El filósofo marxista Antonio Gramsci (1980) plantea que todos los seres humanos son intelectuales, en tanto que todos piensan, reflexionan y actúan con inteligencia en su vida cotidiana. Sin embargo, no todos cumplen la función social de intelectuales.
El tener capacidad intelectual no implica automáticamente desempeñar un rol activo en la producción y difusión de ideas en las diversas esferas de la sociedad:
“No hay actividad humana de la que pueda excluirse toda intervención intelectual: no se puede separar al homo faber del homo sapiens. Al fin y al cabo, todo hombre, fuera de su profesión, despliega alguna actividad intelectual, es un «filósofo», un artista, un hombre de buen gusto, participa de una concepción del mundo, tiene una línea consciente de conducta moral y contribuye, por tanto, a sostener o a modificar una concepción del mundo, es decir, a suscitar nuevos modos de pensar”. (Gramsci, 2013, Antología, p. 350)
Un mecánico que sabe trabajar con una computadora automotriz puede razonar de forma compleja para resolver problemas técnicos, pero si no participa en el debate público ni en la organización cultural, académica o política, no está ejerciendo como intelectual en el sentido gramsciano. La función del intelectual, según este filosofo, es influir en la conciencia colectiva, articular una visión del mundo y contribuir a la transformación de la realidad social.
Estos tiempos transidos y cibernéticos, donde la IA ocupa un lugar cada vez más visible en la producción de conocimiento, la figura del intelectual también se transforma y enfrenta nuevos desafíos. La sobreabundancia de información, la inmediatez de las redes sociales y la influencia de algoritmos que moldean el pensamiento colectivo han dado lugar no solo a una banalización del discurso público, sino también a la proliferación de lo que podríamos llamar intelectuales de superficie: voces que, aunque visibles y mediáticas, carecen de profundidad crítica o compromiso ético.
En este contexto, la figura del intelectual comprometido con la crítica, el pensar y crear cobra más vigencia que nunca, como contrapeso necesario a una cultura digital que tiende a privilegiar el ruido sobre la reflexión. Aunque el intelectual mantiene cierta relación con el poder cibernético, especialmente a través de su crítica a lo digital, a la IA que configura al cibermundo, entendido este como parte de un híbrido planetario, nos interesa destacar la formación y la producción de nuevo conocimiento, más allá de los roles que desempeñen, cumplan o no con una función específica en la cultura-lengua- sociedad.
En un cibermundo tan trastocado como el actual, resulta más necesario que nunca poner en valor la ética, la innovación, la formación y el pensamiento crítico de los intelectuales, frente a la mediocridad que predomina y que con frecuencia es amplificada por los llamados influencers.
Estas figuras de “intelectuales del ruido” y faranduleros, son las que han contribuido a resquebrajar los sistemas democráticos, asentar el discurso de la moralina que funciona con indignación, pero “sin reflexión ni racionalidad “y que por ser reduccionista descalifica al otro, de acuerdo con Edgar Morin, en el método 6 sobre Ética (2004):
“La moralina de reducción reduce al prójimo a lo que tenga de más bajo, a los actos malos que ha realizado, a sus antiguas ideas nocivas, y le condena totalmente. Es olvidar que estos actos ideas solo conciernen a una parte de su vida, que después ha podido evolucionar, arrepentidos incluso” (Morin, p.61)
Este enfoque filosófico político cibernético, se inscribe en la línea de investigación que he venido desarrollando sobre “El intelectual y el poder en la era del cibermundo”, la cual presenté en el Segundo Coloquio Los Intelectuales y el Poder II, celebrado en 2011, en la Universidad UNAPEC, bajo la coordinación del escritor y crítico literario Diógenes Céspedes. La recopilación de las ponencias fue publicada en un libro por la Universidad APEC en 2012.
En los años siguientes, seguí profundizando esta investigación desde distintas perspectivas, lo que me remite a una experiencia personal no virtual, vivida hace más de una década: el encuentro con el psiquiatra humanista Enrique Rojas, durante una disertación en la librería Cuesta, en la República Dominicana. En aquella ocasión, Rojas me dedicó su libro El hombre light: la importancia de una vida con valores (2012), una obra que complementó y enriqueció mis reflexiones en torno al papel del intelectual y los desafíos éticos que enfrenta en el cibermundo. Yo había leído el referido libro tiempo atrás, pero lo adquirí nuevamente ese día para que me lo firmara y así tener la oportunidad de conversar directamente con su autor, sobre ese fenómeno preocupante del intelectual vacío, acomodado al espectáculo y alejado de toda profundidad crítica.
