La República Dominicana ha intensificado en los últimos meses la persecución de migrantes haitianos. Según cifras oficiales, más de 145,000 personas fueron deportadas en 2025, un aumento del 70 % respecto al año anterior, con el objetivo de cumplir las metas anunciadas por el gobierno de Luis Abinader, que ha prometido la expulsión de hasta 10,000 haitianos por semana.
Las redadas no distinguen situaciones de vulnerabilidad ni respetan derechos fundamentales. En abril, más de 130 mujeres y niños fueron devueltos a Haití en un solo día, incluyendo una mujer en trabajo de parto. En apenas un mes se registraron 900 deportaciones de mujeres embarazadas o nuevas madres, un hecho calificado por organismos internacionales como una práctica “inhumana” y “racista” (The Guardian, AP News).
Actualmente, la población haitiana en el país representa entre el 5 % y el 7 % de la población total. La paradoja es evidente: mientras la República Dominicana exporta migrantes —solo en Estados Unidos residen 2,39 millones de dominicanos, en España unos 178 000, y en países tan remotos como Japón o Chile se encuentran comunidades dominicanas—, dentro de su territorio mantiene políticas cada vez más duras contra los haitianos.
En EE. UU., especialmente bajo la administración de Donald Trump, la diáspora dominicana vive redadas, deportaciones y discriminación. Numerosos testimonios hablan de miedo, precariedad y familias rotas por las políticas migratorias. Sin embargo, en suelo dominicano se justifica y legitima un trato similar hacia los migrantes haitianos, invocando argumentos falaces y alimentando discursos de odio que se han instalado en parte de la opinión pública.
Conviene recordar que en lo que va de año fueron deportados 2,545 dominicanos desde Estados Unidos, mientras la República Dominicana detuvo y expulsó a más de 145,000 haitianos.
Los medios suelen resaltar con orgullo los logros de la diáspora dominicana, especialmente de su juventud: artistas, emprendedores, atletas o profesionales que triunfan en ciudades globales. Según el Banco Central, el país recibe más de 11,000 millones de dólares anuales en remesas generadas por esa migración mayoritariamente pobre que, paradójicamente, sostiene buena parte del crecimiento económico nacional.
Por eso se habla menos de los sueños rotos: de los dominicanos que terminan en cárceles estadounidenses, de los deportados que regresan con frustración y sin oportunidades, y de la vida difícil que enfrentan miles de indocumentados en urbes como Nueva York, Madrid o Miami, donde dependen de redes de apoyo comunitario para sobrevivir.
Últimamente, decenas de dominicanos han decidido retornar voluntariamente a su país, gestionando cartas de ruta a través de consulados, empujados por el clima de hostilidad y el temor a ser detenidos. Este fenómeno refleja la fragilidad de una diáspora que, aunque masiva y vital para la economía, no siempre encuentra condiciones dignas en el exterior.
El trasfondo de esta contradicción es histórico. Desde hace décadas, sectores políticos y sociales han construido una narrativa que presenta a Haití como una amenaza cultural, económica y demográfica. Hoy, ese relato se recicla en clave de “seguridad nacional”, reforzado por una retórica nacionalista respaldada por las autoridades y por parte de la población. Esa visión explica por qué tantos dominicanos apoyan estas políticas restrictivas, a pesar de que su propio pueblo experimenta situaciones similares en otros países.
La paradoja dominicana encuentra un contraste interesante en Europa, y en particular en España, un país que pasó de ser tierra de emigrantes a destino de inmigración. El gobierno de Pedro Sánchez ha defendido que la migración es clave para sostener el crecimiento económico y responder al desafío demográfico de una población que envejece. Su plan apuesta por vías legales más claras y simplificadas para trabajadores extranjeros, además de un discurso que apela a la solidaridad europea y a los valores de inclusión.
Sin embargo, Sánchez enfrenta retos que, aunque diferentes, recuerdan a los del Caribe: la percepción pública de la migración como un problema —en especial por el impacto en vivienda y servicios básicos— y la presión de una oposición que reclama políticas más restrictivas. El desafío, tanto en Europa como en la República Dominicana, es encontrar un equilibrio entre la necesidad de mano de obra, la cohesión social y el respeto irrestricto a los derechos humanos.
Solidaridad y empatía faltan de sobra. El dilema sigue abierto: ¿puede la República Dominicana reconciliar su identidad como país generador de emigrantes con una política más humana hacia quienes cruzan su frontera? ¿Podrá España mantener su apuesta por la integración en un contexto europeo cada vez más hostil a la inmigración?
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