El trol cibernético y el influencer ultra
La extrema derecha se inserta en los intersticios dejados por las democracias liberales, particularmente allí donde persisten demandas sociales, económicas, sanitarias y medioambientales que los gobiernos de orientación democrática no han logrado resolver de manera efectiva.
Estas limitaciones de los gobiernos democráticos, asociadas en gran medida a la hegemonía del modelo neoliberal, generan un clima de frustración ciudadana que, en lugar de fortalecer los mecanismos institucionales de deliberación y reforma, alimenta la búsqueda de alternativas autoritarias y excluyentes.
Las demandas inconclusas que la democracia no ha satisfecho se transforman en terreno fértil para la emergencia de proyectos políticos totalitarios que cuestionan la universalidad de los derechos, erosionan la confianza en las instituciones democráticas y proponen soluciones autoritarias bajo la apariencia de eficacia. El fenómeno evidencia, por tanto, la necesidad de repensar los alcances y límites de las democracias liberales en un escenario global marcado por la crisis de legitimidad del neoliberalismo y la emergencia del totalitarismo.
Arendt (2024, p.535), expresa:
“La lucha por la dominación total de la población total de la tierra, la eliminación de toda realidad no totalitaria en competencia, es inherente a los mismos regímenes totalitarios; si no persiguen como objetivo último una dominación global, lo más probable es que pierdan todo tipo de poder que hayan conquistado (…). El totalitarismo en el poder utiliza la administración del estado para su fin de conquista mundial a largo plazo” (…).
Para Arendt, los regímenes totalitarios no se conforman con controlar una parte de la sociedad o un territorio limitado, sino que su lógica interna los empuja a buscar la dominación absoluta de toda la humanidad. Es decir, el totalitarismo no puede coexistir con otras formas de organización política o social, porque ve en ellas una amenaza. De ahí que, para sobrevivir, deba aspirar a la expansión sin límites y al control mundial, utilizando incluso los aparatos estatales como instrumentos de una conquista global a largo plazo.
En este sentido, el totalitarismo se define por el control interno y una vocación expansiva y, si no busca la dominación global, corre el riesgo de desmoronarse.
En tal sentido, Arendt (ibid.,601) expresa lo siguiente:
“El primer paso esencial en el camino hacia la dominación total es matar en el hombre a la persona jurídica. Ello se logra, por un lado, colocando a ciertas categorías de personas fuera de la protección de la ley y obligando al mismo tiempo al mundo no totalitario, a través del instrumento de la desnacionalización, al reconocimiento de la ilegalidad” (…).
Esta notable pensadora explica cómo el primer paso para consolidar un régimen totalitario es despojar al individuo de su condición de sujeto de derecho. Afirma que esto se logra al excluir a ciertos grupos de la protección legal, dejándolos en un estado de indefensión absoluta. Además, mediante la desnacionalización, los regímenes obligan al mundo exterior a aceptar esa ilegalidad, pues esas personas dejan de tener un reconocimiento jurídico internacional.
El totalitarismo comienza su dominio atacando la base de la ciudadanía y del derecho. Al negar la protección legal a determinados grupos humanos, se destruye la condición política y jurídica de la persona, abriendo el camino para su sometimiento total.
Esta lógica de despojo y aniquilación de la subjetividad no se limita al plano institucional o jurídico del espacio real o físico; se replica en el ciberespacio, donde emerge la figura del troll. Pero el trol no es aquí un sujeto identificable ni mucho menos el monstruo mitológico escandinavo, sino una figura ontológica de la era del cibermundo.
En la ultraderecha, el trol actúa como agente corrosivo del lazo social: se infiltra en las redes sociales para erosionar el debate público, desplegando ataques con deepfakes y noticias falsas, la legitimidad de la opinión pública, despojando de reconocimiento a ciertos colectivos y reduciendo al adversario a un mero objeto de escarnio. Del mismo modo que el totalitarismo socava la ciudadanía en el terreno político, el trol fomenta en la esfera cibernética la violencia simbólica que prepara el terreno para formas de sometimiento y exclusión.
El trol, como sujeto cibernético de la ultraderecha, se mueve principalmente en espacios virtuales como foros, redes sociales y secciones de comentarios, donde actúa bajo el anonimato o con identidades falsas. Su función no es únicamente provocar, sino también difundir propaganda, sembrar desinformación y polarizar debates para debilitar la cohesión social.
A menudo recurre al sarcasmo, la burla o la agresividad verbal para desestabilizar conversaciones y desplazar el foco hacia su narrativa ideológica. Estas prácticas le permiten actuar como sujeto de presión y amplificación de discursos extremistas, sin exponerse de manera directa. En este sentido, su forma de operar se asemeja a la dinámica de agentes digitales programados para influir en el debate público. En el ciberespacio existen millones de perfiles construidos por microbots y programas automatizados que replican el comportamiento de los troles humanos.
En conjunto, troles y bots conforman una maquinaria de influencia cibernética capaz de distorsionar percepciones y legitimar posiciones de extrema derecha en el espacio virtual, que erosiona los cimientos de la democracia del mundo y la ciberdemocracia del cibermundo.
