La frase es provocadora, casi incómoda, pero resume una vivencia muy dominicana: “La envidia es el gran motor que lleva al éxito”. No la pronunció un teórico de gabinete, sino un protagonista de la historia económica del país: don Alejandro Grullón, fundador del Banco Popular Dominicano.
En una entrevista con Wendy Santana publicada por Listín Diario en su sitio web el 30 de junio del 2013, el llamado “Padre de la Banca Dominicana” privada moderna hizo una confesión que vale la pena revisitar en el contexto actual. Agradecido de sus amigos, dijo también sentirse agradecido de sus enemigos. ¿Por qué? Porque la envidia que despertaba su trabajo lo obligó a hacerse más fuerte, a blindarse por dentro y a demostrar, una y otra vez, que su éxito no era fruto de la casualidad ni de un golpe de suerte, sino de perseverancia, disciplina y visión.
Don Alejandro no idealiza la envidia. La describe como algo “terrible”, que presiona, estresa y puede empujar hacia el abismo a quien no está preparado. Pero, al mismo tiempo, reconoce que esa misma presión actúa como una especie de prueba de fuego: o destruye al que la padece, o lo templa.
En su lectura, la envidia funciona como un doble mecanismo: por un lado, revela el lado oscuro del alma humana, que se resiente ante el éxito ajeno; por otro, obliga al que triunfa a demostrar todos los días que su lugar se lo ha ganado con hechos, no con privilegios. Esa necesidad de confirmar su valor, de justificar su posición frente a los que lo quieren ver caer, lo empuja a trabajar más, a prepararse mejor y a rodearse de equipos más sólidos.
Dicho de otra manera: la envidia no es el motor del éxito del envidioso, sino del envidiado. No impulsa al que critica, sino al que, a pesar de las críticas, decide seguir adelante.
En la reflexión de don Alejandro hay un diagnóstico duro sobre nuestra cultura. Él afirma que al dominicano “no le gusta la gente que tiene éxito” porque eso le genera envidia. En vez de trabajar su propio camino, muchos se sientan a diseñar cómo destruir al otro, cómo sacarlo de circulación, cómo manchar su nombre o bloquear sus oportunidades.
Ese patrón no es exclusivo del mundo empresarial; se repite en la política, en las profesiones liberales, en el arte, en la academia y hasta en las parroquias. En cualquier espacio donde alguien destaca, aparece rápidamente el murmullo: “Seguro lo ayudaron”, “algo raro hay”, “eso no puede ser tan limpio”.
El problema, subraya la experiencia de Grullón, es que esa cultura de la envidia tiene un costo altísimo para el país. Mientras algunos se desgastan tratando de derribar al vecino, el tiempo y la energía que deberían destinar a formarse, producir, innovar o emprender se malgastan en intrigas y resentimientos. Y, paradójicamente, el que resiste esas embestidas termina desarrollando una “coraza” que lo hace más resistente, más prudente y, al final, más exitoso.
Uno de los conceptos más interesantes que se desprende del testimonio de Alejandro Grullón es el de la “coraza”. La envidia ajena, lejos de hundirlo, lo llevó a construir una protección interior: una mezcla de carácter, prudencia, paciencia, humildad y determinación.
Esa coraza no es solo orgullo herido. Es una estructura de defensa que obliga a:
– Medir las palabras antes de hablar.
– Escoger bien las batallas.
– Distinguir entre el ruido y lo esencial.
– Y concentrarse en los resultados, no en los ataques.
En su caso, las zancadillas que sufrió en Santiago lo llevaron a dar un paso decisivo: salir de su zona de confort, trasladarse a la capital y desarrollar desde allí un proyecto bancario que terminaría impactando a todo el país. La envidia, convertida en bloqueo local, se transformó en impulso nacional.
Ese es un detalle que no puede pasar desapercibido: sin la resistencia que encontró en su propio entorno, quizás don Alejandro no habría sentido la necesidad de dar el salto. El obstáculo fue, al mismo tiempo, un empujón.
La vida de Alejandro Grullón se desarrolla en un período crucial de la historia dominicana: la dictadura de Rafael Trujillo, su caída, la transición, la guerra de 1965 y la construcción de la democracia contemporánea. En ese contexto, la envidia se mezcla con otros ingredientes peligrosos: miedo, poder absoluto, represalias, persecución.
