El saber, que por siglos fue resguardado y legitimado desde instituciones sólidas y jerarquías formales, ha sido sacudido por lo que puede denominarse una cibertransformación intelectual. Proceso que ha dado origen a la figura del intelectual cibernético innovador que representa un nuevo tipo de pensador híbrido: alguien que transita tanto por el mundo físico como por el espacio virtual. Su aparición ha transformado los límites que antes separaban el conocimiento tradicional, validado por la academia, de las nuevas formas de saber que emergen en entornos cibernéticos.

A diferencia del intelectual clásico, que encontraba respaldo y legitimidad en las instituciones académicas, el intelectual cibernético innovador actúa como un sujeto autónomo en la red: es nómada, ágil y opera en un entorno inestable, donde las reglas cambian constantemente y los interlocutores o adversarios suelen ser anónimos.

La digitalización ha democratizado el acceso al conocimiento, pero también ha generado una profunda ambivalencia. Por un lado, proliferan los discursos de intelectuales mediocres y superficiales, que diluyen los criterios de profundidad; por otro, emerge el intelectual innovador, aquel que entiende que el saber no solo se construye a partir de la experiencia, sino también desde la capacidad de posicionarse en el flujo continuo de información y conocimiento.

El intelectual innovador no niega la tradición, la autoridad ni el rigor que forjaron su vida en el mundo; por el contrario, los integra al cibermundo como parte de un híbrido planetario. No se inclina únicamente por lo virtual, el ciberespacio, la ciberepistemología, la IA, la educación virtual y la cibercultura, descartando el pasado bajo el supuesto de una superación hegeliano-marxista de la historia.

Más bien, incorpora estos elementos dentro de un enfoque filosófico basado en el pensamiento y la ciencia de la complejidad, en el marco de lo híbrido. La experiencia se entrelaza con la posexperiencia; la investigación se vincula con lo digital, con los dispositivos de IA, la neurología, con la neurotecnología, la física cuántica con la computadora cuántica y tantas otras tendencias ciberculturales que configuran el cibermundo. Todo ello cobra relevancia si asumimos este mundo cibernético como un sistema articulado a lo disruptivo y orientado a la creatividad, a la mejora continua social, cultural, histórica y educativa.

La incapacidad de comprender lo híbrido revela el verdadero mal del llamado intelectual light, quien responde más a las exigencias del algoritmo que a las de la conciencia. No busca incomodar ni interrogar la realidad ni la virtualidad, sino simplemente hacerse visible. Su mediocridad no es un accidente, es la consecuencia de haberse adaptado sin resistencia a un ecosistema cibernético donde la opinión se valora más por su impacto que por su profundidad.

El intelectual superficial no comprende la inmensidad de la cibercultura, la riqueza de la educación virtual ni los vastos flujos de investigación y conocimiento que ofrece el sistema digital. Cree erróneamente que la cibervida, la posexperiencia, la cultura digital frívola, vacía de reflexión, y toda la ciberbasura que circula en el ciberespacio, constituyen la totalidad del mundo cibernético.

Desde esa visión limitada, no ve más allá de lo superficial y pierde de vista que este universo virtual también es un territorio fértil para el pensamiento, el aprendizaje profundo y la transformación social. Fuera de ese reduccionismo, el ciberespacio puede conectarnos con lo real: con nuestra condición humana, con nuestra capacidad de crear sentido, y también con nuestra vulnerabilidad como seres vivos marcados por la vida, la muerte y la constante posibilidad de degradación.

Esta condición humana, que no podemos eludir, se manifiesta en parte en la novela de Efraím Castillo: Currículum: el síndrome de la visa (1982). Fue a mediados de los años ochenta cuando esta obra marcó profundamente mi vida de inmigrante. La novela retrata con intensidad la experiencia humana y social en contextos de crisis, migración y búsqueda de sentido. Contribuyó a forjar en mí una reflexión crítica y vital sobre la existencia, donde coexisten la dureza de la realidad y la posibilidad de resistirla o trascenderla. Aborda el deseo de partir, la desesperación por encontrar nuevas oportunidades, el conflicto entre la identidad propia y la necesidad de adaptarse a lo ajeno, así como la frustración de sentirse atrapado.

