En el sueño, siempre estoy en la lomita. Las bases llenas. El estadio silencioso como una catedral. Ultimo inning. Sé que me odian, lo sé. Los miles de fanáticos de las Águilas Cibaeñas que atiborran el estadio me odian cordialmente. Final de temporada, final de la serie. Dos strike y tres bolas y las bases llenas. Es como siempre soñé. Las Águilas a punto de empatar y ganar el último juego de la serie, ganar el campeonato frente a los malditos Tigres del Licey. Todo era alboroto y alegría y de repente un silencio, uno de esos silencios que se pueden rebanar con cuchillo. Ahora me odian. Me odian con odio visceral. Me odian desde que subí a la lomita y retiré a sus dos mejores bateadores en línea. Me odian de verdad.

Al primero lo dominé con un lanzamiento elusivo. Un screwball, el famoso y riesgoso tirabuzón. Nadie podía imaginar que el novato iba a lanzar una bola tan difícil, la misma que le dio tanta fama al glorioso Fernando Valenzuela y que a punto estuvo de arruinarle el brazo.

El screwball es una maravilla. Cuando sale bien todo funciona al revés. Engaña al bateador, cree que la bola viene en una dirección y en realidad viene en otra. Para el lanzador es peor, tiene que echar el brazo completamente hacia atrás y utilizarlo como si fuera un látigo, y en el momento en que va a soltar la bola le imprime un movimiento en sentido contrario a la mano. Se puede lesionar fácilmente, echar a perder el brazo o por lo menos el codo, pero a mi por suerte no me sucedió.

El bateador quedó sorprendido, apenas pudo tocar la bola de refilón y levantó un fly al cácher, a las manos del cácher. Lo ridiculicé, lo humillé y el público hizo buuuu, buuuu, buuuu. Nadie se atrevió a aplaudir, ni siquiera Gil Mejía, que era un liceísta furibundo y se hacía el disimulado en las gradas del home plate.

Con el segundo bateador me demoré en exceso. Lo estudié mientras movía el bate, lo impacienté. El público se impacientaba, se encolerizaba. Yo miraba con el rabillo del ojo a los jugadores que llenaban las bases. No podía permitir que el bateador le pegara con fuerza a la pelota. Un simple rolin a primera base podía ser fatal. Tenía que obligarlo a batear de fao y lo logré con un solo lanzamiento, una bola pegada al cuerpo que golpeó el bate cuando el bateador trataba de esquivarla y se elevó de nuevo a las manos del cácher. El público rugió de indignación. Esta vez solo había tenido suerte. Había intentado lanzar un slider, una de esas curvas asesinas que viajan de derecha a izquierda, pero el slider no se abrió, no se quebró lateralmente y hubiera podido ser un desbol, habría podido golpear de mala manera al bateador y costarme la carrera del empate y también la vida. La enardecida fanaticada habría podido lincharme.

Al tercer bateador me enfrenté con infinita cautela, tomándome todo el tiempo, el mayor tiempo posible.

No era el mejor de los tres, pero sí el más peligroso. Tenía una vista de águila y nunca le tiraba a una bola mala. Decidí que lo poncharía a base de rectas rompientes. Era una opción arriesgada, pero tenía fe en la velocidad de mis lanzamientos de casi cien millas por hora. Por mucha vista de águila que tuviera no descifraría mis lanzamientos, no tendría oportunidad de ver la bola. Pero primero tenía que hacerle perder el balance. Rechazaba de manera repetida las señas del cácher. Miraba repetidas veces de soslayo a los bateadores de primera y tercera bases. Me tardé todo lo posible antes de ejecutar el primer lanzamiento, una recta de humo que quemaba el aire. Pensé que abanicaría. Pero no. No abanicó. Le dio bien fuerte con el mango y el bate se rompió y la bola salió fuera del diamante. Si la hubiera agarrado de lleno con el barril hubiera sido el fin.

El público aplaudía y me abucheaba, me hacía sentir incómodo, como si ya no hubiera espacio para mí en la lomita. Miré cínicamente a derecha e izquierda, con una falsa sonrisa dibujada en el rostro. Los fanáticos empezaron a patalear, a silbar, a lanzar objetos al terreno del juego y a decir cosas irrepetibles, cosas odiosas de mi anciana madre.

