La mayoría de los debates políticos o morales que adquieren notoriedad en la opinión pública nacional están atravesados por un disenso general que revela, a grandes rasgos, la contraposición entre dos grupos de ideologías, perspectivas, concepciones o cosmovisiones. El primero aglutina las que aspiran a conservar las tradiciones que alegadamente identifican la dominicanidad. Y en el segundo convergen las que apelan al establecimiento de nuevos estándares de moralidad pública de pretendido cuño liberal o progresista.
Las ideologías más proactivas –tanto del ámbito conservador como del progresista– no pocas veces apelan a una amplitud omnicomprensiva que deja muy poco margen para arbitrar un “punto medio” (Aristóteles). Cuando estos criterios motorizan la deliberación pública, existe el riesgo de caer en una inflexible lógica binaria de “todo o nada” que vuelva prácticamente inviable cualquier diálogo constructivo, ya que sin una recíproca moderación razonable el éxito de unos depende del fracaso de los otros.
Aún más, una mirada del contexto dominicano permite advertir que la atomización y dispersión ideológicas son cada vez más patentes, pues a lo interno de los dos grupos en contraposición existen diferencias apreciables. Así que –de izquierda a derecha– campea un pluralismo fragmentado o desarticulado. Por ello, cualquier intento de apelar a las dicotomías tradicionales, no puede ignorar la ausencia de núcleos rígidos de conexión que permitan aglutinar alternativamente dos metaproyectos omnicomprensivos o, al menos, tendencialmente monocromáticos. Esto complejiza la deliberación pública y aumenta las posibilidades de frecuentes conflictos irresolubles.
Hoy más que nunca necesitamos que en la deliberación pública dominicana florezcan posiciones de “centro” que, a partir de equilibrios reflexivos, faciliten la convergencia de acciones y actitudes libremente aceptadas. Hay que apelar al llamado “espíritu abierto popperiano”, que nos recuerda Häberle, el cual permite que podamos “mirar hacia adelante” (para el continuo progreso de la sociedad), al igual que “mirar hacia atrás” (para institucionalizar determinadas experiencias). “Por eso es clave que –como afirma Jorge Prats– pueda lograrse el ‘consenso entrecruzado’ (overlapping consensus) de que nos habla Rawls, que permite la coexistencia pacífica de una pluralidad de diversas doctrinas razonables, afincadas en un ‘common ground’ (denominador común)”.
Para tomar en serio el pluralismo ideológico, es preciso rechazar y abandonar cualquier empeño que aspire a moldear las identidades individuales a partir de la imposición pública de valores morales que apelen al perfeccionamiento o a la excelencia humana. Y es que, como advirtió Capograssi, “lo que no es aceptado, no es querido, y no penetra con consentimiento libre en la vida del alma, sino que es impuesto, no vale, es decir, deshace la vida en vez de formarla y, por tanto, no dura, como la experiencia demuestra, e impide el juego de las espontaneidades profundas que son las únicas que crean el mundo humano de la historia”.
Es difícil no ver en la defensa del pluralismo ideológico y la deliberación pública abierta un hilo conductor con el “principio de autonomía” de raíz kantiana. Por ello, Laporta plantea que “toda la fábrica de nuestro discurso moral cotidiano se sustenta en la suposición de un agente moral revestido de ciertas características sin las cuales es imposible comprender qué estamos haciendo cuando realizamos deliberaciones éticas o emitimos juicios basados en ellas”. Esto es lo que permite que los individuos puedan escoger libremente –dentro de unos límites heterónomos razonables– el sistema de valores que su juicio responsable considere más adecuado para la materialización de sus proyectos de vida.
La construcción de la “razón pública” (public reason) de un Estado –que aspira a ser– social y democrático de derecho como promete la Constitución, debe ser el resultado de un diálogo intersubjetivo entre las múltiples ideologías que coexisten a lo interno de la sociedad, y requiere tolerancia recíproca entre las mismas, en procura de una armonización de intereses que permita la convivencia pacífica. Sería de dudosa legitimidad que alguna ideología, aunque sea sostenida por muchos, pretenda erigirse unilateralmente en el canon oficial de la moralidad pública, puesto que en una sociedad democrática las convicciones sustentadas por pocos merecen, en principio, igual respeto y consideración.
Es dable afirmar que la razón pública sólo puede convenir que se impongan límites a la autonomía individual, conforme a parámetros razonables, cuando resulte necesario para: proteger los derechos ajenos, sea que lo consideremos a partir de la secularización del mandamiento cristiano del amor, o como consecuencia del imperativo categórico kantiano, de modo que “debemos garantizar al prójimo lo que exigimos para nosotros mismos”; y asegurar el “bien común”, como reivindica con especial esmero Forsthoff, aunque –se ha de insistir– siempre acorde con un “perfil ético-moral” compatible con las exigencias del pluralismo.
La apertura al diálogo y la búsqueda de consenso, así como el “toma y daca” de ese recíproco ajustamiento entre perspectivas diversas, como plantea Loewenstein, es fundamental en los sistemas políticos del constitucionalismo. La cultura constitucional no puede florecer sino en un ambiente de pluralismo, diálogo y libertad que permitan el intercambio fluido de opiniones diferentes, la tolerancia recíproca entre ideologías contradictorias y el espíritu de concordia que permita la posibilidad de arribar a criterios de consenso –que puedan ser asumidos autónomamente por ciudadanos razonables– al abrigo de una razón pública abierta a balanceos y ajustes constantes.