Ciberpsicobiopolítica

Situar la ciberpsicobiopolítica, es indaga los discursos sobre el poder desde un estudio filosófico crítico e histórico de cómo ciertos conceptos, prácticas, discursos o formas de poder han llegado a ser lo que son, mostrando que no tienen un origen natural o divino, sino que son el resultado de luchas sociales, contingencias y construcciones históricas.

Es comprender que, en el transcurso de la historia del pensamiento filosófico-político, el concepto de poder ha sido objeto de profundas transformaciones, no como una evolución lineal, sino como una serie de desplazamientos que responden a distintas formas de comprender la autoridad, el control y la organización de la vida social.

Desde Platón, en La República (2000), y Aristóteles, en La Política (2000), Hobbes, en el Leviatán (1980) hasta Maquiavelo, en El Príncipe (1979), la noción de poder se ha articulado en relación con la virtud- vicio, el orden-caos y la conservación- degradación del Estado. Posteriormente, Marx (2001) repensó el poder como expresión de la lucha de clases y como instrumento de dominación ideológica, visión que sería desarrollada por Gramsci (2013), sobre el concepto de hegemonía y la dirección político-ideológica que forja la base social para la conquista del poder político y la construcción de un nuevo Estado.

En esta línea se inscriben   Poulantzas, en el Poder político y clases sociales en Estado capitalista (2007), quien profundizó en estas ideas desde una perspectiva filosófica política, concibiendo el poder como una relación material insertada en las instituciones del Estado y el filosofar político de Bobbio, que analizó el poder político desde una óptica jurídica y democrática, enfocándose en la relación entre poder, derecho y razón de Estado y democracia (1997).

El filósofo Russell comprendió El poder (2017) como el concepto central de las ciencias sociales, distinguiendo entre sus manifestaciones como fuerza, influencia o autoridad. No obstante, afirmó que el objetivo último de todos los sujetos que detentan poder debe ser la promoción de la cooperación, no únicamente dentro de un grupo ni en contra de otro. Por su parte, Luhmann (2005), desde la teoría de sistemas, interpretó El poder en el sistema (2022) como dispositivo de comunicación que reduce la complejidad y coordina las expectativas sociales.

Sin embargo, fue Foucault quien, en Estrategia de poder (1999), cristalizó de forma más radical y fecunda la visión filosófico-política del poder, al desplazarlo de los centros institucionales visibles y evidenciar su capilaridad: su capacidad de producir subjetividades y saberes, y su diseminación en las prácticas cotidianas. Para Foucault, el poder no es simplemente algo que se posee o impone, sino un entramado de relaciones móviles; un campo estratégico que atraviesa por completo el cuerpo social. Así, el pensamiento contemporáneo accede a una concepción del poder no como sustancia ni propiedad, sino como una dinámica inmanente de constitución de lo real.

El enfoque foucaultiano se inscribe en la línea de Nietzsche: particularmente en sus Escritos de madurez II (IV, 2016), la voluntad de poder emerge como el impulso fundamental que atraviesa toda forma de existencia; Baudrillard, por su parte, entiende el poder como una fuerza orientada a producir sentido, verdad y control, y De la seducción (1986), define la seducción no como poder, sino como arte de hacer que el poder no funcione.

En estos tiempos cibernéticos y transidos, el poder ya no necesita imponerse: fluye entre datos, emociones y algoritmos, disfrazado de conveniencia y elección personal. Los sujetos cibernéticos participan activamente en su propia regulación, sin ser plenamente conscientes de ello. Este giro ya se vislumbraba en Gilles Deleuze, en su texto Post-scriptum sobre las sociedades de control (1999), donde anticipa las nuevas formas de dominación en las sociedades digitales.

Se hace imprescindible, por tanto, resituar todas estas reflexiones en torno al poder en relación con los discursos contemporáneos, como los de van Dijk (Discurso y poder, 2009) y Castells (Comunicación y poder, 2009); así como las aportaciones de Bauman & Lyon en La vigilancia líquida (2013); de Han, Sobre el poder (2016); de Vélez, en Privacidad es poder. Datos, vigilancia y libertad en la era digital (2023); de Agamben en Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida (2016), así como El fin del poder de Naím (2013), junto con otros textos que, por razones de espacio, no se citan aquí de manera exhaustiva (1).