Hoy, sin embargo, esa misma condición humana está siendo reformulada por el impacto del cibermundo. No se comprende aún con claridad que este nuevo entorno, con sus estrategias de ciberpolítica, se entrelaza profundamente con la realidad cotidiana o con esa filosofía de lo cotidiano que trabaja el filósofo chileno Humberto Giannini (1987). Sus estructuras de control, virtuales, políticas, mentales y corporales, moldean a los sujetos, indicándoles qué está bien y qué está mal en el entorno digital.

Se repite con ingenuidad que la tecnología es solo una herramienta y que depende de cómo se use, como si aún viviéramos bajo la lógica del martillo o el cuchillo de los años sesenta del siglo XX. Pero esa visión resulta obsoleta frente al poder formativo y normativo que ejerce hoy la tecnología sobre nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos.

Todo esto ha cambiado. En el cibermundo vivimos inmersos en lo digital, la IA y, próximamente, en la computación cuántica. No solo porque estas tecnologías nos moldean, sino también porque nosotros contribuimos a moldearlas en el ciberespacio. El flujo de información no solo llega a nosotros; nosotros también participamos activamente en su generación.

Hay que aprender a vivir en el cibermundo para no quedar atrapados en la posverdad, en el rol de simples ciberconsumidores, en el desgaste mental o en el síndrome de Burnout (cerebro fundido), como resultado del exceso de información que nos ofrece este entorno digital. Uno de los ejemplos más provocadores de la relación entre verdad y posverdad es el ensayo Hipnocracia, atribuido al ficticio autor Jianwei Xun y generado íntegramente por inteligencia artificial, como parte de un experimento del filósofo italiano Andrea Colamedici, quien probablemente pasará su vida explicando los alcances de dicho experimento de posverdad (La Vanguardia, Francesco Olivo, 2025).

En esta obra, generada por IA, se plantea profundas interrogantes sobre la autenticidad del pensamiento, el sentido de la autoría en la era del cibermundo y los riesgos de una cultura intelectual donde la IA es capaz de producir discursos sofisticados, pero desprovistos de experiencia y vivencia humana. Más que una curiosidad tecnológica, Hipnocracia expone cómo las tecnologías emergentes pueden imitar la profundidad intelectual y, al mismo tiempo, erosionar el valor de la verdad y estimular el intelectual light, mediocre y sin atributos.

En este contexto, combatir la pereza mental y revitalizar el pensamiento crítico se vuelve una tarea ineludible para el intelectual innovador. Este convive con los flujos constantes de información generados por los chatbots de inteligencia artificial, pero no se deja atrapar por ellos, especialmente cuando difunden contenidos falsos.

Un estudio de NewsGuard, publicado en enero 2025, reveló que las principales inteligencias artificiales — ChatGPT, Gemini, Grok, Copilot, Meta AI, Claude, Le Chat, entre otras repiten afirmaciones falsas con una frecuencia alarmante. Estos chatbots presentaron una tasa de fallo del 62 %, ya sea por difundir información errónea o por negarse a responder. En el 40 % de los casos, replicaron directamente afirmaciones engañosas relacionadas con noticias de actualidad (NewsGuard, 2025).

Aunque diseñados para informar, estos dispositivos pueden amplificar la desinformación. Los deepfakes (videos falsos generados con IA que imitan rostros, voces o situaciones reales), la posverdad, los bulos y las fake news (noticias falsas) forman parte de un ecosistema cibernético engañoso en el que quedan atrapados muchos intelectuales light, que no verifican como tampoco investigan las fuentes de información. Cuanto más potentes se vuelven estos dispositivos tecnológicos, más convincente puede ser el error.