Dentro del escenario de acción de los troles se encuentra la infoguerra, que consiste en manipular, controlar o bloquear el acceso a la información para obtener ventajas sobre un adversario. Entre sus principales dispositivos se encuentran la difusión de desinformación, la propaganda, el control del flujo comunicativo, las operaciones psicológicas y los ciberataques. Todos estos mecanismos buscan generar confusión, influir en la opinión pública o debilitar la moral del oponente.
En este sentido, el influencer de extrema derecha constituye un eslabón crucial en la cadena de la infoguerra cibernética, al funcionar como sujeto de mediación y de extensión de tales estrategias. Su capacidad para convertir mensajes ideológicos en productos culturales atractivos les permite trasladar al espacio social narrativas que, aunque enraizadas en dinámicas de manipulación y propaganda, logran presentarse como discursos auténticos y contestatarios. A través de esta labor, no solo legitiman prácticas de desinformación y polarización, sino que además generan comunidades cohesionadas en torno a visiones radicalizadas del orden político y social.
Estos influencers, a través de los memes, se apropian del humor y la ironía con el propósito de suavizar ideas rígidas y extremistas, lo que les permite conectar con facilidad con audiencias jóvenes desencantadas con los sistemas democráticos, especialmente cuando perciben que estos no les ofrecen oportunidades dentro de lo que, en investigaciones previas, conceptualicé como la “tríada trabajo-placer-consumo” (Merejo, 1998).
En torno a ellos se configuran comunidades virtuales cohesionadas, permanentes y con un fuerte sentido de pertenencia, que convierten el consumo de contenido en un verdadero acto de militancia política.
La ultraderecha digital ha encontrado en estos influencers un ejército descentralizado, capaz de colonizar imaginarios, fabricar enemigos y diseminar odio bajo la apariencia de entretenimiento. En sus manos, la radicalidad se vuelve rentable; el insulto, un producto cultural; la conspiración, una narrativa seductora que circula con más eficacia que la verdad.
De acuerdo con Antoni Gutiérrez-Rubí y tomando como referencia la revista Wired (agosto 2024), los influencers se erigieron en actores decisivos de la campaña electoral, inclinando la balanza a favor del trumpismo: nueve de sus referentes superaban los cinco millones de seguidores, frente a solo dos del campo demócrata. En esa constelación destacan Elon Musk (con 226,3 millones en X), los hermanos Jake y Logan Paul, con más de 100 millones en conjunto, llegando a entrevistar incluso a Trump y Tucker Carlson, con 29 millones (ver: Gutiérrez-Rubí https://elpais.com/us/2025-09-28/capitulo-9-los-apostoles-digitales-de-trump.html).
Un grupo de empresarios y políticos vinculados al extremismo ha comprado parte de la estructura del cibermundo y se ha convertido en influencer con capacidad de incidir directamente en la agenda pública. Forman parte del orden social cibercapitalista; son cibermillonarios que ya no solo comentan, sino que producen relatos y fijan prioridades desde plataformas privadas.
Muchos influencers también han acumulado fortunas gracias al respaldo de grandes poderes que dominan el cibermundo, los cuales les otorgan donaciones y patrocinios. De este modo, levantan industrias mediáticas alternativas que operan contra la democracia, al tiempo que se sirven de ella para erosionarla.
Estos cibermillonarios del capitalismo cibernético concentran el poder de la economía de la atención y del engranaje algorítmico que transforma cada polémica en mercancía y cada emoción en capital.
En el cibermundo donde lo viral pesa más que lo veraz, la democracia se desangra lentamente, atacada desde dentro por un enjambre de influencers que hacen del resentimiento un espectáculo masivo. Vivimos en una época envuelta en una lógica de inmediatez, donde la democracia se consume como un fragmento más dentro de la policrisis planetaria.
El pensador de modernidad y tiempo líquido, Zygmunt Bauman, nos advierte sobre estos tiempos atravesados por la cibernética. No es únicamente la velocidad lo que perturba, sino la desfiguración del tiempo. La democracia, que requiere pausa y silencio, se asfixia en el vértigo y en los movimientos de la ultraderecha.
Ante estos tiempos oscuros o nublados de la democracia, como lo llamaba el filósofo y poeta Octavio Paz, solo nos queda cultivar el ritmo lento de la deliberación, como bien señala Bauman:
“Los problemas que afrontamos hoy en día no admiten varitas mágicas, atajos ni curas instantáneas; piden nada menos que otra revolución cultural. Por eso también exigen pensamiento y preparación a largo plazo: unas artes que por desgracia prácticamente han caído en el olvido y apenas se ponen ya en práctica en estas vidas ajetreadas que vivimos sometidos a la tiranía del momento” (2017, pp. 70-71).
Esa visión de Bauman nos sitúa frente a una encrucijada: o aprendemos a resistir la dictadura de la inmediatez con una cultura de la pausa, la memoria y la reflexión compartida, o la democracia se volverá cada vez más líquida, frágil e incapaz de sostener sus propias bases, dando rienda suelta a los vientos de la extrema derecha.
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