No puedo considerar que delinque aquel que, en caso de duda, adopta una interpretación que sea favorable al contribuyente.” Herenio Modestino (S. III)

Si aceptamos como axioma la idea de Benjamín Franklin de que “en este mundo, nada es seguro excepto la muerte y los impuestos” [y yo agrego que aunque por tan solo una vez también tener que lidiar con algún estúpido], desde que empezamos a madurar nuestra conciencia cívica, resulta razonable -aún para el más dejado e irresponsable- que también nos empiece a interesar comprender el significado, alcance, límites y excepciones de ese engorroso y comúnmente indeseable deber constitucional de “tributar de acuerdo con la ley”, pues como informa la frase citada, resulta inevitable y condicional a nuestra existencia como empresarios, comerciantes, consumidores e incluso simples ciudadanos de a pie -aún contra nuestra voluntad individual-, ya que así lo decidimos al aceptar vivir en sociedad y bajo un contrato social, en virtud del cual precisamente asumimos la calidad de contribuyentes.

Nunca he escuchado o leído de alguien decir que su actividad favorita sea pagar impuestos, o que se divierta y disfrute hacerlo (ni siquiera de los súper patriotas o prohombres se espera semejante idea), y esto no solo porque se trate del cumplimiento de un deber sacrificante (particularmente molestoso y perturbador, confieso) que practicamos de forma estricta bajo la amenaza legal de ser sancionados, sino porque la contraprestación estatal o el gasto público que justifica estos impuestos normalmente no resulta fácilmente fiscalizable o perceptible de forma clara para el ciudadano promedio. Muy por el contrario, este siempre encuentra buenas razones para quejarse de la calidad de los servicios públicos y para terminar por advertir irrealizables muchas de las principales promesas gubernamentales, en gran medida percibiendo el erario público derrochado o evaporado debido a factores extraños a las conductas de los contribuyentes, lo que fomenta -más que la explicación de una falla del sistema- la percepción de injusticia frente a la infatigable y siempre constante y necesaria cobranza tributaria.

Esa tensión natural entre agentes activos y pasivos de las obligaciones tributarias potencia que las diferencias interpretativas que suelen ocurrir al aplicarse una norma tributaria de forma incorrecta, impliquen casi siempre un pleito que se origina en la sede de la Dirección General de Impuestos Internos (DGII) y que solo concluye ante la existencia de una decisión judicial irrevocable. Que suceda así, sin alta probabilidad de una transacción o desistimiento en el curso del proceso contencioso -salvo que con motivo en el cansancio del contribuyente-, no responde necesariamente a la terquedad de un funcionario de turno, sino como una política que se cree para la preservación del orden económico y político frente al posible impacto razonable que podría causar aceptar repentinamente que prevalezca la postura de un contribuyente -aún con indiscutible razón-, pero expansiva a todos los demás contribuyentes en casos iguales.

Es decir, -casi siempre sobreestimando su trascendencia- se prevé que las consecuencias de tal aceptación voluntaria a favor del contribuyente, podrían tener impacto considerable en el nivel de recaudación fiscal, incluso para el producto interno bruto (esto es, de cara a la presión tributaria), de tener que descontinuar el Estado la cobranza de determinados “impuestos” sin estar financieramente preparado para ello, o de prescindir de la recepción de valores -cuantiosos, o no- (aun)que legalmente no correspondan con impuestos concretamente, pero que una práctica administrativa incorrecta -cual costumbre contra legem– se había encargado de darle tal apariencia legal.

Pero si la pretendida conveniencia financiera del Estado es la excusa para semejante política de la DGII atendiendo a que el fin justifica sus medios, se transgredan los derechos que se transgredan tras la cortina del formalismo, queda claro que se trata de una política incompatible con el modelo de Estado que organiza nuestra Constitución, específicamente con su función más esencial: la protección efectiva de los derechos de la persona y el respeto de su dignidad (art. 8).

En términos prácticos, pues a partir de casos particulares, a continuación procedo a explicarles cómo se viene aplicando esa práctica inconstitucional que llamaré la política del avestruz de la DGII, esto es: su tendencia a obviar respetar los derechos fundamentales de los contribuyentes, pretendiendo -con malicia, pues no se puede de otra forma- que desconoce estar violando esos derechos, solo para hacer prevalecer sus intereses recaudatorios en lo inmediato, o prolongar por esos intereses esa resistencia a la juridicidad tanto como sea posible.

