universal de humanidad. En consecuencia, la filosofía del alma y de la razón, que en principio pretendía explicar la naturaleza humana, terminó sirviendo como instrumento ideológico para justificar la conquista y la exclusión del otro.

La separación entre emoción y razón que Occidente ha heredado es, en palabras de Dussel, una patraña filosófica bien orquestada. Durante siglos se asumió que las emociones eran fuerzas irracionales ajenas al pensamiento lógico y que la razón debía mantenerse pura, libre de toda pasión. Sin embargo, la neurociencia contemporánea ha desmontado esta falsa dicotomía. Los avances en el estudio del cerebro demuestran que los procesos emocionales y racionales están intrínsecamente interconectados; el ser humano no es una dualidad enfrentada, sino una unidad viviente, como entendían los pueblos semitas. La separación entre cuerpo, alma y emoción carece de fundamento biológico y filosófico, ya que la unidad del ser resulta más coherente y útil para comprender la complejidad humana. Pensar y sentir son expresiones complementarias de una misma realidad vital.

Desde esta perspectiva, la neurociencia describe una constante colaboración entre el sistema límbico (asociado a las emociones) y la corteza prefrontal (vinculada al razonamiento). Ambos sistemas forman un circuito neuronal interdependiente: las emociones influyen en la atención y en la toma de decisiones, mientras que la razón regula y da forma a las respuestas emocionales. No existen centros de «razón pura» o «emoción pura», sino una red de interacción continua. Las emociones actúan como motores de la razón, ya que orientan la motivación y el interés; esto explica por qué aprendemos con mayor eficacia aquello que nos conmueve o entusiasma. Por su parte, la corteza prefrontal modula las respuestas emocionales, lo que permite un control consciente y una interpretación más elaborada de los sentimientos, según confirman las investigaciones del Instituto Nacional de Salud (NIH, por sus siglas en inglés).

Esta interdependencia entre emoción y razón tiene un profundo impacto en el comportamiento humano, la salud mental y la educación. La toma de decisiones, por ejemplo, depende del equilibrio entre ambas: la razón utiliza la información emocional para evaluar riesgos y recompensas, y así guiar nuestras acciones hacia objetivos más beneficiosos. Cuando este equilibrio se rompe, por ejemplo, debido al estrés crónico o a emociones negativas prolongadas, se producen alteraciones cognitivas y afectivas que pueden afectar a la salud mental. Neurotransmisores como la dopamina, asociada a la recompensa, y la serotonina, que regula el bienestar, desempeñan un papel esencial en este proceso. Por este motivo, la educación contemporánea ha comenzado a reconocer la necesidad de incluir el aprendizaje emocional como parte fundamental del desarrollo humano, integrando la gestión de las emociones con la formación racional. En definitiva, para pensar bien hay que sentir bien: la inteligencia no solo está en la cabeza, sino en la armonía entre mente, cuerpo y emoción.

Conclusión

La integración de la razón y la emoción como fundamento de una nueva comprensión del ser humano.

En definitiva, la distinción entre razón y emoción, heredada de la tradición filosófica occidental, no se corresponde con la realidad de la experiencia humana, sino que es una construcción histórica que sirvió para establecer una jerarquía entre el pensamiento y el cuerpo, la pureza espiritual y lo sensible. Desde Platón hasta Descartes, esta separación configuró una visión fragmentada del ser humano que no solo legitimó la subordinación de las emociones a la razón, sino también la exclusión de pueblos y culturas considerados «irracionales» o «sin alma». Tal y como muestra Enrique Dussel, esta herencia filosófica ha moldeado la antropología y la moral occidentales, y ha justificado formas de dominio y deshumanización que aún perduran en la actualidad. El dualismo, en última instancia, ha sido más un instrumento de poder que una comprensión fiel de la naturaleza humana.

No obstante, los avances de la neurociencia contemporánea y las corrientes filosóficas integradoras han demostrado que la razón y la emoción no son polos opuestos, sino funciones complementarias que conforman la unidad del ser. El cerebro humano funciona como un sistema interdependiente en el que la emoción guía a la razón y esta regula la emoción. Esta nueva comprensión tiene profundas implicaciones éticas y educativas, ya que nos invita a superar los modelos que privilegian lo racional y a reconocer el valor cognitivo y moral de las emociones. Aprender a pensar también implica aprender a sentir, ya que solo la integración de ambas dimensiones permite construir una humanidad más equilibrada, empática y consciente de su propia complejidad.

Referencias

Caballero, M. (2017, Septiembre 21). Neuroeducación de profesores y para profesoresNeuroeducación de profesores y para profesores. PEDAGOGÍA Y DIDÁCTICA. Retrieved 10 20, 25, from

Dussel, E. (2012). Humanismo helénico y semita. Edición declarada de interés cultural. Retrieved 10 20, 2025, from Gómez, S., Izquierdo, M., & Díaz, J. (Anfitriones). (2025, 17 de octubre).

El Patrón de la tarde [Programa de radio, entrevista a P. Cruz]. La Bakana 105.9 FM.

Pedro Cruz

Pedro Alexander Cruz, nacido en 1987 en Santiago de los Caballeros. Es un destacado filósofo y escritor. Su trayectoria literaria incluye títulos como La utopía filosófica como faro de la justicia, El hombre y su profunda agonía por el saber y La maravillosa significancia inicial del libro de Lucas. Manual práctico de introducción a la lógica formal. (Epítome): Manual. La filosofía y la construcción del ser: Manuela de filosofía para niños. Política y Ciudadanía. : Intención de transformación. Estas obras reflejan su interés por temas filosóficos, teológicos y sociales, destacándose por su profundidad analítica. Además de su faceta como autor, Cruz es un apasionado de la enseñanza. Actualmente imparte las asignaturas de Filosofía y Pensamiento Social, así como Ciudadanía y Democracia Participativa, en el Colegio La Salle de Santiago. Su enfoque pedagógico busca formar ciudadanos críticos y conscientes de su rol en la sociedad. Su formación académica incluye estudios en Teología en el Seminario Bíblico de la Gracia y actualmente estudia Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), con cursos realizados en la misma Universidad como: Proética. Tutor Virtual. Taller de verano de Filosofía. Neuroética entre otros. Esta sólida base académica le ha permitido combinar su interés por la filosofía con una comprensión profunda de la espiritualidad y la cultura. Actualmente, Cruz sigue residiendo en Santiago de los Caballeros, donde continúa su labor como docente y escritor, contribuyendo al desarrollo del pensamiento crítico en su comunidad.

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