Hay personas que todo lo sacrifican por ser felices. Las más, sueñan con ella y, conscientes de su valor, la anhelan hasta el suspiro final. Otras justifican la felicidad como un elemento integrador e ideal de toda una nación. Y, un buen número, la entremezcla con el poder, con la riqueza o, al menos desde los albores de la civilización occidental, con el placer. Vagando por esos caminos de la vida, la felicidad aparece así ante nosotros.

Para significarla, detendré unos buenos minutos el corre corre cotidiano del reloj y discerniré la felicidad en dos momentos y una conclusión. Comienzo por lo primero.

  1. Lo que han dicho de la felicidad 

Ante un fenómeno tan preciado como la felicidad, no vale entrar en perogrulladas. Por ejemplo, recordar sus definiciones y confusiones más clásicas. Entre ellas, no puede faltar la que asentó Epicuro, el hedonista, en su carta a Meneceo:

El placer es el principio y el fin de una vida feliz”.

Pero hay mucho más. ¿Quién no ha leído la aguda afirmación de Arístipo de Cirene, fundador de la escuela cirenaica? Para este discípulo de Sócrates, defensor del placer inmediato y corporal como bien supremo,  “el placer es el bien supremo, incluso cuando procede de las fuentes más disolutas”.  Quien abate el remordimiento, no es esclavo del placer.

De aquel “illo tempore” arcaico viene una formulación cuasi modernizante. “He visto a los ricos construir casas lujosas y vivir como esclavo de sus deseos. Yo, con una tinaja y un rayo de sol, soy más libre que ellos”, decía sin desdecirse Diógenes de Sinope.

Si rebuscamos la felicidad en las raíces de la cultura hispánica, quizá haya que redescubrir a Séneca, pues equiparaba la felicidad con la aceptación y el autocontrol, en armonía siempre con la naturaleza. Al fin y al cabo, para él la vida no se resumía en momentos o en búsquedas de placer de la índole que fueran, sino en liberarse del sufrimiento, aceptando lo que no se puede enmendar o controlar.

Ahora bien, a menos que yerre en mi apreciación, a la hora de trillar los senderos nominales de la felicidad, quienes más se aproximan políticamente a nosotros son los autores utilitaristas de raigambre inglesa. Ahí se dan la mano pensadores de la estirpe de Jeremy Bentham y John Stuart Mill. En sus predios decimonónicos, la felicidad se transfigura en la mayor suma de placer para el mayor número de personas, pues la individual se desborda en la colectiva.

Bueno, así marchaban Cronos y la especie humana, por los caminos de la vida, antes de tropezar con el autor de El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde, quien dictaminó que “el único modo de librarse de la tentación es caer en ella”. Y, en efecto, cayó o caemos, alejados de la “eudaimonía” aristotélica: la felicidad no es un estado momentáneo, sino vivir plenamente según la razón y la excelencia, siempre manteniendo cierto equilibrio entre los excesos.

En este recuento obnubilo a mi deudo, Jorge Guillermo Federico Hegel, y todos sus seguidores, porque dejaron el asunto de la felicidad a simple aquiescencia de un Espíritu subjetivo, atrincherado en sí mismo ante el paso marcial de una historia definitivamente cruenta, y completamente superado por la concepción final de lo absoluto e impersonal.

Más agudo fue, el siglo pasado, Carl Rogers, al escribir y tratar a sus pacientes de acuerdo a su máxima: “La buena vida es un proceso, no un estado del ser. Es una dirección, no un destino”. En el mismo tenor, el neurólogo psiquiatra y, téngase en cuenta, sobreviviente del Holocausto de mediados del siglo pasado, Viktor Frankl, reconoció que “la felicidad no puede ser perseguida; debe seguirse como una consecuencia. Solo cuando una persona se dedica a un propósito mayor que ella misma, encuentra la felicidad como resultado”.

Clausuro este momento de búsqueda de norte, en función del prisma de la felicidad, con uno de nuestros predecesores más cercano, aunque –indudablemente– en las antípodas de Epicuro. Me refiero a Albert Camus: “La lucha por alcanzar la cima basta para llenar el corazón. Hay que imaginarse a Sísifo feliz.”

  1. Su dimensión evolutiva 

El significado del término felicidad elude la univocidad. Por eso mismo, muy probablemente, lo decisivo es no perdernos en un relato más pormenorizado acerca de sus aproximaciones y definiciones, sino de ir directamente a lo decisivo: en función de nuestra taxonomía como del orden de los primates superiores, descendientes de la tribu de los Homini, nosotros, del género Homo y de la especie sapiens, somos, hic et nunc, ¿más o menos felices que alguno de nuestros predecesores? Es de suponer que la pesquisa de esa cuestión toca el fondo de la cuestión acerca de qué es y en qué radica la felicidad humana.