Aprovechando el carácter de la relatividad de la cosa juzgada y la falta de mayor difusión de las sentencias del Tribunal Superior Administrativo, e incluso las brechas que deja la ausencia de una comunidad jurídica dinámica respecto de los pronunciamientos de la Suprema Corte de Justicia (SCJ), en ocasiones la DGII ha solido -y suele- únicamente respetar la decisión irrevocable adoptada por el Poder Judicial en el caso concreto resuelto y solo de forma irrevocable, obviando regularizar su conducta como agente activo en la cobranza de “impuestos” respecto de muchos otros casos idénticos, en los que los contribuyentes no han advertido la irregularidad promoviendo su corrección de la manera correspondiente, y si lo han hecho, procurando litigar hasta el final, y en esas circunstancias pueden suceder años de cobros ilegales y pagos injustos, pues sin fundamento jurídico válido.

En procura de ilustrar ese fenómeno de la sociología jurídica-tributaria criolla, quizás el caso más emblemático lo representa la hoy execrada regla del solve et repet, antes vigente en los artículos 8 de la ley 1494 de 1947 y 63, 80 y 143 del Código Tributario. Sin quizás las disposiciones legales que más veces han sido declaradas inconstitucionales vía control difuso en nuestra historia judicial.

De conformidad con esas reglas para poder impugnar o recurrir las decisiones de la Administración Tributaria relativas al pago de impuestos, tasas, multas, intereses o recargos tributarios, resultaba una condición de admisibilidad probar que previamente se hubieren pagado esos conceptos, es decir: “pague y después reclame”, o, “pague para que pueda acceder a la justicia”. Resultando esto notoriamente violatorio a la tutela judicial efectiva, al derecho a la defensa, a la igualdad de todos ante la ley y al principio de razonabilidad, al menos desde la década de 1970 en el derecho comparado, e incluso a nivel jurisprudencial, se venía forjando la convicción sobre la inconstitucionalidad del solve et repet, la que no tardó mucho en ser adoptada y promovida por distinguidos juristas dominicanos en el curso de los 90 -entre estos, Eduardo Jorge, Edgar Barnichta, Hipólito Herrera, entre otros-, y ya para el año 1998 se empiezan a registrar los primeros pronunciamientos de inconstitucionalidad de dichas disposiciones por el antiguo Tribunal Contencioso Tributario en casos concretos en los que siempre figuró la Administración Tributaria como parte instanciada. Sin embargo, tuvieron que suceder incontables pronunciamientos similares, incluyendo posteriormente decisiones de la SCJ en igual sentido y actuando como Tribunal Constitucional apoderada de acciones directas, para que casi una década después la DGII aceptara descontinuar la aplicación de esas disposiciones legales. ¿Era esa larga espera necesaria para que se hiciera prevalecer el Estado de Derecho en materia tributaria y se empezarán a respetar los derechos de todos los contribuyentes de una vez por todas? No, la política del avestruz prevaleció.

Pero si ese ejemplo puede parecerles producto de la arqueología jurídica que tanto disfruto, prosigo mi discurso con algunos casos no menos ilustrativos de la causa de mi denuncia, y que comparto de mi experiencia como litigante.

Recientemente la Tercera Sala puso fin a un conflicto surgido en el año 2016 entre mis clientes y la DGII, en el que esta última exigía el pago del impuesto a la transferencia de un inmueble pero respecto de dos contratos de compraventa sucesivos que los vendedores habían realizado, y no obstante el primero de esos contratos haberse resuelto por convención de los mismos contratantes. Mediante su sentencia SCJ-TS-25-0048, de fecha 31 de enero 2025, dicho tribunal estableció que:

“(…) el hecho causante del impuesto no tuvo lugar, procediendo que se autorice solo el pago del impuesto por transferencia inmobiliaria por la compraventa posterior a la cancelación de la primera operación (…), pues es la transferencia que se encontraba vigente al momento de acudir a la Administración Tributaria.

“(…)al querer cobrar por la transferencia inexistente de un inmueble conjuntamente con la transferencia posterior del mismo inmueble, lo que en realidad está haciendo es que el contribuyente pague por la transferencia de un inmueble dos veces, lo que implicaría que vendió dos veces el mismo inmueble, lo cual es un contrasentido fáctico y jurídico.”