En un mundo cibernético interconectado y mediado por dispositivos digitales, la ciberpsicobiopolítica emerge como una nueva forma de poder, en la que la subjetividad humana y el control cibernético se entrelazan de manera compleja. En este contexto, la concepción del poder se redefine: deja de basarse en la fuerza o la coacción directa, y se apoya cada vez más en la influencia sutil y omnipresente de sistemas inorgánicos que, aunque carecen de interioridad propia, están diseñados para moldear la subjetividad de las personas.

Los seres inorgánicos, como la IA y los algoritmos predictivos, pueden tener estructuras altamente organizadas y centralizadas, pero carecen de la subjetividad que anima a los seres humanos. Sin embargo, estos sistemas se convierten en dispositivos de poder vitales al utilizar la información, la psicología y la manipulación de la percepción para impactar en la subjetividad de los sujetos.

En el cibermundo, la vida cotidiana transcurre en una danza constante de interacciones mediadas por pantallas. Las plataformas digitales no solo permiten la conexión entre personas, sino que también operan como arquitectas de deseos y decisiones. La subjetividad humana es moldeada constantemente por las posexperiencias en el ciberespacio, seleccionadas y ajustadas por algoritmos que conocen mejor que los propios individuos sus preferencias y tendencias.

Sin embargo, se ha de puntualizar que “La subjetividad es constitutiva del poder. Un ser inorgánico podrá tener una estructura centralizada, pero no desarrolla ninguna estructura de poder porque ninguna subjetividad lo anima, porque no posee ninguna interioridad” (Han,2016, p.93)

Sin una subjetividad que propulse su propio interés, la IA y los sistemas tecnológicos parecen tener una lógica autónoma, pero en realidad son expresiones de las intenciones humanas que los crearon. Los humanos, en su deseo de poder y control, han diseñado estas tecnologías para que actúen en su nombre, creando un entorno donde la libertad de elección se ve empañada por una ilusión de autonomía. Las decisiones, aunque parezcan personales y libres, están profundamente influenciadas y a menudo dictadas por fuerzas externas que buscan capturar y dirigir la atención.

La ciberpsicobiopolítica integra tres dimensiones fundamentales: la cibernética, la psíquica y la biológica. Esta se configura a partir de la interrelación entre el sujeto cibernético, el saber y las nuevas formas de poder basadas en el control virtual. Al atribuir al dispositivo una autonomía que en realidad no posee, ya que está interrelacionado con el sujeto cibernético y con la ciberseguridad, aunque no necesariamente con sus accidentes, se pierde de vista el papel que desempeña dicho dispositivo en los procesos de normalización del poder.

Foucault (1999a) articulaba su teoría de la biopolítica como el poder ejercido sobre los cuerpos y las poblaciones, y Han (2014) describía la psicopolítica como una forma de control autoinducido mediante la autoexplotación subjetiva, la ciberpsicobiopolítica da un paso más allá. Plantea que el poder contemporáneo es digitalmente distribuido y opera en un entorno técnico-mediado, donde la inteligencia artificial y la automatización recursiva transforman radicalmente tanto las formas de gobierno como las dinámicas de subjetivación.

Este nuevo tipo de poder no se impone únicamente desde el exterior ni es asimilado de forma pasiva. Se ejerce a través de una interacción constante entre el sujeto y un cibermundo que moldea sus deseos, emociones y decisiones. El sujeto cibernético no es un simple usuario, sino parte de una red simbiótica de control inteligente

La ciberpsicobiopolítica, como red interactiva, dinámica, de control y ubicuidad, es capaz de gestionar simultáneamente cuerpos y mentes a través de interfaces, sensores biométricos diseñados con inteligencia artificial y tecnologías de vigilancia emocional.

Pensar la filosofía política de la IA no es preguntarse si esta es buena o mala, más bien es interrogar la racionalidad de gobierno que la estructura y despliega. La IA no tiene voluntad ni sentido propio: lo que importa es el régimen que la activa y la naturaliza como tecnología de poder. Así como en otro tiempo se denunció al capital o al Estado soberano, hoy debe señalarse el entramado invisible que articula infraestructura digital, vigilancia algorítmica y administración preventiva del riesgo.

La ciberpsicobiopolítica no es una distopía futura: es el régimen silencioso que ya nos constituye. Resistirlo no será cuestión de apagar una máquina, sino de reapropiarse del derecho a lo no programado, a lo incierto, a lo común. El control ya no opera desde arriba, sino desde adentro; no impone, anticipa; no ordena, sugiere; no reprime, normaliza.

