El arte, al no poder establecer un conjunto de normas que clasifique los sentimientos en un solo recipiente, ha ido creando pequeños subgéneros que le permitan ordenar un poco el caos. Cuando aparece un animal exótico entre la maleza de la selva o bien en el caso de que habláramos, desde el punto de vista de un ornitólogo que tratara de clasificar un ave que no le resulta fácil de encasillar, recurriríamos a colocarle un rótulo, que especificara qué hay de extraño e insólito en él. En mi caso particular me gustaría hacer un aporte modesto a algo que bien podría titular: Mi antología personal de las emociones.
En general suelo ser una persona rigurosa y exigente a la hora de emitir opinión cuando una obra se presenta ante mis ojos, tiendo a situarme -sin siquiera proponérmelo- a cierta distancia emocional, casi como un minucioso francotirador que trata de hacer diana en el antílope que se cruza en su camino. Cuando afronto tal tarea, trato de ir al centro mismo de las cosas convirtiéndome, de esa manera, en tamiz de finos orificios que impide que cualquier detalle superfluo o gratuito atraviese mí retina. Y sin desdecirme de lo anterior y sin que dicha condición suponga inconveniente alguno, no puedo negar el hecho de que cuando la emoción toca mi fibra sensible, celebro y canto sin pudor el hallazgo a los cuatros vientos. Confieso que, en algunos casos, se me hace un nudo en la garganta, pues la impresión es tan rotunda e inapelable que debo, en esos casos, fingirme fuerte y no excederme en halagos desmedidos. Si mal no recuerdo fue el pintor Pablo Picasso quien afirmó "cuando no entregamos un elogio de algo que lo merece estamos robando lo que no nos pertenece". Y ese robo, en mi opinión, es producto en muchos de los casos de la mezquindad, la falta de generosidad y del hecho de poseer un corazón muy pequeño y ruin. Quienes me conocen bien saben cómo ante la belleza, en cualquiera de sus formas, me transformo, pierdo el equilibrio, no me contengo y la alegría se me escapa y se expresa a borbotones ante el nuevo descubrimiento. Realmente siempre me hace muy feliz reencontrarme con esta característica que me es tan propia y de la que me siento al mismo tiempo orgulloso de poseer.
Una antología es, después de todo, una selección de elementos que, por su naturaleza exquisita, no es frecuente su aparición en el tiempo. Si tuviera que hacer mi particular elección de momentos antológicos en mi vida, un recuento de mis emociones más memorables no podría nunca olvidar el instante en el que mi primera novia, con apenas doce años, besó mi muñeca izquierda. Tenía un lunar en el centro y elegí, entre cualquier otro lugar para recibir el beso -aún por encima del tan deseado espacio natural de los labios- aquella pequeña señal porque en ella yo imaginaba un hermoso reloj con mi ingenuidad de niño. Ese día mi emoción ascendió hasta el mismo cielo.
Una segunda y grata revelación, que caló en mí profundamente, está vinculada a un cuento escrito por un buen amigo llamado Wilfredo Rijo. La narración describe, en breves líneas, la historia de una gata que, celosa, ve a su dueño hacer el amor con su pareja. Luego, tras el momento de pasiones intensas, este se dirige al baño y se tiende boca arriba en la bañera para relajarse. El animal le observa ladino mientras se adormece bajo el agua que poco a poco va cubriendo su cuerpo, hasta que el felino salta al interior, arranca de un bocado su miembro, recorriendo luego la noche con la sangre que aún destila de su boca. Este cuento, que su autor había dado por perdido hacía ya mucho tiempo, fue atesorado por más de cuarenta años en una colección de suplementos culturales que hoy sigo conservando.
Otra de las sorpresas que me causó un fuerte impacto fue un breve ensayo, Filosofía del silencio, escrito por Alejandro Arvelo. En una ocasión me lo hizo llegar, con ese estilo tan peculiar que tiene para minimizar su propia obra y que a veces incluye, en su discreción, incluso a su misma figura. Me lo había enviado argumentando que se trataba de una pequeña obra de pensamiento sin la menor importancia, Comencé su lectura a las tres de la mañana y no pude soltar el libro hasta terminarlo y responderle con un artículo para agradecerle por tan bello trabajo.
