El cerco y la resistencia

La antigua ciudad colonial, fundada en los albores del siglo XVI a orillas del Ozama, despertó una mañana para descubrir que la sombra de la guerra se cernía nuevamente sobre sus muros. Desde Occidente avanzaban dos poderosas columnas del ejército haitiano, siguiendo la vieja estrategia concebida por Toussaint: penetrar simultáneamente por el Norte y por el Sur, converger sobre Santo Domingo y someterla por la magnitud del número o por la contundencia del pánico.

La columna del Sur, encabezada por el propio Dessalines, pasó por San Juan, Azua y Baní. La del Norte, al mando de Henry Christophe, marchó por Santiago, La Vega y Cotuí. Si algo distingue aquel episodio, es la variedad y jerarquía del estado mayor haitiano, que parecía condensar la totalidad del ejército que había nacido de la revolución esclava. En sus filas se encontraban los generales Pétion, Louis Gabart, Étienne Magny, Pierre Cangé, Magloire Ambroise, Isaac Borel, Barthélemy Mivault, Jean-Philippe Daut, Agustín Clervaux, Toussaint Brave, Nicolás Geffrard —padre del futuro presidente Fabre Geffrard— , Gérin, Paul Romain, Joseph Raphaël, Charles Lalondrie, Moreau; y con ellos los coroneles Etienne Albert, Pourcely, Germain Frère, Jean Jacques Bazile, Raymond, Julien Gupidon —muerto en combate— y el entonces capitán Jean Pierre Boyer, secretario de Pétion. Era, por su número y su diversidad, un ejército que expresaba la plenitud de la nueva nación haitiana.

Su paso por el interior de la parte española estuvo marcado por hechos cuya crueldad excedía los límites habituales de la guerra. Cuando la columna del Sur llegó a San Juan, halló el poblado vacío: los habitantes habían huido a los parajes altos donde nace el Yaque del Sur, como lo consigna Madiou. En Azua, el día 28, Dessalines se enfrentó a un viejo conocido, el general Viet, que había servido primero bajo Toussaint y luego bajo Leclerc. Tomado prisionero sin sufrir herida alguna, fue azotado hasta la muerte; y, en un acto que horrorizó a la misma oficialidad haitiana, un zapador abrió su cuerpo y devoró su corazón, dispersando luego sus entrañas por las sabanas. Aquel gesto —relatado sin ambages por Madiou— se convirtió en símbolo de la ferocidad que acompañó toda la campaña.

Más terrible aún fue la marcha del Norte. En el camino hacia Santo Domingo, las tropas de Christophe encontraron resistencia en las alturas del Cibao. La furia del general haitiano fue proverbial: la columna dejó el campo sembrado de cadáveres, entre ellos el del comandante criollo Serapio Reynoso, cuyo cuerpo fue despedazado y desfigurado. En Santiago se consumó una tragedia sin nombre: el cura Juan Vásquez fue quemado vivo en la iglesia; varios munícipes fueron colgados desnudos en los arcos de la Casa Consistorial; los heridos hallados en las calles fueron ejecutados; y la ciudad, convertida en un paisaje dantesco, fue entregada al saqueo. Christophe ordenó que el criollo Campos Tavares persiguiera a las familias que se habían escondido en los bosques. La invasión avanzaba, así, dejando tras de sí una huella que el país nunca olvidaría.

Cuando ambas columnas confluyeron ante Santo Domingo, el ejército haitiano sumaba cerca de treinta mil hombres. La ciudad, defendida por el general Ferrand, contaba con solo 3,500 soldados europeos y con 1,300 milicianos criollos. Tenía víveres apenas para tres semanas. Pero poseía una ventaja decisiva: las viejas murallas coloniales, gruesas y sólidas, aún capaces de resistir las embestidas de un ejército que, por su misma naturaleza revolucionaria, carecía de una cosa esencial: artillería.

La invasión del emperador Dessalines, en 1805: genocidio y limpieza étnica

Dessalines instaló su cuartel general en la hacienda Galá, a unos quince kilómetros al noroeste de la ciudad. Un mapa de aquel campamento, levantado por orden suya, da cuenta de la magnitud del despliegue. Allí 2,500 granaderos custodiaban al emperador, mientras se esperaba la llegada de las piezas de artillería enviadas desde Jacmel. Pero el tiempo jugaba en contra, y la impaciencia llevó a Dessalines a intentar la proeza de tomar la plaza “con las bayonetas de sus soldados y las espadas de sus generales”.

La ciudad fue rodeada. Al norte se situó la división de Gabart, bajo Daut, desde el Ozama hasta la colina de San Carlos. En el centro, las tropas de Cangé; en el ala derecha, las de Magny. La división de Pétion ocupó todo el frente oeste, desde la ruta de Santiago hasta el mar. Y Christophe, junto con Clerveaux, cerró el paso en la margen izquierda del Ozama, a la altura de Pajarito, cortando toda comunicación fluvial. El cerco era perfecto en apariencia, pero imperfecto en su esencia: ningún ejército sin artillería podía quebrar la piedra compacta de las fortificaciones.

