El recorrido histórico del artículo anterior evidencia que la pugna entre la tradición y el progreso constituye una constante inexpugnable en el constitucionalismo dominicano. De ahí la necesidad de un nuevo paradigma: “una Constitución pactada” (Milton Ray Guevara) que integre las tensiones identitarias en un equilibrio dinámico que refleje la complejidad social. La finalidad es superar la lógica de la imposición —al institucionalizar el pluralismo político— para permitir la libre expresión de las diferencias ideológicas y la competencia democrática por la gestión del poder. La Constitución debe ser un marco abierto para canalizar pacíficamente las tensiones irresolubles y asegurar que la alternancia política determine temporalmente los matices de la acción de gobierno.
A inicios del siglo XXI cobra forma en el país un proyecto constitucional de naturaleza transaccional: la Constitución de 2010. Esta es el resultado de un paralelogramo de fuerzas sociopolíticas de diversa índole que convergen en “un acuerdo teóricamente incompleto” (Cass Sunstein). Un examen crítico evidencia que, contrario a las Constituciones de 1963 y 1966, ningún sector logró imponer una visión exclusiva y excluyente en la deliberación pública. Su contenido es una amalgama de visiones contrapuestas cuyas aspiraciones se vieron satisfechas de manera parcial: incorpora principios del constitucionalismo social y mejoras institucionales significativas, pero a la vez subsisten anclajes conservadores en la regulación de los derechos fundamentales y en la estructura orgánica de los poderes públicos.
La apertura puede apreciarse en la fragmentación ideológica del texto, pues, a pesar de los esfuerzos desplegados, ninguna perspectiva consiguió una ventaja monopólica, sino piezas sueltas de un engranaje complejo. La delimitación de sus disposiciones requiere, entonces, la armonización de componentes que responden a distintos matices ideológicos. Como subrayé en “La Constitución posible” (publicado el 6 de noviembre de 2009, en el periódico El Caribe): esto explica “el carácter ideológicamente transaccional de la Constitución y la estructura principiológica de sus disposiciones. Los textos constitucionales deben asumir una forma relativa que les permita convivir entre sí y proteger simultáneamente los múltiples intereses que existen en una sociedad abierta.”
Si bien la estructura transaccional de la Carta Magna —que permanece en las reformas de 2015 y 2024— constituye el fundamento epistémico de la Constitución abierta, existen disposiciones que manifiestan explícitamente una doble apertura normativa: en el ámbito interno del Estado (artículo 216) y en el ámbito externo de las relaciones internacionales (artículo 26). La primera garantiza la existencia de los partidos políticos como expresión del pluralismo y obliga a institucionalizar procedimientos democráticos para que compitan en condiciones de igualdad por la dirección temporal del Estado. La segunda declara que el país está abierto al derecho internacional público y americano, permitiendo la receptividad de influencias foráneas y el diálogo comparado para enriquecer el ordenamiento nacional.
El pluralismo político garantiza que la Constitución permanezca abierta a múltiples perspectivas ideológicas, impidiendo que se pueda imponer un pensamiento único. La razón pública que defiendo en otro lugar —con base en el “consenso entrecruzado” (John Rawls)— resulta insuficiente porque “en el mundo real, incluso después de la deliberación, la gente seguirá discrepando de buena fe sobre el bien común y sobre cuestiones políticas concretas” (Jeremy Waldron). Es un error suponer que la persistencia de desacuerdos irresolubles por dispositivos racionales responda a un déficit moral o un autointerés egoísta: se ignora la relevancia de las creencias y los sentimientos, así como el impacto que ejercen en la articulación de los grupos sociales.
“La vida política nunca podrá prescindir del antagonismo, pues atañe a la acción pública y a la formación de las identidades colectivas. Tiende a constituir un «nosotros» en un contexto de diversidad y conflicto”. Se requieren, pues, procedimientos deliberativos —conscientes de los límites de la racionalidad— para canalizar las pasiones y los afectos “de acuerdo con los dispositivos agonísticos que favorecen el respeto del pluralismo” (Chantal Mouffe). La Constitución abierta debe canalizar el disenso entre adversarios que reconocen la legitimidad de su mutua existencia y compiten por la hegemonía temporal del poder, sin desmedro de promover los consensos que sean posibles a la luz de valores compartidos o experiencias comunes.
La Constitución abierta no solo acoge el pluralismo en la esfera interna, sino que expande sus efectos a través del diálogo comparado. El ordenamiento jurídico del Estado no puede ser una isla cerrada a las experiencias externas, sino que sus fronteras son porosas y se nutren con la cooperación normativa e institucional de otras latitudes.
Es innegable que “las distancias y las separaciones sobre las que se pudieron apoyar constituciones particulares se están reduciendo o superando. Aumentan las implicaciones constitucionales que prescinden de la división de la tierra en territorios, de la división de los pueblos de la tierra en poblaciones sometidas a soberanías distintas” (Gustavo Zagrebelsky).
El diálogo comparativo genera progresivamente una especie de ius constitutionale commune (derecho constitucional común), “a pesar de la diversidad tipológica de los países y de las diferencias entre las culturas nacionales”. “Los procesos de producción y recepción en materia de los principios del Estado constitucional pueden observarse actualmente a nivel mundial. El toma y daca no tiene fronteras entre los continentes y las naciones”. (Peter Häberle). Esto no supone una receptividad acrítica, sino que impera una apertura condicionada a la triple verificación: de la compatibilidad con el ordenamiento nacional, de los anclajes socioculturales para su aplicación efectiva y de cómo los aportes comparados fortalecen las instituciones y las prácticas nacionales.
Propicio es reivindicar en este «Mes de la Constitución» su función de marco para la convivencia en medio de las diferencias: un espacio fundamental para que los agentes sociales mantengan la disposición recíproca, el entendimiento y la búsqueda de compromisos posibles conforme a los límites inherentes del pluralismo ideológico; y que asegura los procedimientos democráticos para la libre competencia —en condiciones de igualdad y respeto mutuo— por la dirección temporal del Estado. La Carta Magna debe garantizar que, a pesar del desacuerdo, los adversarios se reconozcan como partícipes de un proyecto social mayor (la República Dominicana); y que, además, mantengan una receptividad cooperativa a influencias comparadas que enriquezcan los proyectos nacionales.
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