La decisión de introducir nuevamente la asignatura de Educación Moral y Cívica en las escuelas dominicanas abre una ventana de oportunidad que trasciende el ámbito estrictamente curricular. Más allá de dedicar una hora semanal a la enseñanza de la moral y cìvica, esta medida invita a una reflexión más profunda: ¿qué significa formar moral y cívicamente a niños, niñas y adolescentes en la sociedad dominicana actual? ¿Puede una asignatura por sí sola responder al déficit ético y ciudadano que atraviesa nuestras instituciones, comunidades y vínculos sociales?

Más que responder a un enfoque tradicional, normativo o limitado a una asignatura, la reintroducción de la educación moral y cívica ofrece la valiosa oportunidad de inaugurar un proceso transformador. Puede y debe convertirse en el punto de partida para construir una perspectiva holística que impregne todo el quehacer educativo y fortalezca a la escuela como comunidad ética y democrática. En palabras de Paulo Freire (1970), educar es siempre un acto político, y en ese sentido, cada decisión educativa puede ser una vía para ampliar la libertad, la conciencia crítica y la participación ciudadana.

La formación ética y ciudadana se fortalece cuando trasciende el marco de los discursos normativos, las definiciones abstractas y las prácticas repetitivas. Más que limitarse a una asignatura aislada del currículo, requiere integrarse en una experiencia educativa viva, conectada con la realidad del entorno escolar y social. La incorporación de una asignatura específica de Educación Moral y Cívica constituye un avance importante, especialmente en contextos donde estos temas han sido históricamente relegados o abordados de forma discontinua. Sin embargo, su verdadero impacto dependerá de que se articule con un proyecto institucional más amplio, que involucre activamente a todos los actores educativos y que atraviese todas las dimensiones de la vida escolar.

Cuando la formación ética se limita al espacio de una asignatura sin vincularse con la vida institucional de la escuela, se corre el riesgo de generar contradicciones entre el discurso y la práctica. Para que los valores enseñados en el aula tengan verdadero sentido, es esencial que se reflejen en las relaciones cotidianas, en la gestión escolar y en la cultura organizacional. Hablar de respeto requiere también ejercerlo en todos los niveles; promover la participación implica escuchar y dar lugar a las voces estudiantiles. Superar estas brechas fortalece la credibilidad del mensaje educativo y abre la posibilidad de construir con los jóvenes una experiencia formativa coherente, significativa y transformadora.

Fernando Savater (1991) advierte que enseñar ética no es imponer un dogma, sino ayudar a pensar sobre lo que uno hace, por qué lo hace y cómo podría hacerlo mejor. Por tanto, una educación verdaderamente ética debe ir más allá de la transmisión de normas y promover la reflexión crítica y el ejercicio de la libertad responsable.

Una perspectiva holística de la educación moral y cívica parte del reconocimiento de que los valores no solo se enseñan, sino que se viven, se modelan, se cultivan y se reconstruyen de forma colectiva. Esto implica concebir la formación ética no como una mera transmisión de contenidos, sino como una experiencia integral que permea las relaciones, las estructuras, los métodos y los propósitos de la educación.

Desde esta perspectiva, la moral y la ciudadanía deben ser dimensiones transversales que permeen:

  1. El currículo explícito y el currículo oculto: además de una asignatura formal, es necesario revisar cómo se abordan los dilemas éticos en otras áreas (ciencias, historia, literatura, arte) y, sobre todo, qué valores transmite la escuela en su cultura institucional, en sus normas de convivencia, en el ejercicio de la autoridad y en las relaciones interpersonales.
  2. La gestión escolar: la ética y la ciudadanía no se enseñan eficazmente en un entorno autoritario o burocrático. La democratización de la gestión escolar, la participación de los estudiantes en la toma de decisiones y el diálogo como mecanismo de resolución de conflictos son prácticas que enseñan más que cualquier discurso.
  3. La formación docente: ningún programa de moral y cívica será eficaz si el profesorado no está preparado para acompañar procesos éticos complejos. Esto requiere una sólida formación inicial en filosofía moral, educación para la ciudadanía y desarrollo psicosocial, así como oportunidades permanentes de desarrollo profesional.
  4. La relación con la comunidad: la escuela no puede formar ciudadanos en aislamiento. Debe construir vínculos con las familias, los gobiernos locales, las organizaciones sociales y los medios de comunicación para articular una ética vivida en el territorio, conectada con los problemas reales que enfrentan los estudiantes.
  5. La evaluación auténtica: no se trata de medir cuánto sabe un estudiante sobre normas y valores, sino de observar cómo actúa, cómo argumenta éticamente, cómo se involucra en su comunidad. La evaluación ética debe basarse en experiencias vivenciales, proyectos de servicio, debates reflexivos y autoevaluaciones críticas.

En El valor de educar, Savater (1997) sostiene que la educación no es solo una preparación para la vida, sino la vida misma en su dimensión más humana, aquella en la que el ser humano aprende a vivir en común, a discernir y a responsabilizarse por sus actos. Esta afirmación refuerza la idea de que la ética no debe estar contenida, sólo, en una asignatura aislada, sino en la totalidad del proceso educativo.

La transformación hacia una perspectiva holística exige repensar la escuela como una comunidad ética y no solo como un centro de enseñanza. Una comunidad ética se construye sobre principios de justicia, solidaridad, responsabilidad y cuidado. Implica un cambio de paradigma: de la disciplina punitiva a la autorregulación, del adoctrinamiento a la reflexión crítica, del deber impuesto a la responsabilidad compartida. Para Freire (1997), la escuela debe ser un espacio de diálogo y problematización, donde educador y educando se reconocen como sujetos que aprenden en comunión y se transforman juntos.