Lo que siguió fue un asedio sin asalto posible. Los fusileros haitianos avanzaron en línea, quemaron San Carlos, incendiaron los alrededores de las murallas, pero sus esfuerzos se estrellaban, inútiles, contra los lienzos de cal y canto. No había cañones suficientes para abrir brecha, y la infantería, por numerosa que fuera, no podía trepar la muralla ni derribarla.

El sitio, entonces, tomó la forma de un lento estrangulamiento. La certidumbre del fracaso comenzó a insinuarse en los mandos haitianos cuando quedó claro que la ciudad, aunque hambrienta, no cedería. Ferrand rechazó las intimaciones de rendición. En las noches, las hogueras haitianas cercaban la ciudad como un collar de fuego; en el día, los disparos continuos recordaban que el cerco seguía vivo. Y sin embargo, la muralla se mantenía intacta.

La invasión del emperador Dessalines, en 1805: genocidio y limpieza étnica

El desenlace fue dictado por el mar. La llegada de la escuadra de Missiessy, el 26 de marzo, alteró el equilibrio del sitio. El 28, al ver desembarcar quinientos hombres y comprender que la empresa se prolongaría sin esperanza, Dessalines levantó el cerco. Había comprobado que la antigua ciudad española, como si la protegiera un espíritu ancestral, resistía todavía a las fuerzas más temibles.

La retirada haitiana abrió el camino a nuevas devastaciones en el Cibao, pero el asedio de Santo Domingo quedó como un episodio singular: una ciudad pequeña y medio vacía, con víveres escasos y una guarnición reducida, resistió a un ejército diez veces mayor.

Así terminó el cerco: no por victoria de los defensores, sino por impotencia del atacante. Una muralla del siglo XVI había vencido a un ejército del siglo XIX. Y en esa paradoja —la de una piedra que detiene el avance de un imperio naciente— se encierra uno de los momentos más significativos de nuestra historia.

La devastación de 1805: el año en que el Cibao fue reducido a cenizas

No se trata de una simple efeméride militar ni de una campaña entre caudillos rivales; es el año en que la parte española de la isla conoció la forma más sistemática de destrucción que haya visto el territorio desde las Devastaciones de Osorio. Y no fue obra del azar ni del caos indisciplinado de un ejército en retirada. Fue, como el propio Dessalines lo confesó, una política deliberada de exterminio, concebida para borrar no solo pueblos, sino poblaciones, memorias, tradiciones y vínculos espirituales.

La llamada “tierra arrasada” no fue, pues, una metáfora—fue una orden escrita, dictada por el Emperador haitiano a sus jefes: quemar todo, destruir todo, empujar ante las tropas los restos humanos y bestiales del territorio conquistado, para llevarlos como botín hacia el Oeste. Ningún conquistador europeo de los siglos anteriores había formulado, con semejante franqueza y propósito, la voluntad de aniquilar una comarca entera. Se ha dicho que la guerra es cruel por naturaleza; pero la guerra posee sus leyes. En 1805, esas leyes fueron abolidas.

Al no poder tomar Santo Domingo el 28 de marzo, transformó la impotencia militar en furor exterminador. El fracaso del sitio se convirtió en señal para desatar la cólera imperial sobre un territorio indefenso.

Y, sin embargo, el Este no había declarado guerra a Haití; no había ofendido a su Emperador; ni había invadido sus fronteras. Pero la política racial que guiaba la mentalidad de Dessalines necesitaba justificar lo injustificable. Los dominicanos fueron acusados de “hacer causa común con los franceses”—una imputación sin fundamento, pero útil para presentar la masacre como represalia militar y no como lo que fue: una ejecución colectiva.

 Moca: el degüello que fundó una memoria

El 3 de abril de 1805, la tragedia alcanzó su forma más pura en Moca. Allí se consumó uno de los crímenes más atroces que registra la historia antillana. Convocados para un Tedeum, engañados bajo el pretexto de una celebración religiosa, hombres, mujeres, ancianos y criaturas se apiñaron en la Iglesia del Rosario buscando amparo. Las puertas fueron cerradas y el templo convertido en matadero.

Arredondo y Pichardo, testigo escrupuloso, dejó escrito que en el presbiterio había “por lo menos cuarenta niños degollados”. Si la civilización occidental ha querido ver en la iglesia un santuario, un espacio inviolable incluso para el vencedor más bárbaro, en Moca esa sacralidad fue pisoteada. Ningún ejército cristiano, desde Valladolid hasta Viena, habría osado perpetrar semejante acto.

