Este es un artículo prácticamente transcrito de la propia esencia de la obra, el espíritu de las leyes. Por lo tanto, asumiremos su textualizacion para evitar desvirtuarlos en esencia. Por tal, partimos de un resumen sobre este concepto asumido por Montesquieu en la que fuimos directo al grano y escogimos los capítulos atinentes a las leyes y la democracia en la que nos encontramos con una sección que aborda el comportamiento de esta y, lo plantea bajo la titulación, lo que es el amor a la república en la democracia, es el amor a la  igualdad. También expone que amar la democracia es también amar la frugalidad y, que,  en esta todos tienen el mismo bienestar y las mismas ventajas lo que se traduce según este, en que todos deben gozar los mismos placeres y abrigar las mismas esperanzas; lo que no se puede conseguir si la frugalidad no es general. Acota también que, en  una democracia, el amor a la igualdad limita la ambición al solo deseo de prestar a la patria más y mayores servicios que los demás ciudadanos.

Charles Louis de Secondat-conocido solo como Montesquieu, nacido en Francia en 1689, y defensor de la separación de los poderes, fue filosofo realizado dentro del movimiento de la ilustración. Su obra maestra, El Espíritu de la Leyes, la publica en 1748, es decir, que tenía una edad de 59 años.

Todos no pueden-a la patria-, hacerle iguales servicios, pero todos deben igualmente hacérselos, cada uno hasta donde pueda. En el mismo orden expone que, al nacer, ya se contrae con esta una deuda inmensa que nunca se acaba de pagar. Así las distinciones, en la democracia, se fundan y se originan en el principio de igualdad, aunque ésta parezca suprimida por mayores servicios o talentos superiores. El amor a la frugalidad limita el deseo de poseer lo necesario para la familia, aunque se quiera lo superfluo para la patria. Las riquezas dan un poder del que un ciudadano no puede hacer uso para sí, pues ya no sería igual a los otros; como no puede gozar de las delicias que aquéllas proporcionan, pues habría desigualdad.”

Por eso, las buenas democracias, al establecer el principio de la sobriedad doméstica, no abrieron la puerta a los dispendios públicos, tal como se hizo en Atenas y después en Roma. Allí la magnificencia y la profusión nacían de la sobriedad; así como la religión pide que las manos estén puras si han de hacer ofrendas a los dioses, las leyes querían costumbres sobrias para poder contribuir cada uno al esplendor de la patria. En este sentido, sentencia que, estaría cuerdamente gobernada una república en la que las leyes formaran muchas gentes de buen sentido y pocos sabios; sería feliz si se compusiera de hombres contentos con su suerte.

Ahora bien, por otro lado, hace referencia a cómo se inspira el amor a la igualdad y la frugalidad, a lo que dice lo siguiente: “El amor a la igualdad y a la frugalidad lo excitan y lo extreman la igualdad misma y la propia sobriedad cuando se vive en una sociedad en que las leyes han establecido la una y la otra.”.

En las monarquías y en los Estados despóticos nadie aspira a la igualdad; a nadie se le ocurre semejante idea, todos tienden a la superioridad. Las gentes de condición más baja aspiran a salir de ella, no para ser iguales, sino para mandar sobre los otros. Lo mismo ocurre con la frugalidad: para amarla, es necesario ser sobrio. No lo son los hombres corrompidos por los deleites y la disipación, quienes amarán la vida frugal. Y en ese mismo orden, al referirse a la cuestionante de cómo las leyes establecen la igualdad en la democracia. En este orden, dejaba claro que cuando una nación no da cabida a la buena repartición, como tal, no podrá ser posible, más que al fundarse una república nueva, dejando establecido que cuando una república vieja ha llegado a tal extremo de corrupción y a tal estado de ánimos, los pobres se ven obligados a buscar ese remedio y los ricos a aguantarlo. Si cuando el legislador hace el reparto no da leyes para mantenerlo, su obra será efímera: entrará la desigualdad por algún portillo de las leyes y la república se perderá. En este aspecto, insistía como una necesidad de que todo estuviera previsto y legislado.

