A mediados de la década de 1940, en la California soleada de posguerra, la psicóloga Else Frenkel-Brunswik llevó a cabo un estudio pionero, donde observó a cientos de niños y niñas de unos 10 años mientras veían imágenes que se transformaban frente a sus ojos; encontrando que algunos aceptaban el cambio con facilidad, mientras otros se aferraban a la forma inicial, resistiendo la modificación.

Quienes se quedaban atrapados en la silueta inicial de un gato que gradualmente se transformaba en perro, rechazaban los matices intermedios. Se aferraban a una imagen terminada, pretendiendo que la realidad se ajustara a una estructura definida y conocida. También mostraban patrones de pensamiento más rígidos, con una marcada preferencia por respuestas simples y binarias. Igualmente, reaccionaban con hostilidad ante la incertidumbre y mostraban una mayor inclinación para el prejuicio, la intolerancia y la repetición de eslóganes de odio.

Las mentalidades rígidas, tanto conservadoras como progresistas, suelen percibir la realidad en blanco y negro, concibiendo cualquier diferencia como un conflicto entre partes antagónicas. Paradójicamente, la derecha y la izquierda extremas comparten más similitudes cognitivas que diferencias doctrinales.

A partir del estudio, la investigadora intuyó que los resultados no podían explicarse solo por la influencia familiar o cultural. Sospechaba que provenían de una especie de rigidez cognitiva que interpreta la ambigüedad como amenaza, lo que dificulta abandonar reglas obsoletas para adaptarse a escenarios cambiantes, generando cosmovisiones absolutas y dogmáticas. Hoy sabemos que la adhesión a ideologías y planteamientos políticos poco flexibles está muy relacionado con estilos cognitivos rígidos y una baja flexibilidad mental.

Más tarde, un estudio del University College London, publicado en Current Biology en 2011, profundizó en el tema utilizando resonancia magnética. Se encontró que la adhesión al liberalismo se correlacionaba con un mayor volumen en la corteza cingulada anterior, una zona cerebral involucrada en la toma de decisiones y el control de impulsos. En cambio, el conservadurismo se asociaba con un mayor volumen de la amígdala derecha, una estructura en forma de almendra clave en el procesamiento de emociones intensas como el miedo, la ansiedad y la agresividad, actuando como un “radar emocional” que detecta amenazas y responde de inmediato.

Las diferencias encontradas permitieron predecir la orientación ideológica con una precisión cercana al 75 %[1]. Esto sugiere que las creencias políticas no se forman solo a partir de razonamientos conscientes, sino que también están vinculadas a estructuras neuroanatómicas, por lo que la arquitectura cerebral influye en cómo vemos el mundo, incluso antes de expresarlo con palabras.

Esos hallazgos fueron reforzados por una investigación interdisciplinaria de Iowa State University en 2025. En este estudio, se utilizó resonancia magnética para observar la actividad cerebral de 144 demócratas y republicanos mientras tomaban decisiones de compra de alimentos comunes. Aunque la selección fue bastante similar entre ambos grupos, se detectaron diferencias claras en la actividad cerebral, especialmente en la corteza prefrontal, ubicada detrás de la frente, responsable de funciones ejecutivas como la toma de decisiones, el razonamiento analítico y la regulación emocional. A partir de esos patrones, algoritmos de aprendizaje automático (Machine Learning) predijeron la afiliación política con un 80 % de precisión[2].

Por otra parte, pruebas psicométricas como la Clasificación de Cartas de Wisconsin, que evalúa la capacidad para adaptarse a nuevas reglas, y la Prueba de Usos Alternativos, que mide la creatividad y flexibilidad cognitiva, muestran una relación clara entre rigidez mental y pensamiento autoritario. Quienes persisten en órdenes y reglas obsoletas tienden a adoptar posturas hostiles, dogmáticas e intransigentes. Además, suelen presentar mayor resistencia a datos y evidencias que contradicen sus creencias de cualquier tipo.

El extremismo ideológico o político, ya sea de izquierda o de derecha, no se explica exclusivamente por influencias sociales o culturales. Más bien, suele relacionarse con una menor flexibilidad cognitiva, o baja capacidad para ajustarse a variaciones del entorno. Quienes tienen dificultad para aceptar cambios, también muestran resistencia para modificar sus puntos de vista, incluso frente a evidencias en contra.

De otra forma, las personas con mayor flexibilidad cognitiva toleran mejor el cambio, se inclinan menos al extremismo y están más dispuestas a dialogar frente a conflictos y diferencias. Estos hallazgos apuntan a que la ideología no es solo un conjunto de ideas adoptadas, sino también una expresión de procesos neuronales y patrones de pensamientos involuntarios.

Investigaciones recientes en neurociencia, como la de Leor Zmigrod en su libro The ideological brain (2025), desafían la idea de que nuestras creencias políticas son meramente un producto de influencias sociales y culturales. Cada vez hay más evidencia de que la genética, la bioquímica y la arquitectura cerebral desempeñan un papel crucial en cómo percibimos y respondemos al mundo.

Asimismo, se ha comprobado que las diferencias neuronales y los patrones de procesamiento mental son más predictivos de la ideología que la educación o el nivel socioeconómico. Sin negar la influencia del contexto, Zmigrod cuestiona los modelos que explican los perfiles extremos y radicales exclusivamente a partir de factores situacionales, reconociendo que no todas las personas responden de igual forma a un mismo patrón social y familiar.