El panóptico clásico ha sido sustituido por una interfaz que induce a la autocorrección, la autovigilancia, la autolocalización. El poder se vuelve íntimo, afectivo y anticipatorio. No actúa desde la violencia, sino desde la personalización eficiente.

En el orden cibernético global, “Los señores del aire” (Echeverría, 2004), que son los dueños de las grandes corporaciones tecnológicas de Occidente (Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft) y Oriente (Baidu, Alibaba, Tencent, Xiaomi), disputan no solo mercados, sino soberanías simbólicas.

La disputa entre Microsoft, a través de su alianza con OpenAI, y Google, con DeepMind, no se limita al plano comercial, sino que también se extiende al ámbito ciberpolítico, en una lucha por el control de las infraestructuras digitales que median la producción de sentido y moldean el pensamiento en el cibermundo.

A principios del siglo XXI, en mi columna Temas Ciberespaciales, escribí sobre 'Lo biométrico como método de control virtual' (Merejo, 2002), donde advertía que, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, la seguridad se había convertido en una prioridad global. Señala que la implementación de sistemas de identificación como los escáneres de iris y el reconocimiento facial emergía como un mecanismo de control virtual, una forma de vigilancia total aceptada como el precio razonable a pagar por sentirse protegido.

En esa época, advertía que este dispositivo biométrico convertía a los ciudadanos en sujetos controlados, restringiendo el ejercicio de sus libertades en una democracia. Estaban atrapados en un sistema que no solo gestionaba sus datos, sino que también analizaba sus comportamientos según las estrategias políticas impuestas por la ciberseguridad del orden político.

Hoy, más de dos décadas después, esas advertencias no solo se han cumplido, han sido superadas con creces. La transformación tecnológica no ha traído mayor libertad, sino formas más sofisticadas de sujeción y una marcada tendencia autoritaria.

En esta línea filosófico-política, urge comprender que avanzamos hacia un cibermundo sombrío y feroz, donde la IA y los dispositivos biométricos ya no son avances técnicos, sino dispositivos que edifican el control virtual cibernético, constituyéndose en piezas clave de lo que es el ciberpoder y su instancia principal, que es el Estado.

Esta forma de poder cibernético se ha afianzado en Estados altamente centralizados y en manos de una élite de cibermillonarios. No son líderes democráticos ni liberales ilustrados, sino una aristocracia tecnocrática de ultraderecha que impone su voluntad mediante estrategias sutiles, con la frialdad de un algoritmo y un dominio cibernético que opera en silencio.

Estos actores no solo buscan controlar nuestros datos, pretenden rediseñar la realidad misma. Desmantelan la narrativa tecnocientífica crítica, aplastan el pensamiento divergente y nos imponen una visión única del mundo: eficiente, calculada, deshumanizada. En ella, el ciudadano ya no es sujeto de derechos, sino un cuerpo escaneado, un rostro analizado, una conducta predecible; reducido a una variable dentro de una ecuación de poder.

Frente a esta maquinaria invisible pero totalitaria, que vigila sin cesar y decide sin consultar, callar es ceder, y ceder es claudicar. Resistir y luchar no es solo un acto político, es un deber moral y una afirmación radical de nuestra humanidad.

Desde el 2001, países como Estados Unidos han profundizado sus vínculos con estas corporaciones, bajo el pretexto de la seguridad nacional. Lo técnico ha dejado de ser un medio neutro, es una forma de mediación política, una herramienta que reconfigura lo vivible y lo pensable. La cuestión crucial ya no es quién controla las máquinas, sino cómo estas redibujan a través de pantallas el cibermundo.

Según Lipovetsky y Serroy (2009), vivimos inmersos en La pantalla global, un “todo pantalla” que atraviesa nuestras vidas y se afianza en el “cibermundo” y el “ciberespacio” (pp. 274-276). Las pantallas no solo están presentes, sino que configuran el entorno en el que interactuamos, trabajamos y nos entretenemos. Esta es una visión que ya imaginaba hacia finales del siglo XXI, cuando decía que vivíamos mediados por pantallas, que nos miran y que las miramos (Merejo, 2016).

Aunque el dispositivo de pantalla no es culpable, ya que carece de intención, su lógica opera como una estructura subterránea que ordena silenciosamente nuestra percepción del mundo. Es decir, moldea lo visible, lo decible y lo pensable, delimitando qué y cómo vemos, hablamos y entendemos la realidad.

