En salud, cada decisión que no se toma a tiempo se paga dos veces, primero con sufrimiento humano, luego con dinero. Esto lo saben las familias que enfrentan tratamientos costosos que pudieron evitarse con un diagnóstico temprano; lo saben los hospitales que colapsan ante enfermedades prevenibles y lo saben, aunque prefieran callarlo, los sistemas de salud y seguridad social que cargan cada año con déficits crecientes por no haber actuado cuando debieron hacerlo.
Procrastinar en salud no es una simple demora. Es una omisión con consecuencias medibles y, más que un error administrativo, es muchas veces una decisión política —velada o explícita— que relega el bien común por miedo, cálculo electoral o intereses corporativos. Así, aplazar lo impostergable se convierte en uno de los mayores obstáculos para la sostenibilidad de nuestros sistemas sanitarios.
La trampa de la inacción
En países con márgenes fiscales limitados, como la República Dominicana, donde el gasto público en salud apenas llegó al 1.9% del PIB en 2024 (Ministerio de Hacienda), se suele justificar la inacción con el argumento de la “prudencia presupuestaria”. Pero la evidencia internacional es clara, no intervenir a tiempo no ahorra, al contrario, encarece el sistema.
Según la OMS (2023), cada dólar invertido en atención primaria puede generar hasta nueve dólares en beneficios económicos y sociales. Pese a ello, el primer nivel de atención en el país sigue sin cobertura efectiva universal, arrastrando más de 20 años de promesas incumplidas desde la Ley 87-01.
¿El resultado? Más hospitalizaciones, más procedimientos costosos, más ausencias laborales, más endeudamiento familiar.
La Dirección General de Información y Defensa de los Afiliados (DIDA) reporta que el 54% de las quejas en salud en 2024 se relacionan con demoras o negaciones en servicios que debieron haberse ofrecido a tiempo. Lo que debió ser prevención se convierte en crisis. Lo que pudo costar poco, termina costando vidas.
Oportunidades que se esfuman
Aplazar decisiones es perder ventanas de oportunidad. Lo vivimos con el dengue en 2023, cuando superamos los 25,000 casos y se registraron al menos 35 muertes. Las alertas sanitarias estaban sobre la mesa desde junio, pero las acciones de control vectorial y las campañas de información llegaron tarde y, claro está, pagamos el precio.
Lo mismo ocurre con enfermedades crónicas. En salud mental, por ejemplo, el Banco Mundial (2022) estima que el costo global del trastorno depresivo mayor sin tratamiento oportuno asciende a 2.5 billones de dólares al año. En nuestro país, menos del 1% del gasto sanitario se destina a salud mental, y más del 70% de los casos detectados no recibe seguimiento. Otra oportunidad perdida; otra carga innecesaria sobre los hombros de las familias.
Cuando callar cuesta más
No decidir a tiempo no solo deja a la gente sin atención; también redistribuye el costo hacia quienes menos pueden pagarlo. Al fallar el sistema público, las personas buscan soluciones privadas, fragmentadas y, muchas veces, ineficaces. En 2022, el gasto de bolsillo en salud representó el 36.2% del gasto total, más del doble del umbral recomendado por la OMS.
Esto golpea especialmente a los hogares más pobres, que deben elegir entre comer o curarse. Entre pagar un médico o pagar la renta. Y cuando esas decisiones trágicas se multiplican, la salud se convierte en un factor de empobrecimiento, y la inequidad, en política de Estado.
El silencio que beneficia
No decidir no siempre es inercia, a veces, es conveniencia. Demorar la entrada de medicamentos genéricos o biosimilares beneficia a ciertos laboratorios. No actualizar tarifas o coberturas preserva los márgenes de ganancia de las aseguradoras. Retrasar la implementación de la atención primaria garantiza pacientes —y ganancias— para las clínicas privadas.
En este tablero, la salud pública pierde mientras algunos actores ganan. La fragmentación, la ineficiencia y la mercantilización no son fallas del sistema, son su diseño. La procrastinación, en estos casos, no es torpeza, es cálculo.
Decidir es un deber
El problema no es solo técnico o económico, es ético. Como dijo Paul Farmer, la desigualdad en salud no es un accidente, es una construcción. Postergar lo que debe hacerse es avalar la exclusión. Es permitir que los más vulnerables paguen el precio del inmovilismo. Es hipotecar el futuro financiero del sistema por miedo a asumir el costo político del cambio.
Otros países —Chile, Costa Rica, Colombia— han demostrado que sí se puede reformar con evidencia y voluntad. Pero hace falta liderazgo, capacidad técnica y coraje.
El costo de no decidir está frente a nosotros, muertes evitables, enfermedades que se agravan, presupuestos que se desangran y una ciudadanía que deja de creer. No hacer nada cuando todo está claro no es neutral, es una forma de sostener el statu quo a expensas del bienestar colectivo.
Actuar a tiempo no solo es más barato. Es más justo, más eficiente y, sobre todo, más humano.
Referencias
Banco Central de la República Dominicana. (2024). Informe de Estadísticas Macroeconómicas 2023.
Organización Mundial de la Salud (OMS). (2023). Primary Health Care: Investment Case. Ginebra.
Ministerio de Salud Pública de la República Dominicana. (2024). Boletín Epidemiológico Semanal – Semana 52.
Dirección General de Información y Defensa de los Afiliados (DIDA). (2024). Informe Anual de Reclamaciones y Derechos de los Afiliados.
Banco Mundial. (2022). Mental Health and Economic Growth: The Case for Investment. Washington, DC.
Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). (2023). Panorama Social de América Latina 2023.
Organización Panamericana de la Salud (OPS). (2023). Atlas de la Salud Mental en las Américas.
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