 Santiago: la ciudad reducida a brasas

Tres días después, Santiago sufrió destino semejante. Henri Christophe, obediente ejecutor de la política de su Emperador, “degolló en el cementerio los prisioneros varones”, entre ellos veinte sacerdotes. El presbítero José Vásquez fue quemado vivo en el coro de la iglesia mayor—hecho cuya sola mención debería bastar para que ninguna pluma honrada intente explicar o excusar la campaña de 1805 como simple “exceso de guerra”.

Las cinco iglesias fueron incendiadas. Las casas fueron saqueadas. Los miembros del Cabildo amanecieron colgados, desnudos, en los balcones de la casa consistorial: don Francisco Escoto, don José de Rojas, don Juan Curiel. Las mujeres, niñas y niños arrancados como botín—249 mujeres, 430 niñas, 318 niños—completan el cuadro de una ciudad no sometida, sino aniquilada.

La espantosa devastacion y deguello no se limito a Moca y Santiago. En las fuentes haitianas , particularmente, en Madiou  se dice

Todas las ciudades de la retirada fueron arrasadas y saquedas completamente.Cotui, La Vega, Monte Plata, Puerto Plata. No hubo resistencia. No hubo combate. Solo víctimas. Al llegar a la ciudad imperial de Marchand, Dessalines hizo el balance de esas jornadas espantosas para los dominicanos:

Lo que hacemos – decía el emperador— es muy cruel. Pero es necesario para el afianzamiento de nuestra Independencia, yo quiero que el crimen sea nacional, que cada uno hunda sus manos en la sangre, que los débiles y los moderados que hemos hecho felices no puedan decir un día: nosotros no hemos participado en esa barbarie; fue  Dessalines, el bandolero”. Que me importa el juicio de la posteridad” (Thomas Madiou: Histoire d`Haiti, t.III  pág. 166)

No hay, en la historia de la isla, un episodio que muestre con igual crudeza la incompatibilidad esencial entre el proyecto imperial de Dessalines y la existencia misma de la sociedad dominicana. Aquel año terrible dejó una enseñanza para siempre: un pueblo sólo sobrevive si recuerda; y sólo es digno de su memoria si la defiende.

La impotencia haitiana ante las murallas de Santo Domingo (1805)

Louis Ferrand quien gobernaba Santo Domingo  de resultas del tratado de Basilea (1795) dirigía un territorio sin agricultura, sin caminos y tenía a su mando un ejército de 3.500 soldados. Ferrand entendió desde el principio que defender la campiña era imposible. Su estrategia debía concentrarse en la ciudad. Y allí desplegó un talento organizador que ningún historiador ha encomiado.  Ferrand sabía que la fortificación sin hombres es sólo un sueño de piedra. Y por eso recurrió a la población criolla. En una ciudad de 12,000 almas, logró organizar tres batallones de milicia: unos 1,300 hombres, los primeros armados con fusiles, los posteriores con picas improvisadas. Los puestos exteriores quedaron confiados a estas milicias, mezcla de lealtad española y disciplina francesa. Las tropas recibieron además el refuerzo de algunos soldados llegados desde La Habana.

Para asegurar la duración del sitio, adoptó medidas logísticas propias de un gobernante romano: — Abasteció la ciudad con grandes depósitos de víveres. — Embargó barcos mercantes para convertirlos en almacenes flotantes. — Evacuó a viejos, mujeres y niños, las “bocas inútiles” hacia Puerto Rico,  para que los víveres alcanzaran a los combatientes. Finalmente, tomó una decisión terrible, pero justa dentro de la lógica militar: incendió el poblado de San Carlos, situado a media legua de la ciudad, para impedir que el enemigo lo utilizara como refugio. Ferrand demostró así que no cedería un solo palmo que pudiera comprometer la defensa. Y resistio sin desfallecer hasta llegada de la escuadra de Missiessy.

Durante la persecución, según el testimonio de A. Hugo, el ejército haitiano perdió unos 4,000 hombres, así como sus equipajes, caballos y artillería. En el Cibao, el comandante Agustín Franco de Medina reapareció en mayo, rechazó rondas haitianas, estableció cantones en Villalobo y Las Matas, y logró rescatar parte de los prisioneros arrastrados por Christophe.

Santo Domingo fue, en el año de 1805, la única ciudad que sobrevivió intacta al azote de la invasión. Todo el resto de la parte española fue reducido a cenizas. No hubo agricultura, ganadería ni población que escapara al hambre y al desastre. La ciudad fue salvada por dos fuerzas convergentes:

  1. La preparación de Ferrand, hombre rígido, frío, pero extraordinariamente competente.
  2. La aparición súbita de Missiessy, que obraba como mandato providencial.

