El 25 de noviembre, declarado por la ONU como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, nos recuerda una verdad dolorosa: la violencia no solo hiere cuerpos y vidas, también hiere el futuro. No se queda en un episodio aislado; se transmite. Se hereda en silencios, en gestos, en modelos que niñas y niños observan sin que nadie se los explique. Y lo que no se corrige, se repite.
Aunque el país ha avanzado en leyes, políticas y discursos, la distancia entre lo que decimos y lo que hacemos sigue siendo grande. La sociedad condena la violencia, pero todavía la normaliza en espacios donde debía existir mayor protección: el hogar, la familia, el trabajo. Y esa incoherencia tiene consecuencias profundas.
Los feminicidios son la forma más extrema de violencia contra la mujer, pero detrás de cada estadística hay miles de violencias invisibles: psicológicas, emocionales, económicas o simbólicas. Violencias que no dejan marcas, no aparecen en reportes oficiales y rara vez llegan a un tribunal. Por eso las cifras siempre subestiman la magnitud real del problema.
El gobierno dominicano informó recientemente una reducción del 30.98% en los feminicidios. Ese esfuerzo —con avances en el programa DEAMVI de la Policía Nacional y acciones del Ministerio Público y el Ministerio de la Mujer— merece reconocimiento. Pero estos progresos no cierran la discusión. La violencia estructural sigue ahí, reproduciéndose en patrones culturales e institucionales que no cambian con la misma rapidez que las estadísticas.
Las escuelas enseñan igualdad, pero muchos hogares enseñan jerarquía. Las leyes proclaman derechos, pero algunos tribunales reproducen indiferencia. Las instituciones publican estrategias, pero dentro persisten prácticas que limitan resultados reales. Por eso la violencia se mantiene viva: porque las estructuras que la sostienen permanecen intactas.
La transformación debe ser más profunda. No basta con leyes ni con campañas temporales; las acciones deben ser permanentes a través del tiempo, porque este problema es antiguo y persistente. Se necesitan decisiones firmes, coherencia institucional y liderazgo ético. El compromiso debe organizarse en torno a tres ejes: fortalecer la respuesta judicial, proteger de manera efectiva y educar para transformar. Todo ello con un enfoque que reconozca la multidimensionalidad del problema y su capacidad de reproducción intergeneracional.
El mundo requiere políticas sostenidas en el tiempo: programas de crianza positiva, educación afectiva desde la primera infancia, intervenciones comunitarias continuas, mentores juveniles que construyan nuevos patrones de convivencia. Y un sistema judicial que investigue, proteja y sancione con igualdad territorial y perspectiva de género.
Ninguna nación puede aspirar a la felicidad ni al desarrollo mientras la mitad de su población siga viviendo con miedo o sintiéndose fuera del Estado de derecho. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por todos los Estados miembros de la ONU, recuerda que la dignidad es inviolable. Con derecho humano se nace, y la mujer tiene derecho a vivirlo plenamente.
Que este 25 de noviembre recién pasado no sea un día más en el calendario, sino una llamada profunda a actuar con valentía, empatía y conciencia.
Las mujeres de hoy —y las niñas que vienen detrás— merecen una vida donde el miedo no sea costumbre y la dignidad no sea un privilegio.
Caminemos juntas y juntos hacia ese futuro.
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