¿Tenía la DGII que esperar casi 10 años para desistir de ese contrasentido fáctico y jurídico que pretendía hacer prevalecer by all means necessary? El más elemental humanismo y sentido de buen juicio justifica la negativa, sobre todo si consideramos que lo resuelto por la SCJ ya había sido establecido en un caso similar por sentencia de esa misma sala del año 2012, al juzgar que: “(…) para que exista obligación tributaria tiene que haberse materializado de forma concreta y real el presupuesto consagrado abstractamente por la norma tributaria, lo que no ocurrió en el caso del primer contrato donde no se operó la transferencia inmobiliaria por lo que no se perfeccionó el hecho generador de la obligación tributaria”. (ver SCJ, 3ra. Sala, 28 de diciembre de 2012, sent. núm. 53, B.J. 1225). De nuevo, la política del avestruz se impuso.

Otro ejemplo. En el año 2012 la DGII determinó cobrar el impuesto a la propiedad inmobiliaria (IPI) respecto de un inmueble rural -materia no imponible-, y con base a que este resultaba con alto potencial de desarrollo turístico, ya que -a su decir- “del mismo existe una porción de 20,000 m2 que se encuentra en zona de playa”. Atendiendo a esta circunstancia, decidió aplicar ciertos “parámetros de clasificación inmobiliaria y de tasación” extralegales, conforme a los cuales “[c]uando se trata de inmuebles con áreas extensas en zonas rurales, de más de 100,000 mts cuadrados, que cubran zona de playa, se considerará urbana la franja horizontal de playa multiplicado por 200 mts lineales desde la orilla hasta el interior y como rurales, el resto del terreno, aplicando a cada fracción la tarifa que corresponda.”

Considerando lo evidente y racionalmente indiscutible, esto es: “el cobro del IPI se basó en técnicas erradas y sin fundamentación legal”, mediante sentencia núm. 00457/2015, de fecha 24 de noviembre 2015, la Segunda Sala del TSA respondió nuestro recurso jurisdiccional revocando el acto administrativo contentivo de la indicada determinación de la obligación tributaria de IPI, y, para variar, nos resultó una agradable sorpresa que el entonces Subdirector Jurídico de la DGII nos comunicara que acatarían lo decidido por el Tribunal, por lo que podíamos dar ese conflicto por terminado, como en efecto sucedió. Excelente, de nuestra parte, a celebrar. Sin embargo, posteriormente descubrí que aún en este caso la política del avestruz también hizo de las suyas.

Que respecto de nosotros el caso no continuara con ese final feliz no significaba que así sería respecto de otros múltiples casos similares que no contaron con la misma rebeldía legítima -por no decir que con algo nuestra suerte- de parte de los contribuyentes afectados. Por eso, en solidaridad profesional ya en varias ocasiones he tenido que compartir la antes citada sentencia con colegas que aún se encuentran en las mismas frente a la DGII. En efecto, mediante sentencia SCJ-TS-24-1295, de fecha 31 de julio 2024, la Tercera Sala de la SCJ se pronunció sobre la ilegalidad de la pretendida clasificación inmobiliaria que realiza ilegalmente la DGII, estableciendo que: la administración tributaria no tiene competencia legal para reclasificar un inmueble como urbano “por ser actividad muy diferente a su finalidad como ente recaudador de impuestos”.

En conclusión, la denunciada política del avestruz no es más que una estrategia de litigación temeraria y a todas luces condenable, pues eso de hacerse el loco o el ignorante con conciencia plena de lo que se está haciendo -aún en sede judicial-, y a costa de sacrificar intereses legítimos, no puede menos que ser asimilable con un dolo, independientemente de los fines que se tengan. Y en un Estado Social y Democrático de Derecho eso resulta injustificable e intolerable, pues el único fin que debe procurar su gobierno es la protección de los derechos fundamentales, y bajo ningún concepto lo contrario.

De mi parte, un último consejo a la DGII: cuando el avestruz mete la cabeza en la tierra deja el fundillo al descubierto. Cuidado con eso, que podría salir más cara la sal que el chivo, sobre todo porque los abusos e injusticias del poder público siempre se terminan pagando.

Manuel A. Rodríguez

Abogado

Licenciado en Derecho magna cum laude, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (2006), Master en Argumentación Jurídica, Universidad de Alicante (2014) y Master di Secondo Livello in Argomentazione Giuridica, Universitá degli Studi Di Palermo (2014). Investigador Senior del Centro Universitario de Estudios Políticos y Sociales de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, CUEPS-PUCMM. Abogado en ejercicio, historiador, numismático, filántropo, poeta y rapero.

Ver más