
La desaparición de la economía industrial de plantación —aquella arquitectura económica que había sostenido el esplendor inicial de la colonia— marcó el tránsito fatal hacia un orden más rústico y primario: el hato ganadero. Cuando los ingenios colapsaron, no sólo se derrumbaron sus trapiches y calderas; se desplomó con ellos todo el andamiaje social que requería capital, disciplina productiva y mano de obra especializada. La obsolescencia llegó a extremos que rozaban lo patético: de más de nueve mil esclavos registrados, apenas ochocientos continuaban ligados a la fabricación del azúcar; los demás se dispersaban en oficios pastoriles o agrícolas que nada tenían que ver con la industria que alguna vez había distinguido a la Española entre las posesiones del imperio.
Este empobrecimiento material coincidió —y no por azar— con un proceso político-cultural que España consideraba de máxima gravedad: la irrupción, tras el Concilio de Trento, de la vigilancia antimoderna que buscaba proteger la unidad religiosa frente a las herejías protestantes. Desde Madrid se temía que todo contacto con extranjeros —luteranos, calvinistas o simples mercaderes del Norte— contaminara el edificio espiritual de la colonia. Así, cuando más necesitaban los habitantes comerciar, más se les prohibía hacerlo.
Pero el hato ganadero producía —por su propia naturaleza expansiva— excedentes transportables: cueros, tasajo, sebo, jengibre. Y esos excedentes no podían esperar el ritmo misérrimo de las flotas de Sevilla, que llegaban tarde o no llegaban. Las poblaciones del Norte y del Oeste —esas ciudades abiertas al Atlántico y, por tanto, al mundo— encontraron frente a sus playas la solución que la metrópoli les negaba: los barcos de holandeses, ingleses y franceses, cargados de bienes urgentes y necesarios.
De esa contradicción nació el rescate. No como delito, sino como economía natural; no como herejía, sino como instinto de supervivencia. Las autoridades peninsulares, enceguecidas por el dogma del monopolio y por los fantasmas doctrinales del protestantismo, confundieron la necesidad con la rebeldía. Y cuando la lógica económica de la región ya había hecho inevitable el comercio ilícito, la Corona respondió con la brutalidad incomprensiva de siempre: castigar, destruir, despoblar, antes que reconocer la racionalidad de los hechos.
Las devastaciones de las provincias del oeste de la isla de Santo Domingo
En el fondo remoto de la crisis dominicana del siglo XVII hay un documento que, leído con atención detectivesca, revela el sello de toda la tragedia posterior. Se trata del memorial del oidor de Cámara Baltasar López de Castro, cuya minuciosidad lega, sin proponérselo, el guion entero de las Devastaciones. López de Castro presentó al Rey un diagnóstico cuyo dramatismo era menos moral que contable: los “rescates” o trueques ilícitos entre los pobladores del norte y los enemigos de la Corona —ingleses, holandeses, franceses— habían desarticulado los arbitrios reales, y con ello la posibilidad misma de sostener el aparato colonial. Y, particularmente, el miedo a la contaminacion religiosa traida por los partidarios de la reforma protestante.
Ese memorial, escrito en el año 1603, no tardó en encontrar un eco favorable en Madrid. Desde la distancia, la Corte no veía a los habitantes de Puerto Plata, Montecristi, Bayajá o Yaguana como comunidades abandonadas a su suerte, sino como focos de corrupción potencial, enclaves donde los frutos del contrabando menguaban los ingresos del Rey. Fue así como, en agosto de 1603 se expidió la Real Cédula que habría de desencadenar el drama: se ordenaba al arzobispo Fray Agustín Dávila Padilla y al presidente de la Real Audiencia y gobernador Antonio Osorio proceder a la mudanza y reducción de dichas poblaciones. La Corona, que no había enviado un solo navío para defenderlas, decretaba ahora su aniquilación en aras de la pureza doctrinal y del rigor fiscal. Las ciudades, sin haber sido escuchadas, quedaron sentenciadas por la Real Cédula del 6 de agosto de 1603.
Lo que siguió revelaría el choque entre dos visiones del gobierno colonial.
Por un lado estaba Osorio, hombre de voluntad dura, convencido de que la letra de la Real Cédula debía ejecutarse con la energía de quien cumple un designio superior. Por el otro, se alzaban Marcos Núñez de Toledo, alcalde mayor de Santiago, y el propio arzobispo Dávila, quienes, conocedores de la realidad de esas provincias, comprendían que la mudanza forzosa equivaldría a la ruina inmediata. Ambos defendían soluciones más sensatas: crear una armadilla que protegiera las costas, establecer puertos libres que canalizaran legalmente el comercio y redujeran la necesidad del contrabando. Era el intento, por parte de la Iglesia y de algunos magistrados, de civilizar una política nacida del temor y no de la racionalidad.
