Como he señalado en artículos anteriores, coincidiendo con diversos analistas de la educación nacional y según documentan desde 2013 los informes de la Iniciativa Dominicana por una Educación de Calidad (IDEC), la República Dominicana ha experimentado múltiples intentos de reforma educativa en las últimas décadas. Estos esfuerzos han estado acompañados por un aumento sostenido del financiamiento público y la formulación de políticas educativas ambiciosas; sin embargo, los avances reales en términos de calidad y equidad educativa continúan siendo limitados.
En este artículo sostengo que una de las causas estructurales fundamentales de este estancamiento, junto con otros factores que he analizado previamente en otras publicaciones, radica en la partidarización del sistema educativo, entendida como el proceso mediante el cual las instituciones y mecanismos educativos son sistemáticamente subordinados a prácticas de clientelismo político e instrumentalización electoral, en detrimento de su misión pública y de su autonomía profesional.
Lejos de consolidarse como un espacio protegido para la formación ciudadana y el desarrollo integral de las personas, el sistema educativo dominicano ha sido permeado, en gran medida, por dinámicas propias de la política partidaria, lo cual afecta directamente a sus actores fundamentales. Como advierte el IDEC (2024), aunque se han alcanzado ciertos avances en metas educativas específicas, estos logros resultan frágiles y desiguales, debido en gran parte a la persistente partidarización política de la gestión educativa. Esta captura se manifiesta en la designación de personal basado más en lealtades políticas que en méritos profesionales, en la pérdida de autonomía del Ministerio de Educación frente a intereses partidistas, y en la actuación del principal sindicato del magisterio, que en ciertas coyunturas opera más movidos por intereses partidarios que por compromisos con la defensa y profesionalización docente.
Esta subordinación no solo debilita la institucionalidad del sistema educativo, sino que además impacta directamente en sus protagonistas principales: los docentes y los estudiantes. Cuando el sistema se convierte en terreno de disputas entre partidos políticos y sindicatos, la labor profesional del magisterio queda atrapada en dinámicas ajenas a su misión pedagógica esencial. En lugar de ser reconocidos y apoyados como actores fundamentales para el desarrollo educativo, muchos docentes se ven condicionados por presiones externas y lealtades políticas, desvinculadas de su vocación y de las necesidades reales del aula. A su vez, los estudiantes, quienes deberían ser el centro indiscutible de toda política educativa, resultan los más perjudicados por esta instrumentalización política del sistema.
Actualmente, la función docente se desarrolla en un contexto profundamente marcado por la tensión entre su vocación profesional y las dinámicas de excesiva partidarización del sistema. Con frecuencia se responsabiliza a los docentes por las deficiencias educativas, al tiempo que se les niegan las condiciones institucionales necesarias para ejercer su labor con autonomía, dignidad y eficacia. Muchos docentes carecen de una formación continua pertinente, y su acceso a oportunidades de desarrollo profesional suele depender más de vínculos político-clientelares que de méritos académicos o compromiso pedagógico real.
A esta situación se suma el hecho de que el magisterio se encuentra frecuentemente presionado por demandas divergentes provenientes tanto del Ministerio de Educación como de su propia organización sindical, sin que exista una articulación clara entre expectativas, derechos y responsabilidades profesionales. Esta dinámica contribuye a un clima institucional caracterizado por la desconfianza, la frustración ética y una cultura organizacional que privilegia la obediencia sobre la deliberación, la creatividad y la excelencia pedagógica. De esta forma, la labor docente queda atrapada entre el ideal de una profesión comprometida con el aprendizaje y la equidad, y las presiones de un sistema que tiende a reducirla a un engranaje subordinado dentro de la maquinaria político-partidaria.
El resultado de esta situación es un magisterio crecientemente desprofesionalizado, atrapado en una relación ambigua y desigual con el sistema educativo: se le exige cada vez más, pero sin brindarle el reconocimiento, confianza ni respaldo institucional necesarios para cumplir esas exigencias. Esta contradicción estructural genera un círculo vicioso de desgaste ético, desmotivación y prácticas de simulación que socavan cualquier intento genuino de transformación educativa. Sin condiciones que dignifiquen su labor, el compromiso docente se ve erosionado, y con él, la posibilidad de construir una cultura escolar centrada en el aprendizaje, la equidad y la mejora continua.