En una anécdota reveladora, cuenta cómo, frente al propio Trujillo, tuvo que ceder en una discusión técnica para evitar una confrontación absurda. La lección es clara: en sistemas autoritarios, la prudencia no es cobardía, es instinto de supervivencia. Esa misma prudencia, aplicada luego al mundo de los negocios y a la banca, le permitió navegar crisis, cambios de régimen y momentos de alta tensión sin confundir la firmeza con la temeridad.
Es en ese cruce entre envidia, poder político y manejo prudente donde se forma un tipo muy particular de liderazgo dominicano: resistente, cuidadoso con la palabra, más dado a obrar que a exhibirse, y con una sensibilidad aguda para leer los vientos del entorno.
Al narrar el origen del Banco Popular Dominicano, don Alejandro recuerda el momento histórico: un país saliendo de la dictadura, sancionado internacionalmente, con una banca extranjera poco abierta al ciudadano común y con grandes restricciones de crédito. En ese contexto, un grupo de empresarios jóvenes y profesionales en Santiago visualizó una necesidad: crear instituciones financieras propias, más cercanas a la gente y a las necesidades reales del desarrollo nacional.
No fue un camino llano. Además de las dificultades técnicas, económicas y regulatorias, estaban los recelos, las dudas y las resistencias de quienes no querían que una nueva banca dominicana desplazara privilegios establecidos. De nuevo, aparece la envidia como ingrediente de fondo: “¿Quiénes son estos para atreverse a crear un banco? ¿De dónde salen?”
Lo notable es que, en lugar de paralizarlo, esa resistencia pareció consolidar la determinación de Grullón y de su equipo. Siguieron adelante, respetando la institucionalidad, promoviendo la profesionalización bancaria, apostando por el crédito productivo y la gobernanza corporativa. Esa mezcla de visión y resistencia les permitió atravesar crisis, competir en un sistema financiero cada vez más sofisticado y mantener la confianza de miles de clientes y accionistas.
La tesis de que “la envidia es el gran motor que lleva al éxito” puede sonar escandalosa si se interpreta como elogio del resentimiento. Pero lo que nos enseña la vida de don Alejandro es algo más sutil: la envidia existe, y no va a desaparecer porque la condenemos moralmente. Lo que está en juego es qué hacemos con ella.
Desde la perspectiva del envidioso, la envidia es un veneno que paraliza. En lugar de trabajar su propio proyecto, lo consume la obsesión por derribar al otro. Desde la perspectiva del envidiado que sabe canalizarla, la envidia ajena se convierte en desafío: “Voy a demostrar que estoy aquí porque trabajé, no porque me regalaron nada”.
Es una lectura dura, pero real. En un país donde el éxito suele despertar sospechas, el que quiere construir algo duradero tiene que aprender a vivir bajo fuego cruzado, a no romperse ante la crítica injusta y a transformar el ataque en energía para seguir.
La figura de Alejandro Grullón ya forma parte del panteón civil de la República Dominicana: banca, educación, cultura, medio ambiente, Iglesia, universidad. Pero su reflexión sobre la envidia sigue siendo actual en un país que se debate entre el talento de su gente y las trampas de su propia cultura social.
En tiempos de redes sociales, la envidia se ha democratizado y amplificado. Hoy basta un comentario o una foto de éxito para desencadenar cadenas de insultos, burlas o sospechas. Lo que antes se murmuraba en voz baja en un club social, hoy se grita desde un teléfono móvil. El reto es mayor.
Por eso vale la pena rescatar su mensaje en clave constructiva:
– A los que triunfan: que no se dejen destruir por la envidia ajena, que la conviertan en estímulo para seguir haciendo las cosas bien y con transparencia.
– A los que envidian: que se miren al espejo y transformen ese malestar en deseo de superación propia, no de destrucción ajena.
– A la sociedad en su conjunto: que valore más el mérito y el esfuerzo que el rumor y la intriga; que entienda que el éxito de uno no tiene por qué ser la ruina del otro.
Al final, lo que nos deja el testimonio de Alejandro Grullón es una ecuación sencilla: la envidia no crea el éxito, pero lo pone a prueba. El verdadero éxito no es solo llegar arriba, sino mantenerse allí cuando llegan las críticas, los ataques y los intentos de bloqueo.
En la historia dominicana, hombres como él demostraron que es posible convertir la presión social en disciplina, el recelo en prudencia y la adversidad en oportunidad. La envidia, entendida así, no es una virtud, pero puede convertirse en una evidencia: la evidencia de que algo se está haciendo bien.
La pregunta para cada uno de nosotros, en la vida pública y privada, es esta: ¿seremos de los que se sientan a envidiar o de los que deciden trabajar, resistir y construir, aunque la envidia nos ronde todos los días?
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