Aproveché la oportunidad para preguntarle a Rojas si también podíamos pensar en la figura del “intelectual light en lo cibernético”. Su respuesta fue clara: Por supuesto. Aquella breve conversación me dejó pensando, no solo en la existencia de este tipo de intelectual superficial, sino en la posibilidad de que se convirtiera en una plaga creciente en el cibermundo.
Para Rojas, el hombre light es aquel sujeto que vive en un vacío de convicciones, adicto a la comodidad, reacio al compromiso y moldeado por una cultura que valora las apariencias y desprecia la profundidad y la solidez. Esta figura se vincula con la tendencia hacia la liquidez y lo transido, propia de los tiempos actuales, como lo expone Bauman en Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre (2015).
Es un hombre que, aunque posee cierta información, carece de una formación humana profunda. Es una persona superficial, sin raíces ni sentido de trascendencia, dominada por el pragmatismo y los tópicos. Todo le interesa, pero solo de forma superficial, sin capacidad de integrar o sintetizar lo que percibe, lo que lo convierte “en un sujeto trivial, ligero, frívolo que lo acepta todo, pero que carece de unos criterios sólidos en su conducta”. La velocidad de los cambios que ha presenciado lo ha llevado a una especie de confusión, aceptando sin cuestionar la idea de que "todo vale" (Rojas, 2012, p.20).
En el ámbito intelectual, es un sujeto light, que vive celebrando, con tal de asegurar su puesto, todo lo que le dice su jefe. Prefiere ser sombra y no luz: un ser sin personalidad definida, inauténtico, sin ideales ni proyecto de vida propio, que se deja amoldar y domesticar por las circunstancias y por las convenciones sociales, tal como lo expone José Ingenieros en El hombre mediocre (2012). Transita entre la superficialidad, la impostura y la apropiación indebida de ideas desarrolladas por intelectuales, críticos e investigadores a lo largo del tiempo. Carece de escrúpulos al reproducir pensamientos ajenos, sin otorgar el debido reconocimiento.
En el cibermundo, el influencer representa la versión digitalizada del intelectual light, mediocre; sus navegaciones por el ciberespacio entran en la chabacanería estética, el postureo constante y el saqueo sistemático de ideas ajenas. Su universo se reduce a pantallas, filtros y frases recicladas, que repite sin rubor ni crédito, como si el plagio disfrazado de inspiración fuese una virtud.
En esa misma línea de pensamiento, Andrés L. Mateo nos recuerda, con la lucidez que lo caracteriza, la necesidad de recuperar una moral sin dogmas. En su reflexión sobre "el hombre mediocre", traza una ruta intelectual y ética marcada por la coherencia, la esperanza y la lucha constante contra la banalización del pensamiento. Su escritura no es solo memoria, sino advertencia: si abandonamos el legado del pensador comprometido, terminaremos cediendo el lugar a figuras sin densidad, sin raíces ni responsabilidad histórica.
En su texto Al filo de la dominicanidad (1996), Mateo deja bien clara su deuda con el pensador José Ingenieros, al referirse al hombre mediocre y a la necesidad de seguir esa huella indeleble de una vida transida de lucha, esperanza y libertad:
“Él fue quien nos enseñó que ningún lugar bajo la tierra nos estaba esperando, y que es solamente por la libertad, por la lucha, que se pueden llenar los vacíos y las carencias (…) nos hizo comprender que nada nos libera del riesgo y de la angustia de nuestra libertad. Y esa, sin duda, es una deuda” (Mateo, 1996, p.341)
A propósito de la mediocridad y el influencer mediocre digital, el filósofo y poeta José Mármol, en su libro Otra angustia de la posmodernidad (2025), advierte sobre “La sociedad mediocre”, y la profunda preocupación por el vaciamiento del pensamiento crítico. Según el autor, el discurso académico ha sido desplazado por un populismo oportunista que promueve la estandarización y el conformismo, eliminando el debate riguroso como base de una sociedad democrática.
En su discurso, Mármol señala una forma de duda especialmente nociva; no se trata de la duda metódica y rigurosa, como la cartesiana, sino de una duda mediocre que termina por socavar los fundamentos del pensamiento. Esto lo expresa de la siguiente forma: “la duda mediocre, que no es la duda metódica cartesiana, escalda sus cimientos hasta disolverla” (Mármol, 2025, pp. 140-142).
En este entorno cibernético, la superficialidad intelectual se confunde con autenticidad. Su influencia no proviene del pensamiento propio, sino del eco de lo que otros ya han dicho. Así, se erige como símbolo de una época en la que la visibilidad pesa más que la verdad, y el brillo de la imagen ha desplazado por completo a la profundidad del contenido.