Pero la Corte estaba más preocupada por los libros que por las vidas.
En 1604, el arzobispo descubrió trescientas biblias castellanas con notas luteranas, introducidas subrepticiamente por los extranjeros. Fueron confiscadas y quemadas en la plaza por el deán Nicolás de Añasco, en una ceremonia pública que, lejos de fortalecer la fe, revelaba la magnitud del abandono: los puertos estaban tan desguarnecidos que entraban biblias protestantes con la misma facilidad con que entraban mercancías. Esa hoguera fue interpretada en España como prueba irrefutable del peligro; en la isla, en cambio, fue la señal de que ni siquiera la Iglesia podía ya contener el avance de lo inevitable.
Luego, el destino intervino con la imprevisibilidad de un golpe de Estado.
En 1604 murió el arzobispo Fray Agustín Dávila, precisamente el hombre que hubiera podido frenar la brutalidad de la orden real. Su muerte, más que un duelo eclesiástico, significó la eliminación del obstáculo mayor a los planes de Osorio. El gobernador, despojado de frenos espirituales y sin el contrapeso moral del prelado, procedió a ejecutar la mudanza con una firmeza que rozaba el fanatismo administrativo. Las poblaciones del norte fueron incendiadas o desocupadas a la fuerza a partir del 19 de febrero de 1605; los habitantes, arrastrados hacia el sur en caravanas que parecían más deportaciones que traslados, vieron arder sus hogares sin haber cometido otro delito que sobrevivir como podían.
La reacción no se hizo esperar. En Guaba, donde la dignidad venció al temor, estalló una rebelión encabezada por Hernando de Montoro, eco tardío de los alzamientos medievales contra la injusticia. No fue una revuelta contra la Corona, sino contra la ceguera de sus ministros. Pero Osorio, decidido a mostrarse más fiel que sensato, sofocó la sublevación y llevó adelante su plan con la frialdad de quien confunde disciplina con inteligencia. Cuando concluyó, lo que había sido el corredor económico más rico y dinámico de la colonia quedó convertido en un desierto humano, un vacío deliberado que costaría siglos reparar.
Así nació, paradójicamente, la dualidad que desde entonces fracturó a la isla de Santo Domingo. Las provincias despobladas quedaron abiertas a la penetración extranjera; el oeste, abandonado, se transformó en tierra de nadie primero, y en tierra francesa después. Y lo que Osorio pretendió presentar como una operación de salvamento moral y fiscal se convirtió, por ironía histórica, en el acto fundacional del desequilibrio étnico, económico y político que caracterizaría a la isla por el resto de su historia.
Si se observa la secuencia con la minuciosidad del historiador que busca las raíces del desastre, se descubre que nada ocurrió por fatalidad. Hubo un instigador intelectual —López de Castro—, una voluntad ejecutora —Osorio—, un obstáculo moral suprimido por la muerte —Fray Dávila—, unos corregidores prudentes apartados —Núñez de Toledo— y, finalmente, unas víctimas cuyo único crimen fue habitar los márgenes olvidados del Imperio. La historia conserva los nombres de los funcionarios; el sacrificio anónimo de los pobladores quedó disuelto en las cenizas de sus hogares.
Pero en esa cadena se esconde la verdadera lección: cuando el Estado confunde autoridad con desarraigo, cuando el celo fiscal se impone sobre la inteligencia política, las colonias no se salvan: se pierden. Y así, la Real Cédula de 1603, ejecutada con más rigor que juicio, no sólo devastó cuatro provincias: inauguró la fractura que siglos después todavía pesa sobre el destino de la isla.
El juicio de residencia a Antonio Osorio
El Memorial de capítulos que Bartolomé Cepero y Gaspar de Xuara presentan contra don Antonio Osorio, fechado el 18 de agosto de 1608, constituye el documento de mayor gravedad jurídica levantado contra un gobernador en toda la historia colonial dominicana. El texto, articulado en treinta y tres cargos, se inscribe dentro del severo mecanismo castellano de control administrativo: el juicio de residencia, que exigía a todo funcionario real rendir cuenta de su conducta al término de su oficio
Los acusadores señalaron que Osorio ejecutó la despoblación con una crueldad y prisa contrarias a la Cédula de 1603: quemó pueblos, iglesias y estancias, impidió que los habitantes salvaran sus bienes y provocó pérdidas masivas tanto a los vecinos como a la Real Hacienda. Esta negligencia dolosa convirtió la política de reducción en un acto de destrucción innecesaria y dañina.
