La relación Trump–Maduro es una de las grandes ironías del siglo XXI: dos líderes que se presentan como antítesis —el magnate del capitalismo desbordado y el heredero del socialismo bolivariano— terminan pareciéndose más de lo que admitirían.
Ambos entienden el poder como espectáculo, no como rutina administrativa. Trump convierte la política en show business; Maduro en folclore revolucionario. En ambos casos, la narrativa precede a la verdad: lo importante no es lo que ocurre, sino lo que se cuenta que ocurre.
Los dos gobiernan desde lógicas gemelas de polarización: necesitan un enemigo, un “ellos”, para reforzar el “nosotros”. Maduro sobrevivió años gracias al “imperialismo estadounidense”; Trump consolidó su identidad política denunciando el “socialismo latino” y usando a Venezuela como advertencia. Se legitiman recíprocamente al antagonizarse.
Hay también una afinidad más profunda: ambos creen en la política como transacción, no como institución; confían más en la lealtad personal que en la burocracia; y dependen de un relato de grandeza nacional herida que solo ellos pueden restaurar.
Y, paradójicamente, los dos encontraron en el otro el espejismo de un socio involuntario: Trump elevó a Maduro al rango de villano global, en su calidad de usurpador electoral, “narcoterrorista” y “jefe de un cartel de drogas”, entre los tantos que hay por doquier; Maduro usó a Trump como prueba viva de que la revolución bolivariana debía protegerse del empedernido autócrata, conato neófito de rey y de emperador. Ambos obtuvieron lo que buscaban: un enemigo que les sirve y sustenta.
Hay también una afinidad más profunda: ambos creen en la política como transacción, no como institución; confían más en la lealtad personal que en la burocracia; y dependen de un relato de grandeza nacional herida que solo ellos pueden restaurar.
Trump y Maduro no forman un eje político, sino algo más inquietante: un doble mecanismo de la política contemporánea, donde la ideología importa menos que la capacidad de moldear emociones, resentimientos y deseos. Son los polos contrapuestos de una misma crisis: la sustitución de la política por el espectáculo, de la deliberación por la identidad y de la institucionalidad por los intereses perversos del personalismo engreído en un pedestal construido a prueba de balas y de ideas.
Como el lanzador y el receptor, en el fondo se necesitan; aunque ante el público se nieguen. Y en verdad, en la lógica íntima de sus discursos, cada uno es la justificación perfecta de la existencia del otro.
Y así las cosas, mientras avanza este rosario interminable de misterios dolorosos —con su pan nuestro de cada día amasado con negociaciones, humillaciones, ultrajes, engaños y extorsiones—, nosotros, espectadores fijos en la platea central del Gran Teatro del Mundo, en su sala caribeña, permanecemos en silencio, boquiabiertos, esperando. Un lapsus en la coreografía geopolítica. Un error en el libreto. Un aplauso final o una rechifla colosal. Porque, desde hace años, pocas obras han sido tan sorprendentes e inauditas en aquel lugar como esta que presenciamos hoy. De lejos, uno diría que la que está en escena es comparable —aunque superada por millas— con aquella otra, premiada y olvidada al mismo tiempo: Granada 1983.
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