Lo cibernético, en sus distintos órdenes, no es solo una ciencia de sistemas, sino un régimen que reorganiza la vida: modela cuerpos, captura afectos, automatiza decisiones, transforma el tiempo en flujo medible, convierte el lenguaje en código y al sujeto en perfil, en dato, en entidad modulable. El sujeto cibernético no existe previamente al dispositivo, sino que se constituye a través de él. Esta afirmación no implica una visión determinista de la tecnología, sino una interpelación ética a asumir responsabilidad frente a la vida digital.

El cibermundo en esta tercera década del siglo XXI no se puede comprender sin considerar el dispositivo como parte de las relaciones de información e infoxicación (Rot, 2023), posverdad (McIntyre, 2018) y el poder cibernético de las principales empresas tecnológicas y los imperios que gobiernan con política autoritaria. Las noticias falsas no son simples errores, son dispositivos estratégicos de cohesión afectiva, dispositivos identitarios que no informan, sino que reafirman el poder de los que gobiernan de manera autoritaria y antidemocrática.

En estos tiempos transidos y cibernéticos, se advierte un cambio llamativo: las figuras autoritarias ya no se presentan como guardianes del pasado, sino que proyectan una imagen orientada al porvenir: “Los autoritarios ya no aparecen como los defensores del pasado sino como quienes prometen un futuro transhumano y posdemocrático” (Innerarity, 2025b). Se impulsa una exhibición tecnológica deslumbrante que, lejos de remediar la lentitud burocrática, tiende a desvalorizar los procedimientos deliberativos y los mecanismos de fiscalización democrática. Esta apariencia de eficiencia se sustenta en la idea de que la sociedad exige inmediatez, eficacia y rendimiento, demandas que las estructuras democráticas tradicionales parecerían ya no satisfacer.

Esta lógica tecnocrática busca reemplazar la deliberación pública y la rendición de cuentas por soluciones automáticas, debilitando los espacios donde podrían prosperar la crítica y la participación ciudadana: “El tecnosolucionismo desafía la reflexión y la rendición de cuentas; configura un entorno político sin un debate significativo ni oportunidades de impugnación” (Innerarity, ibid.).

La ciberpsicobiopolítica suele operar como un poder disperso que actúa sobre los cuerpos, las emociones y los datos en red, aunque su despliegue actual ya no se limita a plataformas o algoritmos invisibles. Hoy se articula de manera explícita con el avance de proyectos autoritarios de corte ultraderechista que se expanden globalmente a través de estados y gobiernos locales.

Este nuevo autoritarismo, lejos de abandonar la lógica del control, la intensifica al apropiarse de los dispositivos digitales y de las técnicas de gestión emocional y conductual propias del entorno cibernético. Su punto de concentración y ejecución más evidente es el Estado, que ya no se presenta solo como garante del orden, sino como operador directo de esta racionalidad ciberpolítica.

(1). Nota:  Esta historia filosófico-política sobre el poder se encuentra en el primer capítulo de mi texto Hacia una política filosófica de la IA (inédito), junto con citas de párrafos y todas las referencias bibliográficas, que he decidido omitir por razones de espacio y para no saturar al lector. Además, se analiza el surgimiento del vínculo poder–Estado–gobierno autoritario y ultranacionalista, que erosiona la democracia y desemboca en una crisis más generalizada, combinada con formas de guerra y ciberguerra en estos tiempos cibernéticos y transidos.

Andrés Merejo

Filósofo

PhD en Filosofía. Especialista en Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS). Miembro de Número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Premio Nacional de ensayo científico (2014). Profesor del Año de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).. En 2015, fue designado Embajador Literario en el Día del Desfile Dominicano, de la ciudad de Nueva York. Autor de varias obras: La vida Americana en el siglo XXI (1998), Cuentos en NY (2002), Conversaciones en el Lago (2005), El ciberespacio en la Internet en la República Dominicana (2007), Hackers y Filosofía de la ciberpolítica (2012). La era del cibermundo (2015). La dominicanidad transida: entre lo real y virtual (2017). Filosofía para tiempos transidos y cibernéticos (2023). Cibermundo transido: Enredo gris de pospandemia, guerra y ciberguerra (2023). Fundador del Instituto Dominicano de Investigación de la Ciberesfera (INDOIC). Director del Observatorio de las Humanidades Digitales de la UASD (2015). Miembro de la Sociedad Dominicana de Inteligencia Artificial (SODIA). Director de fomento y difusión de la Ciencia y la Tecnología, del Ministerio de Educación Superior Ciencia y Tecnología (MESCyT).

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