A ello se añadieron acusaciones de corrupción: uso del cargo para beneficio propio, envío de cueros y frutos en barcos privados y ejercicio arbitrario del poder en favor de allegados. El oidor Manso de Contreras lo describió como jugador, licencioso, concusionario y soberbio, rasgos que comprometían su idoneidad moral y administrativa. En el derecho indiano, la mala fama pública no era un detalle anecdótico: afectaba directamente la legitimidad de un magistrado para ejercer jurisdicción.
El resultado del juicio fue claro: Osorio había incurrido en exceso de jurisdicción, corrupción y negligencia grave, causando un daño irreparable a la población y a la Real Hacienda. Aunque razones políticas impidieron una condena ejemplar, el proceso dejó fijado para la historia un veredicto contundente: el responsable directo del mayor desastre administrativo del siglo XVII en la isla fue su propio gobernador.
Los resultados de las devastaciones
Las acciones de despoblación y traslado impuestas por Antonio Osorio alteraron de forma irreversible la configuración humana y territorial de la parte española de la isla. Sus efectos esenciales pueden resumirse en cinco dimensiones críticas:
- Demografía: creación de un vacío poblacional
La expulsión de los habitantes de Bayajá, Monte Cristi, Puerto Plata, La Yaguana y otras villas produjo un extenso desierto humano entre el Ozama y el Artibonito, interrumpiendo linajes, oficios y comunidades que habían definido la frontera norte desde el siglo XVI. Este vacío tardaría más de un siglo en recuperarse.
- Economía: colapso del modelo productivo
La destrucción de estancias, ganados y frutales hundió la economía ganadera y comercial del Norte y el Oeste, provocando hambrunas, escasez y la ruina fiscal de la Corona. La Real Hacienda perdió su zona más activa sin que surgiera un reemplazo viable.
- Psicología colectiva: trauma y desconfianza
La violencia administrativa —quema de casas e iglesias, pérdida del patrimonio familiar— creó una sensación de agravio que detonó la Rebelión de Guaba y sembró una desconfianza duradera hacia la autoridad real en la población criolla.
- Sociedad: desorden y surgimiento de identidad criolla agraviada
El traslado masivo destruyó la sociedad norteña y generó desarraigo, miseria y caos social en las zonas receptoras. Este episodio marcó el nacimiento de una conciencia criolla crítica, cuyo resentimiento serviría de base a futuros proyectos autonomistas.
- Geopolítica: origen remoto de la división de la isla
El extenso vacío humano dejó sin defensa la frontera occidental, facilitando el avance francés y la posterior creación de Saint-Domingue. Lo que buscó asegurar la isla terminó debilitándola y favoreciendo la futura dualidad política y cultural del territorio.
Las Devastaciones constituyen el mayor fracaso estratégico del período colonial español en La Española. Al destruir su región más fértil y dinámica, la administración abrió las condiciones para la ruina económica, el resentimiento criollo y la penetración extranjera que, a largo plazo, condujo a la isla dividida en dos. Todo quedo compendiado en una frase: Se perdió Bayajá. Pero no solo, también se perdió El Guarico, Lares de Guahaja, la isla de Guanahibes, la Yaguana, la Verapaz, donde transcurrió la infancia del gran cacique Enriquillo. Andando el tiempo, se abrio las puertas a la dualidad etnica y social en la isla de Santo Domingo, con la exisencia de dos naciones, en el territorio de toda la isla que desde 1492 hasta 1697 se mantuvo totalmente en manos de la Corona de España.

Referencias bibliográficas
RELACIONES HISTORICAS DE SANTO DOMINGO, Vol. II.
- Colección y Notas: E. RODRIGUEZ DEMORIZI.
- Edición/Publicación: Archivo General de la Nación, Vol. IV.
- Editorial: EDITORA MONTALVO.
- Lugar: CIUDAD TRUJILLO, R. D..• Año: 1945.
- Peña Batlle, Manuel A.: Las Devastaciones de 1605 y 1606 (Contribución al estudio de la realidad dominicana). ◦ Publicación: IMPRENTA J. R. VDA. GARCIA SUCS., CIUDAD TRUJILLO, 1938.
- García, José Gabriel: Compendio de la Historia de Santo Domingo.
◦ En las notas se cita la edición de 1893, Tomo I, págs. 146-147.
Catedral de Cuba (1929).
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