Esta tercera entrega amplía la reflexión sobre la Constitución abierta a partir del análisis de tres presupuestos operativos para la realización efectiva del paradigma pactado en la Constitución de 2010. Se trata de condiciones indispensables para “vivir en Constitución”, entendida como una práctica social y política verdaderamente constitucionalizada, que asegura la convivencia pacífica a pesar de la tensión constitutiva entre la tradición y el progreso. Estos presupuestos —que responden a diferentes exigencias de naturaleza moral, cultural e institucional— viabilizan la doble apertura constitucional, garantizando así que el pluralismo interno no fracture la unidad política, y que la apertura externa no erosione la identidad constitucional. En su ausencia subsiste el riesgo de que el pluralismo pueda degenerar en una confrontación entre enemigos que aspiran a la mutua destrucción.
El primer presupuesto es moral. “La democracia requiere la afirmación de un cierto número de «valores» que, como la igualdad y la libertad, constituyen sus «principios» políticos” (Chantal Mouffe), a los que se suma la dignidad humana como otro de los “principios fundativos de la coexistencia social” (Francesco D’Agostino). Estos constituyen el soporte axiológico del preámbulo constitucional, informan la estructura de derechos y los límites del poder, pero su significado es disputado y dinámico. La Constitución abierta reconoce esa tensión constitutiva y la canaliza a través de un conjunto de mecanismos deliberativos: de la opinión pública a la participación política; de la legislación a las políticas públicas; de las controversias judiciales concretas a los litigios estratégicos en la jurisdicción constitucional.
Para Antonio Enrique Pérez Luño, estos valores admiten una delimitación conceptual precisa. La dignidad impone, como límite negativo, que las personas no sean objeto de ofensas o humillaciones y, en términos positivos, garantiza el pleno desarrollo de la personalidad. La libertad conjuga tres dimensiones: autonomía o ausencia de coacciones externas (libertad negativa), facultades o poderes de actuación (libertad positiva) y marco externo para su ejercicio en el plano social o comunitario (libertad política). La igualdad reclama igual consideración ante la ley (igualdad formal) y combate las barreras que degradan la ciudadanía efectiva (igualdad material). Sin embargo, entran en un doble conflicto: en el ámbito interno de cada uno y en su interrelación recíproca, así que exigen una ponderación rigurosa de cargas y beneficios.
El segundo constituye un presupuesto cultural que abordé en otra ocasión: “Toda Constitución, en cuanto instrumento de convivencia social, supone un programa que debe ser desarrollado culturalmente. Se trata de una función social tendente a garantizar el cumplimiento del texto constitucional y su impacto sobre la realidad” (La cultura de la Constitución, El Caribe, 2 de marzo 2007). Se explica así porqué el artículo 63.13 constitucionaliza una educación que procura forjar la ciudadanía sobre una base de tolerancia para la aceptación de apertura constitucional en sus diversas manifestaciones. Este mandato “no exige tanto la transmisión de conocimientos jurídicos teóricos”, sino “comunicar a la Constitución como marco y afirmación de los ideales de la educación: la Constitución es texto escolar y docente. Su realidad comienza en los salones de clase” (Peter Häberle).
La enseñanza de la Constitución requiere una pedagogía que discipline las pasiones y los afectos e inculque en la ciudadanía las virtudes cívicas necesarias para la articulación de consensos y la gestión constructiva de desacuerdos. Invita a leer la Constitución como un catequismo secular para fundar un auténtico patriotismo constitucional que garantice la coexistencia: un repertorio de valores, símbolos y experiencias compartidas que posibiliten que personas con ideas y creencias distintas se reconozcan como adversarios legítimos, no como enemigos. La conversión de la Constitución en material educativo incide en el desarrollo de una conciencia crítica que no busca neutralizar los afectos y las pasiones, sino redirigirlos para colaborar en la formación y transformación continua de una razón pública sensibilizada que respete las distintas identidades.
El tercero es un presupuesto institucional: separación de poderes y sistema de frenos y contrapesos (artículo 4). Este principio, como sostuve en un análisis previo, constituye “una ingeniería institucional que permite a cada instancia de poder bloquear la actuación de las otras en ausencia de acuerdos” (Separación de poderes, El Caribe, 14 de mayo de 2010). De ahí la importancia de instituir mecanismos de interacción entre los adversarios que permitan encauzar los disensos y articular consensos contingentes para actuar en procura del bien común. “La experiencia histórica muestra que en Política no es seguro que todos ganen alguna vez, pero es seguro que todos pierdan alguna vez, y cuando llegue la derrota siempre será mejor que el vencedor esté sometido a algún freno o límite” (Antonio-Carlos Pereira Menaut).
La separación de poderes no existe para optimizar la eficiencia del gobierno, sino para impedir la arbitrariedad; pero el sistema de frenos y contrapesos tiene como contrapartida funcional la colaboración entre poderes, para evitar bloqueos permanentes que impidan la gobernabilidad. La fricción entre poderes y órganos del Estado —cuando es reglada, motivada y controlable— protege a la ciudadanía de la autocracia y disciplina la competencia política. Su concreción práctica exige una ingeniería institucional compleja: rendición de cuentas, fiscalización legislativa, controles jurisdiccionales, órganos constitucionales autónomos. Todos estos mecanismos e instituciones cuentan con reconocimiento normativo en disposiciones constitucionales. Sin frenos y contrapesos, el ejercicio del poder puede degenerar peligrosamente en hegemonía y trastornar el equilibrio dinámico que requiere el pluralismo para gestionar constructivamente el desacuerdo y garantizar la coexistencia pacífica.
Estos tres presupuestos operativos constituyen condiciones indispensables para vivir en Constitución. Los valores de libertad, igualdad y dignidad otorgan una base moral para gestionar los desacuerdos en múltiples foros de deliberación; la cultura constitucional inculcada en la escuela proporciona los hábitos cívicos y el lenguaje común para asumir el pluralismo como una virtud democrática; la separación de poderes, si es aplicada correctamente, actúa como motor de cooperación y no como causa de bloqueos o confrontación. La finalidad que procuran no es suprimir las diferencias, sino domesticarlas —por medio de dispositivos constructivos y dinámicos que integren razones y afectos en la construcción de una razón pública sensibilizada— para garantizar la convivencia pacífica, la estabilidad institucional y la gobernabilidad democrática.
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