No tengo palabras grandes.
Solo esta voz que se me sale del pecho,
como un temblor que no pide permiso.
Vi tu cuerpo doblarse,
pero no vi derrota.
Vi la sangre —
roja,
espesa,
corriendo sin sentido en el suelo.
Y los gritos —
tan humanos, tan hondos —
como si el país se hubiera rasgado
en medio de la calle.
Gritaban,
como se grita cuando el miedo
vuelve a entrar por la ventana.
Como si la boca fuera tambor,
y la historia golpeara de nuevo.
Ella no lloró como antes.
No con lágrimas.
Lloró con rabia callada,
con los ojos bien abiertos,
viendo su país manchado.
Y yo entendí, sin palabras:
hay heridas que no se explican.
Solo se sienten.
Pero no basta con sentir.
Hay que despertar.
Porque el terror no empieza con gritos,
sino con silencios.
Con gente que mira,
pero no ve.
Con pasos que retroceden
cuando deberían avanzar.
Y no es solo por ti.
Es por mi primo Freddy,
que nunca quiso vivir con miedo.
Por tía Toña,
que aprendió a cantar en medio del fuego.
Por mis vecinos en Chía,
que siguen caminando aunque la noche pese.
Por mi María,
que me enseñó a hacer el bien sin mirar a quién.
Por don Alexander,
que repetía como quien siembra:
“Es mejor poco bien hecho
que mucho mal hecho.”
Por Mantilla,
por mi monito,
que todavía creen que se puede vivir sin agacharse.
Los que odian no saben tocar.
Solo empujan.
Solo quiebran.
Pero no entienden que no hay bala
que mate a un cuerpo
cuando ya es parte del alma de muchos.
Tú no te hiciste mármol.
No te hiciste símbolo.
Seguiste siendo cuerpo —
por eso dolió.
Y eso es lo que queda.
No el disparo,
no el ruido seco,
no el miedo.
Lo que queda es el temblor
que se vuelve voz.
Y la voz,
cuando despierta,
no se vuelve a dormir.0203
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