Los estudiantes, principales destinatarios del quehacer educativo, también sufren las consecuencias de un sistema fragmentado e inestable. La discontinuidad de las políticas, la asignación ineficiente de recursos y las deficiencias en la calidad de la enseñanza generan trayectorias educativas marcadas por desigualdad y desmotivación. Para muchos, la escuela deja de ser un espacio de oportunidades y se convierte en un entorno que reproduce las brechas que pretende superar.
Más preocupante aún es que la captura político-partidaria del sistema educativo no solo limita su eficacia operativa, sino que también anula su capacidad como motor de movilidad social y construcción democrática. En lugar de cerrar las brechas históricas de desigualdad, el sistema educativo, como opera en la actualidad, las perpetúa e incluso profundiza, dejando a los sectores más vulnerables atrapados en un círculo de exclusión y escasas oportunidades. Este deterioro atenta contra la razón de ser del sistema educativo y pone en riesgo el futuro democrático del país.
Ante este diagnóstico crítico, es indispensable implementar acciones específicas para revertir esta tendencia de captura político-partidaria, promoviendo una transformación profunda y articulada en seis dimensiones fundamentales:
- Profesionalización docente: Es necesario institucionalizar mecanismos transparentes y meritocráticos para la carrera docente, asegurando que el acceso, promoción y desarrollo continuo del profesorado estén determinados exclusivamente por méritos académicos y pedagógicos, eliminando condicionamientos políticos o clientelares.
- Despartidarización de la gestión educativa: Fortalecer la autonomía institucional del sistema educativo implica crear mecanismos claros y democráticos de gobernanza educativa que garanticen decisiones pedagógicas y administrativas basadas en criterios técnicos, profesionales y no partidarios.
- Democratización de la gobernanza educativa: Es prioritario desarrollar espacios efectivos de participación docente y social, garantizando que los actores educativos tengan incidencia real y legítima en las decisiones y evaluaciones del sistema educativo. Esto incluye establecer consejos escolares con representación diversa y auténtica, que superen la lógica simbólica y consultiva.
- Fortalecimiento del centro educativo: Las escuelas deben ser fortalecidas como unidades fundamentales del sistema, dotándolas de autonomía pedagógica, administrativa y financiera suficiente para gestionar efectivamente sus objetivos institucionales y asegurar la mejora continua del aprendizaje estudiantil.
- Reconfiguración del rol del distrito educativo: Se debe redefinir el rol de los distritos educativos para que se conviertan en instancias de apoyo técnico, formación continua y supervisión pedagógica efectiva, evitando su instrumentalización política o administrativa que limite la autonomía de los centros educativos.
- Renovación del sindicalismo docente: Es esencial transformar la cultura sindical del magisterio, reorientando su misión hacia la defensa real de las condiciones laborales dignas y la promoción profesional de los docentes, alejándola del uso político-electoral o la intermediación clientelar.
Estas seis dimensiones deben abordarse de manera simultánea y articulada, ya que la reforma del sistema educativo dominicano exige voluntad política, compromiso ético, capacidad técnica y constante movilización ciudadana. El Ministerio de Educación debe ejercer una rectoría técnica y estable, guiada por criterios técnicos y evidencia empírica, asegurando la protección de sus equipos técnicos frente a interferencias políticas externas. Por su parte, los sindicatos docentes deben renovar su compromiso ético con la dignificación profesional del magisterio y con el derecho a aprender de los estudiantes, evitando convertirse en instrumentos de gestión política o reparto de poder.
Esta transformación no se logrará únicamente mediante la promulgación de nuevas normativas o incrementos presupuestarios. Requiere, sobre todo, una firme voluntad política, un compromiso ético sostenido y una ciudadanía movilizada en defensa del derecho a una educación de calidad. El Ministerio de Educación debe asumir una rectoría que combine solidez técnica, integridad ética y estabilidad institucional, orientada por la evidencia, comprometida con la equidad y enfocada en la mejora continua. Para ello, es fundamental contar con equipos profesionales protegidos de la injerencia partidaria y las rotaciones arbitrarias que debilitan la capacidad de gestión. Solo bajo estas condiciones podrá garantizarse una conducción educativa coherente, profesional y verdaderamente al servicio del país.