En Raíces y devociones. Posts prosopoéticos (2024), el ensayista y escritor Manuel Matos Moquete despliega una prosa impecable, dejando entrever esa duda que los mediocres no logran penetrar en ese “Sin adiós en la nostalgia”:
“Cada día navego en la duda como arca de mi encuentro, en ella me transporto hacia lejanas orillas de mis afueras y mis adentros. Reducir los aprendizajes implica acumular fracasos en el estudiante, como en la pedagogía minimalista del libro de texto único. Ahora que lo pienso, nunca he sido un buen devoto de nada; mis creencias han sido efímeras, pero los valores que nutrieron mi espíritu no: vida, amor, libertad…” (Matos Moquete, en N.15, p.45).
De esos valores de amor y libertad que el hombre mediocre no logra alcanzar, porque renuncia a la originalidad, se acomoda a lo establecido y repite fórmulas ajenas sin juicio crítico, el hombre light, descrito por Rojas, está aún más despojado: no solo ha perdido el pensamiento propio, sino también el sentido del compromiso, entregado a la comodidad, el consumo y la gratificación inmediata. Vive rápido, opina sin leer, cambia de postura como cambia de pantalla.
Lo terrible de todo esto es que muchos de estos ídolos de las redes escriben gracias a esos dispositivos de IA, dejando en evidencia la desarticulación entre el lenguaje y el pensamiento. Utilizan conceptos de autores reconocidos y ni siquiera conocen quiénes son los creadores de estas ideas; no comprenden que estos chatbots se alimentan y procesan estos conceptos a partir de las ideas de intelectuales que han dedicado toda una vida a pensar. Además, manejan estas ideas creyendo que son simples palabras, confundiendo “la ética del vivir, el lenguaje, el sujeto, el poder, la sociedad y la cultura” (Céspedes 2005) como si fueran simples palabras digitales intercambiables, sin entender las distinciones conceptuales y complejas que las caracterizan.
En esos intelectuales light no existe el pensamiento crítico, que implica conflicto, contradicción, incertidumbre, lo trágico, lo transido. Son ajenos al dolor de la guerra y la ciberguerra. Pero eso es precisamente lo que muchos evitan a toda costa. Se sientan frente a la pantalla, abren un chatbot, y esperan que una máquina les piense. Que les redacte. Que les resuelva. Ya no buscan comprender, solo producir. Como autómatas que delegan su conciencia, repiten textos bien escritos pero vacíos de lucha, sin sangre, sin roce, sin el temblor de una idea que se resiste. No hay error, pero tampoco hay alma.
A los intelectuales light y a los influencers que viven y hacen fortuna a costa de la democracia no les interesa indagar en lo que el poeta Mateo Morrison expresa en el texto Desde la hoguera se sienten a distancia los latidos (2025). En el aforismo “Emancipación y poder”, Morrison no se limita a esbozar una dicotomía política; más bien, revela con precisión la paradoja de la democracia: cómo, en su nombre, se construyen formas de autoritarismo que acaban por destruirla desde dentro:
“La almohada juega a ser mi interlocutora; solo oye. Los intelectuales pueden hablar lo que quieran, criticar o freír en aceite caliente al Estado en sus tres poderes asistir a las recepciones con total libertad. Pueden conspirar en sus escritos, en los programas radiales, televisados y redes; defecar en los periódicos. Pueden, incluso, volverse anarquistas y destruir lo edificado por siglos, con la única condición de que al final y para el bien común, todo quede igual. Al despertar, me di cuenta de que sin duda la democracia es el mejor de los malos gobiernos” (Morrison, p.16).
Morrison somete estas ideas al fuego de la hoguera, provocando una incomodidad en los intelectuales que gozan de la libertad de criticar al Estado y sus instituciones; sin embargo, dicha crítica no necesariamente conduce a un cambio real. De ahí que muchos intelectuales puedan escudarse en la libertad de expresión para señalar problemas, pero, al final, las cosas a menudo permanecen sin cambios.
Algunos influencers confunden la libertad con el libertinaje, sin comprender que la democracia se fortalece con conciencia ciudadana y ciudadanía digital. Esta última exige argumentación, razonamiento y calidad educativa, no la simple emisión de insultos ni el uso de estrategias oportunistas que degradan a las personas, como ocurre con quienes disfrutan proyectarse como zorros o zorras en las redes sociales.
La democracia, como sistema político, pese a sus defectos, sigue siendo la mejor opción disponible. Su fortalecimiento no proviene del populismo ni del neopopulismo, sino de más democracia, de la educación, del conocimiento y de la cultura crítica de sus mejores intelectuales.
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