La serpiente no escucha al encantador,
solo mide sus movimientos.
Nos levantamos ante nuevas evidencias de la desigualdad social en un país que presume todos los días de vivir en un “clima democrático”. Ahora el desbalance, puramente inhumano, coloca una nueva piedra sobre los ojos del que no quiere ver. Sabíamos que no había equidad en muchos ámbitos que, por cansancio o condicionamiento, habíamos aceptado como lacayos constructores de nuestro propio fracaso. Pero en esta ocasión no tenemos a donde poner la cara, puesto que una de las engañosas columnas del sistema se derrumba y deja ver como un poder imaginario sucumbe ante el poder real.
En la ruptura del hombre con su cultura se evidencia la muerte de la moral. Existen unos valores intrínsecos a la condición humana y otros extrínsecos heredados del medio cultural. Ambos yacen heridos de muerte, y los únicos beneficiarios son aquellos que siempre han sabido que el individualismo como suma de sujetos sin tegumento, es más rentable que las sociedades normadas por principios y valores que puedan tener y promover alguna consciencia crítica. El “núcleo de la experiencia humana” no es solipsista. Solo no me sirvo para hacer la justicia.
Enmascaramos, aun sin proponérnoslo, los derrumbes cotidianos de todo lo que antes significaba el soporte de lo simbólico de la civilización. El modo en que nos representábamos la realidad ha sido minado por nuevas formas de ceguera enarbolada como “democracia individual”, antinomia difícil de pensar y comprender si nos atenemos a la etimología y evolución de ambos términos: democracia como derecho del pueblo, individual como lo particular. Estas disparidades parecen ser parte del espíritu de la época, y podríamos encontrar decenas similares que ya constituyen moneda corriente en el lenguaje cotidiano.
Sin embargo, el animal humano, por más profundo que haya minado la propaganda y la manipulación mediática, por mejor que haya funcionado la poética de la ignominia, siempre reacciona ante la desgracia. Es en los límites donde se prueba la condición humana, la conciencia, la solidaridad. Es como si el dolor fuera, al mismo tiempo, revelación, momento propicio para la reacción, condición espiritual para la revolución en el sentido de remoción y cambio de modelos. Y ha habido un golpe como del odio de algún dios. Un golpe incongruente con la indiferencia y el silencio. Un golpe venido de arriba.
Entre el egoísmo y el miedo aun no podemos ver los escombros de la moral, aunque nos asedia en la consciencia doscientas veintiséis angustias inexcusables de un yo social que todavía no sucumbe.
Theodor Adorno, ya en 1944 afirmaba que al pensamiento no le quedaba más opción que el espanto ante lo incomprensible, pero el pensamiento con sus estructuras lógicas, se resiste aun en la más absurda de las charadas, elevadas a la categoría de sentencia. Si en aquella época lo inmoral era el imperio de la muerte real instalada por el poder sin límites, ahora es la sinrazón y la vacuidad como muerte y desrepresentación del sujeto y sus verdades. En este contexto de ajenidad e indiferencia no ha importado el dolor de muchos. Importa que siga la fiesta.
En este día no levantamos el telón del teatro de la alienación para entregaros a nuestro personaje, sino que trabajamos duramente por sustituir la realidad por engañarnos como otros con el dictado de un guion escrito por el dueño de la escenografía y tramoya de la democracia que a cada instante se fisura, y a intervalos cae tan pesada y aplastante que llega al corazón de algunos, y nos sacude un poco la enajenación acumulada como polvo sobre el espejo de la consciencia.
En la oscura noche de lo inmoral, el ámbito de la cultura y condición humana se hunde por el sumidero de la indiferencia. Cierto es que lo cultural no es ni puede ser un aparato inmóvil, el movimiento es inherente a ella; sin embargo, para que estos cambios y ritmos ocurran debe haber disrupción, movimiento popular como ente renovador. El malestar no es retórico y el cambio no ocurre por relatos, si no por “negación de la negación”.
Todo lo que ha sido representación se ha convertido en narrativa y destrucción de la ética; en su lugar hemos fundado vacíos en sociedades desfondadas. Se ha constituido una oposición a la moral, una mezcla de supuestos derechos a la diversidad sin bordes convertidos en distractores de las cuestiones sustantivas, todo lo cual ha facilitado la desproporción y desplome entre la experiencia verdadera de lo social y la caricatura del individualismo cuyo interés común es difuso y retro-humano. Individualismo de los alienados para enmascarar la cohesión de los detentadores del poder.
Es cierto que en lo inmoral el sujeto se embrutece, empobrece espiritualmente, y se deshistoriza. Baudrillard, en su economía política del signo, olvidó el proceso de deterioro galopante del sujeto hacia convertirse en objeto, ganando cada vez más disvalor. Uno de sus síntomas más evidentes es el estado grave de la solidaridad. Entre el egoísmo y el miedo aun no podemos ver los escombros de la moral, aunque nos asedia en la consciencia doscientas veintiséis angustias inexcusables de un yo social que todavía no sucumbe.
En medio de la inseguridad en que nos deja la injusticia, aún nos queda la afirmación de Villoro: “todo puede volver de nuevo a su estado anterior, todo puede también revestirse de valor y sentido”.
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