Los sindicatos docentes, por su parte, deben recuperar su legitimidad como espacios de defensa profesional, enfocándose en garantizar condiciones laborales dignas, formación continua y desarrollo profesional para los docentes, alejándose de la administración de favores políticos y de la negociación de cuotas de poder. Especialmente, la Asociación Dominicana de Profesores (ADP) debe renovar su compromiso ético con la profesión, orientando su actuación hacia la dignificación del magisterio y la defensa del derecho a aprender, alejándose de cualquier lógica de intermediación política-partidaria.
Los partidos políticos también están llamados a desempeñar un rol esencial en la construcción de una democracia sólida, asumiendo con responsabilidad su papel en el ámbito educativo. Esto implica contribuir al establecimiento de marcos normativos estables y sostenibles, respetar la autonomía institucional del sistema educativo y renunciar a la tentación de intervenir en su gestión como si fuera una extensión del aparato electoral. En lugar de instrumentalizar la educación, deben protegerla como un espacio estratégico para el desarrollo del país, guiado por el interés público y no por agendas partidarias. Apostar por una educación libre, profesional y centrada en el derecho a aprender fortalece también la legitimidad democrática y la confianza ciudadana.
No obstante, este imperativo va más allá del ámbito normativo. La partidización del Ministerio de Educación y del principal sindicato docente no debe entenderse como un accidente o una desviación circunstancial, sino como el reflejo de una cultura política arraigada, en la que las instituciones públicas han sido vistas frecuentemente como herramientas para consolidar poder, gestionar favores y asegurar apoyos electorales. Esta manera de hacer política, normalizada durante décadas, ha distorsionado el sentido original de las políticas educativas, subordinándolas a prioridades ajenas al bien común, afectando así su eficacia, legitimidad y sostenibilidad.
En este contexto, despartidarizar la educación no se logra únicamente mediante reformas legales, sino que demanda un cambio profundo en la cultura política y en el modo en que los partidos interactúan con el Estado. Se trata de superar prácticas históricas que han concebido lo público como un espacio de apropiación y comenzar a asumir con responsabilidad cívica el papel que les corresponde en la consolidación de una democracia institucional. Esto implica reconocer que las políticas públicas, especialmente las educativas, deben estar orientadas por el interés general, el respeto a los derechos ciudadanos y una visión de largo plazo, alejadas de la lógica coyuntural del control político. Despartidarizar no significa excluir a los partidos de la vida institucional, sino invitarlos a actuar con grandeza, entendiendo que proteger la educación del uso clientelar y partidista es, en última instancia, proteger la democracia misma.
En el centro de esta transformación debe situarse el reconocimiento del magisterio como una profesión pública de alta responsabilidad. Enseñar requiere juicio profesional, dominio disciplinar, sensibilidad pedagógica y compromiso ético, además de condiciones laborales adecuadas, oportunidades permanentes de desarrollo y libertad para innovar. No basta con capacitar al docente; es necesario confiar en su capacidad, reconocer su rol y exigirle con justicia.
Es importante precisar que cuando hablamos de profesionalización docente no nos referimos únicamente a la posesión de un título universitario ni a la formalización académica de una carrera magisterial. Un profesional no es solo quien posee un título, sino quien ejerce su función con criterio ético, conocimiento actualizado y responsabilidad social. Este concepto está estrechamente vinculado a una ética profesional, que obliga al docente a actuar basándose en los saberes pedagógicos y disciplinares más rigurosos y a comprometerse permanentemente con su desarrollo intelectual y su responsabilidad pública.
Un profesional no es quien simplemente se formó una vez, sino quien integra la actualización continua y el juicio pedagógico como partes esenciales de su identidad laboral. Esto implica tomar decisiones informadas, intervenir en contextos educativos complejos con sensibilidad humana y técnica, y sostener la práctica educativa como un acto deliberativo y no mecánico. Por eso, dignificar la docencia requiere no solo mejorar condiciones materiales, sino también reconocer, proteger y fortalecer el carácter ético, reflexivo y profesional de su labor.