Inclusive, resultados de investigaciones con neuroimagen han revelado que las orientaciones ideológicas están más relacionadas con diferencias en regiones cerebrales vinculadas con la regulación emocional, la detección de amenazas y la capacidad de actualizar creencias ante nuevas evidencias, que con la recepción de discursos y argumentos explícitos.

Algunos estudios sugieren que, tanto la estructura cerebral como el modo en que se procesa la información, influyen en el tipo de ideología que adoptamos y el grado de radicalismo con que la sostenemos. Incluso, las personas fanatizadas pueden tener menos sensibilidad cuando se activan circuitos de recompensa relacionados con “valores sagrados”, como la patria, la religión, la libre empresa, el socialismo o el partido. Lo que puede explicar la fuerza emocional y adictiva de las creencias ideológicas, así como la indiferencia frente a actos abusivos e injustos en sus nombres.

La trampa del determinismo

Si bien existen predisposiciones neuroanatómicas y neuroquímicas, la neurociencia no sostiene que nuestra ideología, creencias y simpatías políticas estén determinadas estrictamente por ellas. De hecho, plantea que son el resultado de la interacción compleja entre biología, entorno social e historia personal.

Aunque Zmigrod reconoce que factores sociales como el aislamiento, la carencia o el adoctrinamiento influyen en la radicalización ideológica, sostiene que la predisposición biológica y el estilo cognitivo desempeñan un rol significativo. No obstante, previene sobre los riesgos del determinismo biológico que puede convertir la métrica de biomarcadores cerebrales en fuentes de estigmatización.

También advierte que la neurociencia de la ideología es una disciplina en desarrollo, por lo que conviene ser cautelosos al extrapolar resultados basados en pocos estudios, evitando titulares sensacionalistas y conclusiones apresuradas. Además, subraya que ningún marcador biológico es suficiente para realizar inferencias universales y que cualquier correlación grupal no debe omitir la evaluación individual.

Por su parte, la epigenética considera que el entorno y el comportamiento pueden activar o desactivar genes sin modificar el ADN. En consecuencia, cualquier factor biológico puede indicar una predisposición o probabilidad, pero no es una sentencia definitiva.

Hacia una compresión neurocientífica de las diferencias

Las creencias políticas no son elecciones puramente racionales, ya que están influenciadas por la bioquímica interna y la arquitectura cerebral. En ese sentido, atacar a quien piensa diferente puede ser tan absurdo como reprocharle su tipo de sangre o el color de sus ojos. Por eso, el intercambio ideológico no debe ser un combate, sino un puente entre distintas formas de procesar la realidad

Actualmente, los algoritmos de las redes sociales tienden a crear “cámaras de eco” que repiten ideas, a menudo parcializadas y extremistas, reforzando sesgos incluso en personas previamente moderadas. El discurso del odio, encarnado en el “hater” que, amparado por la impunidad de las redes, convierte la diferencia en insulto y confunde crítica con descalificación, resultando improcedente.

Los hallazgos de la neurociencia revelan que las ideas opuestas no siempre surgen de la ignorancia, la inconsciencia o la inmoralidad, sino que, en muchas ocasiones, proceden de estructuras biológicas que no elegimos ni controlamos. Esta perspectiva no libera de juicios y condenas apresuradas, abriendo paso a una aceptación profunda y compasiva que no es una concesión moral, sino una forma de justicia.

Reconocer lo anterior puede ayudarnos a escapar de la prisión del ego, donde juzgamos y condenamos para sentirnos superiores; creyendo que mientras más denigremos al contrario más reflotaremos en el océano de la racionalidad, la ética o la honestidad.

Construyendo puentes y autopistas futuras

Los avances en neurociencia nos enseñan que la diversidad de ideologías posturas políticas, más allá de ser resultado de entornos distintos, es también un reflejo de cerebros diversos. Ese reconocimiento nos invita a desarmar la arrogancia, la hostilidad y la demonización del adversario que con tanta frecuencia contaminan los intercambios y debates. En esencia, nos incita a repensar el diálogo público como un ejercicio de aceptación, y no de imposición.

Esta perspectiva nos impulsa a tolerar a quienes piensan distinto, entendiendo que sus ideas emanan de una configuración biológica y una historia personal únicas, permitiendo que el diálogo se transfiera desde un campo de batalla hacia un espacio de intercambio entre distintas arquitecturas cerebrales.

La verdadera tolerancia no es pasividad ni resignación y no implica abandonar las convicciones ni renunciar al debate. Una sociedad plural no se construye eliminando el conflicto, sino aprendiendo a gestionarlo respetando la complejidad de cada persona. Al comprender cómo se produce la ideología, es más fácil sostener un diálogo donde la razón y la empatía se entrelacen para construir puentes en lugar de muros.

[1] Kanai, R., Feilden, T., Firth, C., & Rees, G. (2011). Political orientations are correlated with brain structure in young adults. Current Biology, 21(8), 677–680.

[2] Crespi, J., Schreiber, D., et al. (2025, March). Differential brain activations between Democrats and Republicans when considering food purchases. Politics and the Life Sciences.

Alejandro Moliné

Ingeniero civil

Formación en ingeniería, economía y administración de empresas. Experiencia en proyectos sociales e instituciones públicas del área de salud y seguridad social

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