Los deepfakes, gracias a los algoritmos de IA, se han convertido en un poderoso recurso de seducción y manipulación cibernética. La función del intelectual innovador, no es preservar todo lo que proviene del cibermundo ni del mundo como tradición, sino desafiarlo. Es en esa tensión donde el pensamiento cobra sentido, donde la cultura se oxigena y donde la sociedad puede mirarse a sí misma con mayor lucidez.

En un cibermundo saturado de desinformación, apariencias y ruido, el intelectual innovador es aquel que se atreve a discernir, cuestionar y construir conocimiento auténtico desde una conciencia ética y comprometida, resistiendo la seducción de lo superficial y lo inmediato. Y es precisamente ahí donde se encuentra este tipo de intelectual: en un proceso de ruptura con aquellos que, acomodados, delegan en la IA no solo la resolución de sus problemas, sino incluso la predicción del día en que van a morir.

Frente a este vaciamiento del pensamiento, el ensayista Henríquez Gratereaux, recuerda la función original del intelectual: incomodar, cuestionar, someter a análisis las ideas dominantes. En su obra Empollar huevos históricos (2001, p.114) advierte que sin la crítica persistente de las “moscas inquietas” que son los “auténticos intelectuales”, las academias seguirían operando sobre dogmas y teorías momificadas.

Ya Platón, en el texto Apología de Sócrates (1), relata que este gran filosofo se compara con un tábano (una mosca grande) para explicar su papel dentro de la sociedad ateniense. Así como un “corcel fuerte y generoso pero tardo de puro grande y que necesita de un acicate que lo excite y aguijonee” (1986, p. 58): “con necesidad de ser aguijado por una especie de tábano” (2004, p. 52), su propósito es mantenerlo despierto y activo.

Sócrates ve su misión como la de incomodar a los ciudadanos, hacerles preguntas difíciles y obligarlos a reflexionar sobre su vida, su moral y sus creencias. Aunque su presencia pueda resultar molesta, afirma que es necesaria para evitar que la ciudad caiga en la ignorancia y la apatía.

El desafío del intelectual en el cibermundo es un ir más allá de lo superficial y de las figuras sin cualidades, como la que aparece en la novela El hombre sin atributos (2016) de Robert Musil. En ella, el autor describe a Ulrich, un personaje lúcido hasta el extremo, pero incapaz de comprometerse con nada, pues todo le parece relativo, provisional, desarmable. Esta figura encarna la paradoja del saber contemporáneo: una conciencia aguda que, sin anclajes éticos ni afectivos, se diluye en la indiferencia. Ulrich no es un ignorante, ni un farsante, es la figura de una conciencia paralizada por su exceso de claridad. En él se prefigura una patología contemporánea, la lucidez estéril, el pensamiento sin acción, la crítica sin consecuencia.

Si el intelectual light se hunde por falta de pasión y de espesor vital, Ulrich se disuelve por exceso de lucidez, de ironía, de posibilidades que se anulan entre sí. El light se evapora por anemia, el otro se ahoga como un narcisista desdichado en la sobreabundancia de sí mismo

Todas estas tipologías contrastan con la figura del influencer, que encarna una dimensión distinta de esta cibertransformación que atravesamos en la actualidad. Representa la forma más extrema de la desconexión entre lo que se muestra y lo que realmente es.

El influencer es visible pero vacío, opinante, activo en las redes, pero desvinculado del pensamiento. No se trata de un sujeto que haya perdido profundidad: nunca la ha necesitado. Vive de la imagen, es discurso de una época sin privacidad. En él se funden el narcisismo y la banalidad. A diferencia del intelectual sin atributos, que al menos conserva una dimensión crítica, el influencer ni siquiera se la plantea; su universo simbólico está habitado por la gratificación inmediata y el presente continuo que solo le da posexperiencia en el cibermundo.