Como ha señalado Donald Schön, en su conocido libro La formaciòn de profesionales reflexivos, lo que define a un profesional no es únicamente su formación inicial, sino su capacidad de reflexionar en la acción, aprender continuamente y tomar decisiones con criterio en escenarios inciertos.
Sin embargo, los esfuerzos institucionales por profesionalizar la docencia a menudo se han limitado a exigencias formales, como la obtención de títulos o certificados, sin acompañarse de condiciones que propicien el juicio pedagógico, el trabajo colaborativo o el acceso constante al conocimiento. Esta visión limitada ha impedido que la docencia se convierta en lo que verdaderamente debe ser: un acto profesional íntegro, socialmente responsable y académicamente fundamentado.
Par superar estas limitaciones y avanzar hacia una profesionalización docente auténtica es un paso fundamental para promover una cultura política educativa centrada en el derecho a aprender. Esto implica transformar profundamente la manera en que concebimos y gestionamos la educación como sociedad, abandonando la lógica clientelar y utilitaria, y adoptando una visión en la que cada decisión educativa se valore por su capacidad real para transformar positivamente las trayectorias de vida de niños, niñas y jóvenes. La educación no puede seguir siendo tratada como herramienta de poder o espacio de reparto político; debe reconocerse y protegerse como un derecho humano esencial, una promesa que el Estado y la sociedad hacen a cada individuo. Garantizar este derecho requiere sensibilidad, compromiso y una voluntad colectiva de colocar siempre a los estudiantes en el centro de todas las políticas educativas.
Para concretar esta visión, es imprescindible crear espacios genuinos de gobernanza participativa que aborden directamente las limitaciones actuales en la profesionalización docente. Estos espacios permitirán que docentes, estudiantes, familias, comunidades, universidades y organizaciones sociales aporten su voz, experiencia y compromiso en la construcción de políticas educativas, impulsando el trabajo colaborativo, el juicio pedagógico y el acceso sostenido al conocimiento. No se trata solo de ser escuchados, sino de participar activamente en procesos de formulación, seguimiento y evaluación bajo condiciones de respeto, transparencia y corresponsabilidad. Estos espacios deben ser estables, deliberativos y con capacidad real de incidencia, superando consultas simbólicas o foros sin consecuencias. Solo cuando el derecho a aprender sea prioridad central del sistema y las decisiones se tomen junto a la sociedad y no a espaldas de ella, podrá darse una auténtica transformación educativa.
Ninguna reforma educativa será viable ni duradera sin una ciudadanía crítica, informada y comprometida con el bien común. Uno de los efectos más perjudiciales de la captura política del sistema ha sido desviar la responsabilidad, trasladando injustamente la culpa a docentes y escuelas que trabajan en condiciones adversas. Cuando falta información clara y accesible, la ciudadanía puede volcar su frustración sobre los actores más visibles sin identificar las causas profundas de los problemas. Fortalecer una cultura ciudadana educativa es fundamental: una cultura que fomente el pensamiento crítico, la corresponsabilidad y la capacidad de exigir transparencia sin caer en simplificaciones. Solo una ciudadanía consciente y comprometida podrá asegurar que el cambio educativo sea justo, profundo y sostenible.
La reforma educativa dominicana difícilmente avanzará si no se enfrenta con decisión y honestidad la captura político-partidaria del sistema, práctica que ha erosionado los pilares de la educación pública, debilitado su misión social, restado dignidad y autonomía al ejercicio docente y generado desconfianza en políticas que deberían favorecer el aprendizaje y la equidad. Recuperar el verdadero propósito de la educación como derecho humano, espacio de desarrollo colectivo y base de una ciudadanía libre implica reconocer estas prácticas y comprometerse con una transformación profunda, ética y sostenida.
Recuperar la educación como bien público requiere más que capacidad técnica o reformas adecuadas; demanda una voluntad política auténtica y un coraje ético colectivo capaz de priorizar el interés del país sobre intereses particulares. Es necesario despartidarizar la gestión educativa, dignificar la labor docente, abrir espacios reales de participación y reconstruir la institucionalidad sobre principios de justicia, equidad y compromiso con el bien común. Solo así podrá reconstruirse un sistema educativo que responda auténticamente a lo que el país, su juventud y su futuro merecen.
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