Aunque en la democracia es la igualdad el alma del Estado, no es fácil establecerla de una manera efectiva; ni convendría siempre establecerla con demasiado rigor. Bastará con establecer un censo que fije las diferencias, y después se igualan, por decirlo así, las desigualdades por medio de leyes particulares de compensación, imponiendo mayores tributos a los ricos y aliviando las cargas de los pobres. Estas compensaciones pesarán sobre las fortunas modestas, pues las riquezas inmoderadas se resisten mirando como una injuria cualquier tributo o carga que se les imponga; les parece poco todo poder, todo honor y todo privilegio. Las leyes deben mantener la frugalidad en la democracia En una perfecta democracia, no es suficiente que las tierras se dividan en porciones iguales; es preciso además que esas porciones sean pequeñas, como entre los romanos. Como la igualdad de las fortunas contribuye a la frugalidad, la frugalidad mantiene la igualdad de las fortunas. Estas cosas, aunque diferentes, no pueden subsistir la una sin la otra; una y otra son causa y efecto; cuando falta una de ellas, pronto deja de existir la otra.

En otra parte, refiriéndose a la democracia y el comercio, se establece que, cuando se funda en el comercio, pueden enriquecerse algunos particulares sin que las costumbres se corrompan. El espíritu comercial lleva consigo la sobriedad, la economía, el orden y la regla, por lo cual, mientras subsista ese espíritu, las riquezas no producen ningún mal efecto. Se produce el daño cuando el exceso de riqueza acaba al fin con el espíritu comercial; vienen entonces los desórdenes de la desigualdad que antes no se habían dejado ver. Para que el espíritu comercial perdure, es necesario que comercie la mayoría de los ciudadanos; que ese espíritu sea el predominante, sin que reine otro ninguno; que lo favorezca la legislación; que las mismas leyes, dividiendo las fortunas a medida que el comercio va aumentándolas, ponga a los ciudadanos pobres en condiciones de poder trabajar ellos también.

En este orden, según Montesquieu, el espíritu de las leyes, asume todo el tiempo el principio de igualdad, por lo tanto, recrea un episodio que refiere que, en Grecia hubo dos clases de repúblicas: unas eran militares, como Lacedemonia; otras mercantiles, como Atenas. En las unas se quería que los ciudadanos estuvieran ociosos; en las otras se fomentaba el amor al trabajo. Solón tenía por crimen la ociosidad y quería que cada ciudadano diera cuenta de su manera de ganar la vida. En efecto, en una buena democracia, en la que no debe gastarse más que lo preciso, cada uno debe tenerlo, pues no teniéndolo, ¿de quién lo recibiría?

Y finalmente, en otro de su capítulo, referente a otros medios de favorecer el principio de la democracia, estableció que no en todas las democracias puede hacerse por igual un reparto de las tierras. Hay circunstancias en que semejante arreglo sería impracticable, peligroso y aun incompatible con la Constitución. No siempre se está obligado a llegar a los extremos. Si se ve que no conviene un reparto, se recurre a otros medios para conservar las costumbres democráticas. Si se establece una corporación permanente, un senado que dé la norma de las costumbres y al que den entrada la virtud, la edad o los servicios, los senadores, imagen de los dioses para el pueblo que los mira, inspirarán sentimientos que llegarán al seno de todas las familias.

Acotó que, El Senado se identificará con las instituciones antiguas, con las viejas tradiciones, lo que es indispensable para que entre el pueblo y sus magistrados reinen la armonía. En lo que respecta a las costumbres, se gana conservando las antiguas. Como los pueblos corrompidos rara vez han hecho grandes cosas; ni han organizado sociedades, ni han fundado ciudades, ni han dado leyes; y como los de costumbres austeras y sencillas han hecho todo eso, recordarles a los hombres las máximas antiguas es ordinariamente volverlos a la virtud. Además, si ha habido alguna revolución y se ha cambiado la forma del Estado, no se habrá hecho sin trabajos y esfuerzos infinitos, pocas veces en la ociosidad y las malas costumbres. Los mismos que hicieron la revolución querían hacerla grata, y esto no podían lograrlo sino con buenas leyes.