Sin embargo, los intelectuales light, sin atributos, así como el influencer, convergen en el ecosistema cibernético como síntomas de una subjetividad transformada en meros productos desechables del medio; no comprenden que el pensamiento, en su versión más honesta, requiere tiempo, incertidumbre, conflicto. Hoy se valora la emisión rápida, la opinión instantánea, el texto sin fisura. Las instituciones del saber están habitadas por estos nuevos actores que escriben sin leer, publican sin investigar y se expresan con una soltura que ha perdido toda noción de pudor.

Hace mucho tiempo que el intelectual Norberto Bobbio advirtió que la desaparición del sentimiento de vergüenza es una señal alarmante, al afirmar: “El sentido de vergüenza ha sido siempre la señal de la existencia del sentimiento moral […] Hoy nadie se avergüenza de nada” (Bobbio, 2002, pp. 49-50). Cuando nadie se avergüenza de nada, el sentido moral se debilita hasta desaparecer.

En este paisaje de la sinvergüencería entra de lleno la irrupción de la IA, porque con ella hace exacerbar sus síntomas.  Así observamos, que las aplicaciones como ChatGPT, Claude o Copilot se han convertido en prótesis mentales para muchos sujetos que han renunciado al esfuerzo del pensamiento. No se trata aquí de demonizar la tecnología, sino de pensarla de manera compleja, analítica, crítica y como edificadora del cibermundo.

Cuando la inteligencia artificial reemplaza el conflicto con la página en blanco, cuando se la asume como fuente, en lugar de asistente, el pensamiento deja de ser un proceso encarnado para convertirse en una producción automatizada. La escritura, que debería ser un acto de coraje, se vuelve un reflejo sin cuerpo, un texto sin temblor.

En este contexto, resulta especialmente pertinente lo que expresa León David: “De todas las empresas a las que el ser humano suele consagrar sus esfuerzos, probablemente ninguna hay más peligrosa que la de pensar” (2011, p. 93). Este aforismo, incluido en su obra Oxidente. Acerca de la extinción del espíritu en la era de la posmodernidad, resuena con fuerza al considerar los riesgos de delegar la creación intelectual en procesos desprovistos de conciencia y experiencia vital.

Lo más inquietante no es la existencia de herramientas tecnológicas, sino que tantos intelectuales hayan optado por usarlas al margen del discurso que las configura. Ya no asumen el riesgo de pensar, se limitan a reproducir. La IA, cuando no se la desafía ni se la interroga, produce simulacros de pensamiento, devienen en El crimen perfecto (Baudrillard), de ahí los textos que suenan bien, pero no dicen nada. Escribir de ese modo es vivir con discurso ajeno, razonar con estructuras prestadas y, patrones prefabricados. No se crea, se replica. No se investiga, se consume.

Contrario a todos esos malestares, se encuentran los intelectuales cibernéticos innovadores que son sujetos de complejidad híbrida, ya que navegan por la maraña del ciberespacio y sus redes sociales, sin dejar de pensar que son habitantes del espacio y las relaciones sociales. A diferencia de las generaciones anteriores, que dependían de las aseguradas instituciones académicas, estos cibernéticos e innovadores se asemejan a francotiradores en el ciberespacio. La agilidad se convierte en su atributo clave; en lugar de acomodarse en la seguridad de las tradiciones, se lanzan a la búsqueda de conocimiento en un terreno fértil, donde la competencia es feroz y los rivales son, a menudo, desconocidos.

Comprenden que el conocimiento y la sabiduría no son posesiones exclusivas de un grupo de sujetos, sino innovaciones que se deben perseguir constantemente. La fragilidad del modelo intelectual anterior se vuelve evidente. Las viejas instituciones deben enfrentarse no solo a la sobreabundancia de información, sino también a la diversidad de discursos que antes no tenían cabida en la esfera intelectual. Las firmas académicas establecidas ahora compiten lado a lado con blogueros y pensadores emergentes, quienes, armados con curiosidad y discursos innovadores, desafían las normas de un sistema que alguna vez se consideró monopolio del saber.