Me hice el disimulado, el apático, un poco el desentendido, luego puse la vista en el home para recibir las señas del cácher. Denegué con la cabeza, miré al suelo, empecé a aruñar la lomita con los spikes, luego volví de nuevo la vista al home. Me dispuse a lanzar y lancé después de darme cuenta de que el bateador estaba rabioso. Parecía que estaba a punto de tirarme el bate y lo estaba.

El desgraciado agarró el lanzamiento casi de lleno y otra vez rompió el bate, por suerte. Una parte del bate fue a parar a las gradas junto con la pelota y causó cierto pánico.

El cácher pidió tiempo y vino a verme, alarmado. No podía seguir poniéndole bolas en la zona de strike, porque el energúmeno me podía dar un jonrón, un jonrón con las base llenas. Yo solo necesitaba un strike para ponchar al desgraciado y ganar el juego. Hubiera preferido arriesgarme, pero decidí seguir el consejo del cácher y lancé una bola bajita y afuera. El bateador ni se inmutó, dejó pasar el lanzamiento.

Luego traté de sorprenderlo con un cambio de velocidad, pero ni caso le hizo.

Después de mucho pensarlo me decidí por una curva rompiente, una de esas curvas engañosas que parecen encaminarse hacia la zona de strike y de repente giran hacia abajo o hacia un lado. Tampoco esta vez el bateador mordió el anzuelo y me cargaron otra bola en la cuenta. La vida se me había complicado enormemente y el público empezó a manifestar un júbilo desbordante.

Se había creado una de esas situaciones de infarto. El bateador ahora tenía dos strikes y tres bolas, la mismísima cuenta del diablo, como decía el cubano Rafael Rubí. Era peor que eso porque las bases estaban llenas. Las bases llenas, dos outs y un público delirante en un final de temporada. El pellejo empezaba a quedarme apretado.

El cácher se acercó de nuevo y tuvimos una breve conversación, pero esta vez opté por no hacerle caso.

Esta vez tenía que pensar bien lo que iba a hacer. El lanzamiento que haría podía ser el último. Tenía que concentrarme, pero el bullicio aumentaba, y ahora se había sumado una sirena que me estaba sacando de quicio. Respiraría profundo, como me habían enseñado, y pondría la mente en blanco. Haría abstracción del mundo exterior. Pero no era fácil. El ruido era insoportable. Las porristas habían entrado en acción y animaban a la fanaticada con movimientos exóticos que incluían golpes de barriga y hacían pensar en otra cosa. Para colmo, cuatro personajes disfrazados de sepultureros se paseaban con un ataúd de tamaño natural con el nombre de Tigres del Licey.

Logré por fin serenarme y ahogar el ruido exterior y me dispuse a lanzar, y, casi por encantamiento, sobrevino el silencio que ya dije. Un silencio ensordecedor.

Tranquilo, equilibrado, dueño otra vez de mí mismo, paseé la vista por el público. Sabía que Felito estaba mirando, pero no me di por enterado.

Había decidido efectuar mi más efectivo y peligroso lanzamiento, uno que me afectaba la espalda y me lo había prohibido el médico. Me erguí, pues, en aquella lomita como un titán y levanté la pierna izquierda, hasta formar casi una recta con la derecha, más alta y más recta que la de Marichal en sus mejores tiempos.

Ahora todos estaban pendientes del lanzamiento que podría ser el definitivo. La tensión iba en aumento, el silencio era abrumador. Algunos contenían la respiración. No respirarían hasta que se produjera un desenlace, ensayaban todo tipo de cábala: se agarraban las orejas, hacían promesas, acariciaban amuletos de la buena suerte, se ponían los lentes al revés o se abrazaban a un poste. La güera Ilse se comía las uñas. Otros rezaban, alguien se agarraba las quijadas con ambas manos, como si intentara arrancárselas, una mujer se había puesto el sostén en la cabeza. Muchos se colocaban la gorra al revés, masticaban las viseras. Sara Pérez, nerviosa, apretaba a su aristocrática perrilla contra el erguido pecho. Una señora, con abrigo de piel, parecía haberse quedado catatónica

Yo permanecía inmóvil, congelado en el tiempo. El juego, como se sabe, no termina hasta que no termina, pero yo anticipaba la alegría del triunfo y el peligro que correría. En un momento se decidiría todo…

Pedro Conde Sturla

Escritor y maestro

Profesor meritísimo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), publicista a regañadientes, crítico literario y escritor satírico, autor, entre cosas, de ‘Los Cocodrilos’ y ‘Los cuentos negros’, y de la novela histórica ‘Uno de esos días de abril.

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