Hay un último acontecimiento, que no por ser de una época muy remota, ha dejado de poseer para mí un valor inconmensurable. Tengo un amigo que allá por los años ochenta se sentía "un hombre acabado". Parafraseando el título de una las obras de Giovanni Papini, se puede decir que había alcanzado la cúspide como poeta. Era todo un referente entre sus pares, sin embargo a la hora de enfrentarse a la narración de un cuento o de una novela, fracasaba en cada intento. Parecía que su naturaleza le impidiera contar, o simplemente narrar un hecho, sin que su condición traicionara la historia al caer en mero deleite fonético. Su forma narrativa no dejaba de rimar la prosa, distrayendo siempre el ojo del lector con la construcción de una bella frase que arruinaba toda intención, restando el auténtico sentido a lo narrado.
En una ocasión, hace ya más de diez años, tuvimos una acalorada discusión. El me había leído un primer esbozo de su novela en ciernes y yo, con mi modo de ser se la hice añicos. Le espeté, sin la menor conmiseración, que en nada se parecían aquellas palabras a la profunda y dolorosa verdad contenida en sus poemas y que en última instancia, no encontraba nada entre sus líneas que me permitiera reconocerle. Si bien aquella brusca y ácida crítica no nos distanció, quedó latente como una herida abierta entre nosotros por mucho tiempo. A la vez generó en él una respuesta que le impedía mostrarme cualquier intento literario que tuviera que ver con aquel episodio por simple que este fuera. Pasaron muchos años sin que ni uno ni otro nos atreviéramos a abordar aquel tema abiertamente.
Algunas décadas después, en una tarde de intensa lluvia, quedamos en encontrarnos en el antiguo bar que antaño frecuentábamos. El llegó empapado de agua, se quitó la capa que le cubría y se sentó, con cierta timidez, en la mesa. Luego de pedir algo al camarero, sacó de entre varios folios, un texto hasta entonces para mí desconocido y fue leyendo en su habitual ritmo pausado y sin estridencia alguna, una historia de lo más hermosa. Mientras avanzaba en el contenido yo me preguntaba, con enorme curiosidad, quién sería el cuentista que había escrito todas aquellas páginas. Él respiraba profundo en cada punto y aparte, seguía adelante hoja tras hoja sin precipitar en ningún momento el fin. Yo me sentía expectante e impaciente por saber quién era el autor de aquella narración. Cuando llegó al final exclamé: -Excelente cuento.
Me pareció, en un principio, que se trataba de una historia narrada por un poeta, pero había un gancho oculto que me jalonaba y que no me dejó soltarla hasta el final. Él se quedó un largo rato mirando en silencio la taza de café que había desplazado a un lado para hacer espacio a sus papeles. Entonces me di cuenta de que, para mí sorpresa, estaba sentado frente a un maravilloso contador de historias. Siempre había creído que el tránsito de un buen poeta a excelente cuentista estaba solo reservado a unos pocos escritores privilegiados como Julio Cortázar o Mario Benedetti. Muchos son los narradores que no logran cruzar ese puente que transita del verso a la narrativa y viceversa. La mayor parte de ellos se ahogan en el primer intento.
Mi querido amigo, que vive en estos momentos en Brasil me ofreció, para mí deleite, el mejor regalo una tarde de noviembre en el Café de las Flores de París. Hay quien dice que tiendo a colocar el escenario de mis fantasías en el lugar en el que se me antoja y a veces es verdad. Hoy he decidido ubicar este recuerdo y situarlo en el mismo café en el que dos de los más grandes pensadores y creadores del siglo XX, Albert Camus y Jean Paul Sartre, dominaron el mundo con su inagotable talento, logrando con sus obras trascender su época.
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