Para Iván del Risco Bermúdez, hijo de doña América y hermano de René, todo un encanto.

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Del Risco Bermúdez, apresado en 1960, con 23 años, cuando el "complot develado". Recreación a partir de una foto publicada en el libro de aquel proceso judicial, publicado por Rafael Valera Benítez. Obra de Miguel D. Mena.
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Iván del Risco Bermúdez, hijo de doña América, petromacorisano a carta cabal, el último intelectual en la Sultana del Este, quien más y mejor nos podría hablar de su hermano René.

Repito lo que decimos y sabemos, pero no siempre tomamos en cuenta: quien escribe o nos desenrolla sus imágenes nos está proponiendo un mapa, un cielo, una degustación. Tomas y dejas. O tal vez sigues de largo.

René del Risco Bermúdez es una personalidad diversa, inmensa, para muchos gustos. Está el frívolo, el dandy, el hombre de éxito, el hermoso, el de muchos sacos, corbatas, amantes, el hijo y hermano y primo más que excelente. También está quien oía al Dylan joven, quien si bien no murió a los 27 -como Joplin, Morrison, Hendrix-, lo hizo a los 35, que en nuestro caso sería casi lo mismo.

A veces hay autores que te justifican, al recordarte lo bueno que es tomarte un buen whisky o poner al Andy Williams de “Days of wines and roses”.

Pero también otros que te recuerden el lado oscuro de la luna, como lo harían aquellos canallas de Pink Floyd: tus mareos ante lo que considerabas “meta”, “éxito”, y no será más que el camino hacia el viejo descubrimiento de William Blake, de que todo será buscar puertas en esta vida.

En los bizcochos de cumpleaños de René del Risco Bermúdez prefiero meterle un dedo a uno de esos bizcochos y dañar la foto, porque mis pasiones rené-arriesgadas se orientan por la zona de los mareos, las dispersiones, esas ganas o intentos de no dejar de ser nunca aquel niño miserable que salió de Villa Francisco y se mudó para San Carlos para siempre.

Porque sí: porque René siempre, emocionalmente, se mantuvo del lado de aquellas zonas críticas, distintas y distantes que si bien se movieron a trincheras más amplias que las simples del honor, al menos se sintieron parte de esos “humildes” de su abuelo, los del montón salidos, los que no babeaban tras diplomas, golpecitos del funcionario en el hombro, el “todo está bien” en los manuales de éxito, el “qué bien te ves” obligatorio cuando de todos modos chequearán a ver cómo anda tu pelo, tus zapatos, y qué mal te ves de haber pasado de los 50 y no tener un parqueo propio.

El René de la tarja en el Palacio de Telecomunicaciones que ahora lleva su nombre no honra el nombre tan amplio que tuvo. Me hubiera deseado algún verso suyo y no simplemente el tremendo logo de esa empresa del Estado. En lugar de mencionar un decreto, una manera cuasi directa de labrar para siempre el nombre de sus hacedores, tal vez debieron apelar más a la humildad, el desprendimiento, el compartir en tan breve espacio alguno de sus tantos versos o párrafos tan hermosos. “Así, tan sencillamente”, o algún otro. En lugar de haber puesto a Mateo Morrison a leer uno de sus poemas más circunstanciales, tal vez hubiera sido más saludable mostrar otro texto más motivante y amplio. O tal vez no debí haber ido a esa inauguración. Pero, ¿y si tal vez mejor no hubiera escrito este artículo y seguir cultivando esa disidencia que ya me ha sepultado en las cuatro esquinas desde hace tantísimo tiempo? ¡Oh Miguel, qué bárbaro eres!

Pero sí: prefiero el René que no sabe qué hacer ante Ton, el mismo que habla de “cómo se me fue poniendo triste”, al mismísimo que no sabe qué hacer con sus corbatas y aquel que reafirma sus alegrías ante el sábado, “el mejor día”.

Miguel D. Mena

Urbanista

Editor, docente universitario y urbanista

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