En este marco, la asignatura de Educación Moral y Cívica adquiere pleno sentido si se articula con esta visión institucional. Puede ser un espacio privilegiado para el desarrollo de la reflexión ética, la deliberación democrática y el análisis de los dilemas sociales contemporáneos. Pero su impacto dependerá de que lo que allí se enseñe esté alineado con lo que la escuela, como institución, práctica y encarna.

Savater (1991) insiste en que la ética no puede ser enseñada como una receta de “lo que está bien” o “lo que está mal”, sino como una guía para pensar lo que uno quiere hacer y asumir las consecuencias. Así, la escuela ética no forma súbditos obedientes, sino ciudadanos críticos y comprometidos.

Este enfoque responde a los desafíos contemporáneos de la sociedad dominicana: la polarización social, la crisis de confianza institucional, el debilitamiento del tejido comunitario y la cultura de la inmediatez. Solo una escuela que viva y enseñe la convivencia democrática puede contribuir a revertir estas tendencias. Y eso requiere mucho más que una asignatura: exige coherencia, liderazgo ético, cultura escolar transformada y compromiso colectivo.

Una visión holística también supone una comprensión más rica y plural de la ética. No se trata solo de transmitir reglas o exigir obediencia, sino de formar sujetos capaces de discernir, dialogar y actuar con responsabilidad ante la complejidad del mundo. La formación ética no puede limitarse a un listado de valores universales, sino que debe permitir a los estudiantes confrontar sus propias experiencias, comprender la diversidad moral de su sociedad y comprometerse con el bien común desde la reflexión crítica y el respeto mutuo. Freire (1970) advierte que nadie educa a nadie, nadie se educa solo, los hombres se educan entre sí en comunión, y solo así es posible una educación liberadora.

En este sentido, la educación moral y cívica debe incluir tanto los valores de convivencia como la capacidad de disentir, cuestionar lo establecido y participar en la transformación de la realidad. Una ética ciudadana no puede ser solo conformista; debe también ser, como lo proclamó Paulo Freire, emancipadora. Y para ello, requiere espacios de deliberación, ejercicio de la autonomía y construcción colectiva de sentido, dentro y fuera del aula.

La verdadera educación ética no reside en imponer una respuesta, sino en despertar la pregunta moral, el conflicto interior, el examen de si mismo. Formar ciudadanos implica formar sujetos capaces de preguntarse “¿qué debo hacer?”, y no solo “qué se espera de mí?”, dilema que muy bien ejemplifica Hamlet, en la célebre tragedia shakesperiana.

Como señala Savater (1997), la educación que no forma para la libertad no es educación, sino adiestramiento, y toda verdadera formación ética debe preparar para la libertad bien ejercida, que es siempre libertad con responsabilidad.

La reintroducción de la asignatura de Educación Moral y Cívica representa un paso necesario para afrontar los desafíos éticos y ciudadanos que enfrenta la sociedad dominicana. No obstante, su verdadero sentido solo se realizará si esta medida se convierte en catalizadora de un proyecto más amplio de formación ética integral, donde todos los componentes del sistema educativo, currículo, gestión, relaciones humanas, prácticas docentes, estén alineados con el propósito de formar personas libres, responsables y comprometidas con el bien común.

Como plantea Adela Cortina (1997), en una sociedad democrática la ética no puede imponerse desde fuera, sino que ha de construirse colectivamente, desde una ética cívica compartida que haga posible la convivencia respetuosa, el juicio crítico y la participación activa. Esa construcción requiere una escuela que eduque no solo desde los contenidos, sino desde su propia forma de ser y de vivir. Por eso, la escuela dominicana necesita avanzar hacia ese horizonte: una escuela que no solo hable de ética, sino que la encarne; que no solo enseñe civismo, sino que lo practique; que no solo forme en ciudadanía, sino que sea ella misma un espacio de ciudadanía plena.

Este es el verdadero desafío: convertir la inclusión de la educación moral y cívica en el currículo en el primer paso de una transformación más profunda y sostenida, que permita reconfigurar la escuela como comunidad ética, capaz de formar sujetos morales autónomos, deliberativos y comprometidos con la justicia y la democracia.

Referencias

Cortina, A. (1997). Ciudadanos del mundo: Hacia una teoría de la ciudadanía. Alianza Editorial.

Cortina, A. (2007). Ética de la razón cordial: Educar en la ciudadanía en el siglo XXI. Nobel.

Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.

Freire, P. (1997). Pedagogía de la autonomía: Saberes necesarios para la práctica educativa. Siglo XXI Editores.

Nussbaum, M. C. (1997). Cultivating humanity: A classical defense of reform in liberal education. Harvard University Press.

Savater, F. (1991). Ética para Amador. Ariel.

Savater, F. (1997). El valor de educar. Ariel.

Radhamés Mejía

Académico

Educador. Profesor Emérito de la PUCMM ExVicerrector de la PUCMM por más de 35 años y exrector de UNAPEC. Actualmente es Coodinador de la Comisión de Educación de la Academia de Ciencias de la República Dominicana (ACRD). En la actualidad es Director del Centro de Investigación y Desarrollo Humano (CIEDHUMANO)-PUCMM.

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