Esta transformación presenta una efervescencia inusitada, un renacer en el que la pluralidad de discursos rompe las barreras que antes preservaban el statu quo. Los intelectuales innovadores no deben dejar de mantener una conexión con la intelligentsia clásica, contrario a muchos que rompen con toda esa tradición, inyectando un aire de anarquía sin tradición, caldo de cultivo del intelectual light y del influencer.

En estos tiempos cibernéticos y atravesados por la tecnología, es fundamental comprender que la verdadera innovación no se limita al dominio técnico, también exige el estudio de la filosofía, la literatura y las humanidades. La imaginación, fuente de toda creación, se alimenta del lenguaje, del sujeto que se expresa a través del discurso y que se despliega en los vastos territorios de la experiencia, la imaginación, la posexperiencia y la cibercultura.

Un ejemplo claro de esta confluencia entre lenguaje, imaginación y experiencia lo ofrece la escritora y poeta Ángela Hernández Núñez en su novela Leona, o la fiera de la vida (2013). Aquí, la autora entrelaza memorias de infancia, juventud y madurez con una rica imaginación campestre —representada en el personaje del pueblecito Quima— dentro de un contexto histórico marcado por la dictadura trujillista y la Revolución de Abril de 1965. La novela encarna una filosofía del decir y del hacer, una mirada crítica y poética sobre la vida, la identidad y el poder:

“Ya sabía que lo claro de la vida no tiene que ver con el lugar sino con los horizontes. Y podría apostarse que lograría mi cometido. Por alguna razón nací al mismo tiempo que Batalla, por alguna razón fortalecí mis huesos escalando pendientes y vadeando ríos, y aprendí la pauta del equilibrio cargando cientos, miles, de bidones de agua sobre mi cabeza erguida. Por alguna razón, mi mente mantenía el control en los momentos de peligros, hasta sortearlos.” (Hernández Núñez, p.294).

Frente a un cibermundo en el que la IA modela discursos, predice comportamientos y automatiza decisiones, el testimonio del personaje Leona recuerda una forma de sabiduría arraigada en el cuerpo, el entorno y la resistencia. Esta narrativa encarna una inteligencia vivida, no IA computada, que ofrece un contrapeso necesario a los procesos algorítmicos contemporáneos: antes de los datos, estuvieron las vivencias, que se convierte en narrativas literarias.

Esto también se despliega en la narrativa de Veloz Maggiolo, en Florbella (2010), al entrelazar la riqueza histórica, la belleza del lenguaje, la presencia enigmática de las mujeres y las excavaciones arqueológicas, como metáfora del conocimiento. Esta obra permite una profunda reflexión sobre la condición humana y su complejidad, resonando como un eco del tiempo que se cuela en nuestras propias existencias. La memoria, el deseo y la búsqueda del sentido se entrelazan en un relato que interpela tanto al lector como a la historia misma.

Estos intelectuales que he abordado en el plano filosófico-literario, incluidos aquellos como Veloz Maggiolo, han sido galardonados con el Premio Nacional de Literatura, distinción que reafirma su relevancia cultural. Estos artistas de la palabra no solo han escrito obras memorables, sino que también representan lo que he conceptualizado como el intelectual innovador: figuras creativas, capaces de configurar símbolos y desbordar los límites de la imaginación, trascendiendo géneros, estilos y fronteras del pensamiento tradicional.

Su práctica intelectual no se limita a la página escrita, sino que se expande hacia las redes simbólicas de la contemporaneidad, donde la palabra dialoga con la imagen, el dato con la intuición, y la tradición con la tecnología. En esta confluencia, surge una nueva forma de pensamiento capaz de mirar el pasado con ojos del futuro.

Así, el intelectual innovador, al sumergirse en el tejido vivo del espacio social fusionado con el ciberespacio, deviene un crisol palpitante de ideas, lenguajes y literatura donde se forja como fuego en la fragua la cibercultura.