Las instituciones antiguas son generalmente corregidas, retocadas; las nuevas son abusivas. Un gobierno duradero lleva al mal por una pendiente casi insensible y no se torna al bien sin un esfuerzo. Se ha dudado si los senadores que decimos deben ser vitalicios o elegidos por un tiempo dado. Seguramente es mejor que sean vitalicios, como en Roma, en Lacedemonia y aun en Atenas. Adviértase que en Atenas se daba el nombre de Senado a una Junta que se cambiaba cada tres meses, pero existía el Areópago, -Tribunal superior de la antigua Atenas que se reunía en la colina de Ares-(Este último espacio rocoso ubicado al noroeste de la Acrópolis en Atenas, Crecia) compuesto de ciudadanos designados para toda su vida y tenidos por modelos perpetuos. Máxima general: en un Senado elegido para servir de guía o modelo para ser de ejemplo de moderación, los senadores deben de ser vitalicios; en un Senado que sea más bien un cuerpo consultivo, los senadores pueden relevarse. El espíritu, dijo Aristóteles, se gasta como el cuerpo. Esta reflexión es buena para aplicarla a un magistrado único, pero no es aplicable a una asamblea de senadores.

Además del Areópago, había en Atenas guardianes de las costumbres y guardianes de las leyes. En Lacedemonia, eran censores todos los ancianos. En Roma, había dos magistrados censores. Como el Senado fiscaliza al pueblo, es justo que el pueblo, por medio de sus censores, tenga la vista puesta en el Senado. En Roma, los magistrados lo eran por un año y los senadores para siempre. En Lacedemonia, según dice Jenofonte, quiso Licurgo que los senadores fueran elegidos entre los ancianos para darles a éstos ocupación y respetabilidad. En Atenas, el Senado no era vitalicio, pero el Areópago lo era. El Areópago mismo estaba sujeto a la censura.

Que se restablezcan en la república todo lo que haya decaído; que reprendan la tibieza, juzguen las negligencias, corrijan las faltas, como las leyes castigan todos los crímenes. Nada mantiene más las costumbres que una extremada subordinación de los mozos a los viejos. Unos y otros se contendrán: los mozos por el respeto a los ancianos, éstos por el respeto a sí mismos. Nada mejor para dar fuerza a las leyes que la extremada subordinación de todos los ciudadanos a los magistrados. “La gran diferencia que ha puesto Licurgo entre Lacedemonia y las demás ciudades, dice Jenofonte, consiste sobre todo en que ha hecho a los ciudadanos obedientes a las leyes; cuando los cita el magistrado, todos acuden, lo que no ocurre-en ese tiempo-, en Atenas, donde un hombre rico se avergonzaría de que se le creyera dependiente del magistrado.” La autoridad paterna es también muy útil para mantener la disciplina social. Ya hemos dicho que en la república no hay una fuerza tan reprimente como en los otros gobiernos, por lo que es indispensable suplirla: así lo hace la autoridad paterna. En Roma, los padres tenían derecho de vida y muerte respecto a sus hijos. En Lacedemonia, todo padre tenía derecho a castigar a sus hijos y a los ajenos. El poder del padre se perdió en Roma al perderse la república. En las monarquías, en las que ni es posible ni hace falta una extremada pureza de costumbres, se quiere que viva cada uno bajo el poder único de los magistrados. Las leyes de Roma, que habían acostumbrado a los jóvenes a la dependencia, alargaron la minoridad. Quizá hayamos hecho mal en traer eso a nuestra legislación: en una monarquía, tanta sujeción no es necesaria.

José Lino Martínez Reyes

Abogado

José Lino Martínez, es suplente en la Junta Central Electoral, abogado, especialista en derecho electoral.

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