Al respecto, hay algo fuera de toda duda. En la actualidad conocemos, podemos, tenemos e incluso usufructuamos infinitamente más cosas y relaciones que durante cualquier otra generación humana anterior. En todos esos renglones superamos a nuestros antecesores prehistóricos en el Paleolítico y el Neolítico, y nos aproximamos –como diría quien sabe de predicciones– a tiempos idealmente post históricos, en los que predominan simples mediciones de cualquier variante del PIB (producto interno bruto) y del incipiente capítulo de la IA (inteligencia artificial).

Ahora bien, justo por ese largo, incesante y, por ahora, insuperable recorrido, ¿somos más felices hoy día? ¿Existe algún algoritmo que procure/demuestre que F=C+P (felicidad equivale a conocimiento más poder)? O, más consumista aún, hasta cierto monto, ¿a más tener, más felicidad?

Si la historia de la humanidad es “la marcha triunfal del progreso” a la que repetidas veces se refieren diversos autores, entonces andaríamos prácticamente de forma lineal, de menos a más, de la brutalidad a la sabiduría, de la penuria a la opulencia. Las cosas así, cada milenio que pasa, sería testigo fiel de innovaciones revolucionarias. El carnaval histórico desfilaría sucesivamente en la carroza de la agricultura, la rueda, la escritura, la imprenta, las máquinas de vapor, los antibióticos y, hoy en día, ni qué contar. Con cada nueva carroza, los humanos en general nos valdríamos de innovadas habilidades y nuevos poderes para aliviar la miseria y satisfacer a un sinfín de insatisfechos deseos y aspiraciones.

De ese estado de cosas, cualquiera deduciría –erróneamente– que ‘las poblaciones humanas, mientras más cercanas a nosotros en el tiempo, más felices que sus predecesores’; que el gentío medieval, por ejemplo, era mucho más feliz que los cavernícolas del Paleolítico y nosotros que los del medievo.

Por supuesto, si se tiene por verdad cartesiana, una comprensión lineal de la historia hacia una felicidad cada día más plena, jamás se comprenderá por qué Jared Diamond puede argumentar que hay contra tiempos históricos –“el peor error de la historia de la raza humana ha sido la revolución agrícola”; o, que un sinnúmero de estudios de diversas disciplinas concluyan que tener mejores salarios, casas, posiciones sociales y de poder más altas, en cualesquiera de las diversas sociedades contemporáneas, no nos garantiza un más alto disfrute de felicidad.

De ahí la contraposición de dos concepciones. Frente al optimismo acrítico, se contrapone una comprensión histórica más romántica. En esta, la relación felicidad / progreso es inversamente proporcional. El animal social que somos en plena evolución condiciona el hecho de que la felicidad esté más influenciada por la calidad de nuestras relaciones personales y sociales que por el lujo y las comodidades que exhibimos y/o usufructuamos.

  • Realidad temporal, constante e inconclusa

En tal contexto, induzco que la felicidad es una realidad a discernir siempre en términos relativos y de forma gradual.

Si identificamos la felicidad con sensaciones o pulsiones placenteras, no tenemos más remedio que buscarlas constantemente, pues son volátiles; incluso, si las conseguimos, desaparecen de nuevo y tenemos que recomenzar a procurarlas. Imposible detener su pérdida temporal. Tal y como reconocería cualquier monje budista, cuanto más anhelo esas sensaciones placenteras, más me expongo a vivir estresado e insatisfecho. A modo de contra moneda, si maduráramos y aprendiéramos a ver nuestros afectos, impresiones y sensaciones como lo que realmente son —‘vibraciones efímeras y sin sentido’—, terminaríamos preguntándonos, en el dominio existencial de Agustín de Hipona, ¿qué sentido tiene y de qué sirve perseguir algo que aflora y se desvanece en un presente de duración instantánea?

De ahí mi conclusión. La felicidad responde al dicho popular de que sin ella no podemos vivir y, con ella, tampoco. En el espacio y en el tiempo, dada su constancia, tiende a ser omnipresente; pero por su condición efímera, inconclusa. En tanto que renovable e inconsistente, deviene imprescindible al ser humano.

La felicidad motoriza al Homo sapiens hacia el futuro, como si se reprodujera en la eternidad. Al mismo tiempo, lo atasca todo en un presente deshilachado por sus instantes de satisfacción e insatisfacción, de modo que cada impulso por ser más animado y dichoso levanta a uno de cualquier impasse, le renueva el equilibrio, el entusiasmo, la paz interior y la ilusión de llegar a ser definitivamente feliz.

Cierto, “los humanos no estamos adaptados por la evolución (del Homo sapiens) para experimentar placer constante, por lo que el helado y los juegos para teléfonos inteligentes no servirán” (Yuval Noah Harari).  No obstante, gracias a su deseo, sociabilidad, inteligencia y voluntad, sí están a adaptados a aspirar y creer en la felicidad, incluso, imperecedera y eterna.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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