En este contexto, lo que prevalece es la disposición a cuestionar, experimentar y explorar nuevas formas de interactuar con la información y el conocimiento. La búsqueda del conocimiento ya no es una cómoda travesía por caminos seguros, se transforma en una aventura donde cada descubrimiento puede llevar a otro, y donde el viaje es tan valioso como el destino mismo. El intelectual innovador se enfrenta a la realidad de que, aunque la información es más accesible que nunca, la calidad y la coherencia del conocimiento son más difíciles de asegurar.

La sobreabundancia de datos, la superficialidad, a menudo reemplazan a la profundidad. El conocimiento circula de manera profusa y difusa, y quienes tienen habilidades para argumentar y pensar con sentido, deben aprender a orientarse en medio de esta confusión. La posibilidad de construir saberes propios se vuelve un desafío constante, en un cibermundo en el que las viejas certezas se desvanecen y el conocimiento implícito cobra más valor que nunca.

El intelectual light en el cibermundo queda marcado por el texto del pensador Alain Minc, quien, a finales de la primera década del siglo XXI, escribió Una historia política de los intelectuales (2012). Minc, con la lucidez que lo caracteriza, en una época en la que la inteligencia artificial aún estaba relegada a un segundo plano, mientras lo digital y las redes sociales dominaban el escenario del cibermundo, llegó a afirmar:

“Igual que Gutenberg metamorfoseó el papel del escritor, la red transformará evidentemente el funcionamiento de la esfera intelectual. Al poder intelectual le ocurrirá lo que al poder en la teoría de Michel Foucault: estará en todas partes y en ninguna parte. La red no significa, contrariamente a lo que creen los idealistas de la tecnología, la abolición de la renta del saber. Esta corre el riesgo incluso de reforzarse, pasando de los hechos a los métodos, de los conocimientos a los sistemas, de las referencias incompletas a los conceptos. Todo está disponible, pero no hay nada adquirido. Todo es accesible, pero nada es coherente. Se ofrece todo, pero nada es exhaustivo. Los que saben no tienen pues por qué preocuparse, pues la mayoría de los individuos conocerán muchas más cosas, pero los poseedores del verdadero saber conservarán su ascendiente” (Minc, 2012, p. 421).

Quienes realmente dominan el saber, capaces de conectar, interpretar y sistematizar, seguirán teniendo ventaja y poder. En última instancia, el ciberespacio democratiza el acceso a los flujos de información y conocimiento explícitos, pero también amplía la brecha entre un intelectual de superficie y uno que es innovador, crítico y creativo.

Ver (1): Apología de Sócrates, Critón o El deber del ciudadano (Platón, 1986) y en Apología de Sócrates, Menón, Cratilos (Platón, 2004).

Andrés Merejo

Filósofo

PhD en Filosofía. Especialista en Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS). Miembro de Número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Premio Nacional de ensayo científico (2014). Profesor del Año de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).. En 2015, fue designado Embajador Literario en el Día del Desfile Dominicano, de la ciudad de Nueva York. Autor de varias obras: La vida Americana en el siglo XXI (1998), Cuentos en NY (2002), Conversaciones en el Lago (2005), El ciberespacio en la Internet en la República Dominicana (2007), Hackers y Filosofía de la ciberpolítica (2012). La era del cibermundo (2015). La dominicanidad transida: entre lo real y virtual (2017). Filosofía para tiempos transidos y cibernéticos (2023). Cibermundo transido: Enredo gris de pospandemia, guerra y ciberguerra (2023). Fundador del Instituto Dominicano de Investigación de la Ciberesfera (INDOIC). Director del Observatorio de las Humanidades Digitales de la UASD (2015). Miembro de la Sociedad Dominicana de Inteligencia Artificial (SODIA). Director de fomento y difusión de la Ciencia y la Tecnología, del Ministerio de Educación Superior Ciencia y Tecnología (MESCyT).

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