Mientras el país ardía, la capital resistió. Y esa resistencia —este hecho debemos proclamarlo sin ambages— conservó la continuidad histórica de Santo Domingo, su memoria, sus archivos, sus templos, su población. Sin 1805, la capital habría desaparecido como desapareció Monte Cristi en 1606: sólo un nombre recordaría el lugar donde una ciudad se alzó.

Desde el 6 hasta el 28 de marzo de 1805, la ciudad de Santo Domingo vivió bajo un cerco que convirtió el hambre en arma de guerra y en tortura colectiva. Ferrand defendía la plaza con víveres disponibles apenas para unos días, mientras Dessalines, seguro de la inexpugnabilidad de las murallas, renunciaba al asalto y dejaba que el tiempo —y el estómago vacío— hicieran su labor. Afuera, en el campamento haitiano, la espera ociosa dio incluso origen al célebre baile del carabiné, que Euphémie Daquilh, una favorita de Dessalines, marcaba con su compás.

. Adentro, en cambio, la población veía cómo se agotaba hasta la última reserva: Lemonnier-Delafosse refiere que al cumplirse las tres semanas de sitio ya se habían devorado caballos, asnos, perros y ratas; un mendrugo de tocino del tamaño de una piedra de fusil costaba cinco francos, y una simple cotorra enjaulada llegó a venderse por sesenta. Tal era la distancia entre la frivolidad del campamento sitiador y la desesperación de los sitiados, cuya resistencia se sostuvo solo con la firmeza de Ferrand y la esperanza de que el hambre no venciera antes que los cañones.

Al recibir la información, y  la certidumbre de  que tropas de  Dessalines pasarían por la playa de Bahía de Ocoa, dispuso que un barco de guerra se colocara a tiro de piedra de la orilla para ametrallar a los haitianos en retirada. Al efecto, a las 7 de la mañana del 31 de marzo una embarcación francesa le disparó a una columna de negros en el camino de la playa, matando varios hombres obligándolos a retroceder apresuradamente previo abandonar más de 600 animales y otros objetos del saqueo que llevaban (Poyen-Bellisle, Histoire Militaire de la Révolution de Saint-Domingue: 502),

Referencias bibliográficas

 Bibliografía (Reyes Sánchez y Rodríguez Demorizi)

Reyes Sánchez, M. (2022). La expedición haitiana de Dessalines a Santo Domingo en 1805. CLÍO, 91(203), 59-158.

García, J. G. (1968). Compendio de Historia de Santo Domingo, 4ta. Edición, Tomo I. Imprenta Publicaciones Ahora.

. García, J. G. (1979). Compendio de la Historia de Santo Domingo. S.D.B.

Hugo, A. (1838). France Militaire Historie des armées françaises de terre et de mer de 1792 à 1837. Chez Delloye, éditeur de la France Pittoresque, Imprimerie et fonderie de Rignoux.

Madiou, Histoire d Haiti, t,III

Rodríguez Demorizi, E. (1955). Invasiones haitianas de 1801, 1805 y 1822. Editora del Caribe, C. por A. / Academia Dominicana de la Historia. Ciudad Trujillo, R.D..

Rodríguez Demorizi, E. (1955). La Era de Francia en Santo Domingo. Contribución a su estudio. Academia Dominicana de la Historia Vol. II. Editora del Caribe, C. por A. Ciudad Trujillo, República Dominicana.

Rodríguez Demorizi, E. (1958). Cesión de Santo Domingo a Francia Correspondencia de Godoy, García, Roume, Hédouville, Louverture, Rigaud y otros 1795-1802. Archivo General de la Nación Vol. XIV. Impresora Dominicana. Ciudad Trujillo, República Dominicana.

Inoa Orlando:  (2025) Historia dominicana

Manuel Núñez Asencio

Lingüista

Lingüista, educador y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad de París VIII y máster en Lingüística Aplicada y Literatura General en la Universidad de París VIII, realizó estudios de doctorado en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua (FLE) en la Universidad de Antilles-Guyane. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Tecnológica de Santiago y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y de Lingüística Aplicada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue director del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad Tecnológica de Santiago y fue director del Departamento de Español de la Universidad APEC. Autor de numerosos textos de enseñanza de la literatura y la lengua española, tanto en la editorial Susaeta como en la editorial Santillana, en la que fue director de Lengua Española durante un largo periodo y responsable de toda la serie del bachillerato, así como autor de las colecciones Lengua Española y Español, y director de las colecciones de lectura, las guías de los profesores y una colección de ortografía para educación básica. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por la obra El ocaso de la nación dominicana, título que, en segunda edición ampliada y corregida, recibió también el Premio de Libro del Año de la Feria Internacional del Libro (Premio E. León Jimenes) de 2001, y el Premio Nacional de Ensayo por Peña Batlle en la era de Trujillo en 2008.

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