Un video con insinuaciones sexuales, grabado en una escuela pública, desató una ola de indignación ciudadana. Más que un escándalo viral, el hecho reveló la vulnerabilidad de la escuela y la profundidad de una crisis cultural en plena era de hiperconectividad.
El incidente comenzó cuando un exalumno solicitó permiso a la dirección del centro educativo para grabar un video, pero su petición fue rechazada por no contar con la autorización del Ministerio de Educación. A pesar de ello, el joven ingresó al plantel junto a un grupo, presuntamente tras sobornar con 2,000 pesos al portero del plantel.
Expertos han señalado que los bajos salarios del personal de seguridad lo vuelven vulnerable a ofertas indebidas. El caso también evidenció deficiencias en capacitación, fallos en la aplicación de protocolos y una supervisión inadecuada. Esto ha generado una preocupación aún mayor: si fue posible ingresar un equipo de grabación, ¿qué impide la entrada de armas, drogas, pornografía u otros elementos ilícitos y peligrosos?
La cultura de la exposición permanente
El video se viralizó por su contenido provocativo y sexualizado, reflejo de un entorno digital sin filtros ni límites claros. A diferencia de épocas anteriores, cuando los medios proyectaban con horarios y controles, hoy basta un clic para que imágenes cargadas de erotismo, consumismo y superficialidad lleguen a los dispositivos de niños y adolescentes.
Las plataformas digitales han desdibujado las fronteras entre lo público y lo privado, entre lo adulto y lo infantil, donde no importa el contenido, sino el impacto y la viralización. Es un ecosistema que premia la exposición y castiga la inocencia, percibida ahora como debilidad o falta de astucia. La atención se gana con lenguaje soez, imágenes provocativas y la exhibición del cuerpo como espectáculo.
La validación a través de la apariencia se convierte en una forma de sometimiento al mercado de la visibilidad, debilitando la autoestima juvenil.
Esta cultura transforma la relación de los jóvenes con su cuerpo, convertido en trofeo cuando encaja con lo atractivo o lo exótico, y en carga emocional cuando no cumple con la estética dominante. La exposición constante en redes sociales alimenta la comparación con modelos inalcanzables, generando malestar y debilitando la autoestima.
La validación a través de la apariencia se vuelve una forma de sometimiento al mercado de la visibilidad. Cada "like" funciona como una reafirmación superficial para una autoestima frágil, dependiente de la aprobación externa y de la vigilancia constante del espejo digital. Muchos adolescentes crecen creyendo que valen por cómo se ven, por la atención que generan y por la cantidad de reacciones que provocan.
Pero lo más alarmante no es solo que el video se haya grabado en una escuela, sino el mensaje que transmite a los estudiantes, su audiencia principal, presentando a una joven con uniforme escolar que desprecia el estudio y exhibe una conducta hipersexualizada, desinhibida y precoz.
Se trata de una afrenta al valor simbólico de la escuela, convertida en escenario de una experiencia hedonista, donde también se degrada el aula como espacio de reflexión, aprendizaje y desarrollo personal. Se profana un lugar destinado al conocimiento y la formación integral, transformándolo en expresión de una cultura que reemplaza el saber por la exhibición y la reflexión por el espectáculo.
La música como molde emocional
El hecho, además, enciende una alerta sobre la expansión y el posible impacto cognitivo del dembow, ya que algunos analistas advierten que su estructura simple y repetitiva, consumida en exceso por cerebros en desarrollo, podría desalentar el esfuerzo mental necesario para apreciar formas artísticas más elaboradas y procesar pensamientos críticos y profundos. También se le atribuye efectos negativos en la concentración, la capacidad analítica y el rendimiento académico. En ciertos casos, la sobreexposición se asocia con síntomas de ansiedad, depresión y vacío existencial.
Pero no se trata de culpar a los géneros populares. La música, como cualquier otra manifestación cultural, refleja y vehiculiza el entorno que la produce; expresa lo que somos e influye en lo que seremos. No es neutral y educa las emociones, y muchas de sus versiones comerciales promueven un modelo aspiracional donde el éxito se mide en dinero, el cuerpo en volumen y el enamoramiento en seducción y placer.
Las letras, a menudo repetitivas y explícitas, transmiten que tener importa más que ser. Enseñan a relacionarse desde la posesión y la competencia, donde el deseo eclipsa la ternura y el sentimiento, y el amor se reduce a una afectividad superficial y a un consumo carnal inmediato.
Muchos de sus mensajes no solo erotizan la infancia, sino que también banalizan la violencia, especialmente la ejercida desde el poder masculino. Las referencias sexuales explícitas influyen en cómo los jóvenes se relacionan, perciben su cuerpo y entienden el deseo. La sexualidad deja de ser un espacio de intimidad y respeto para convertirse en consumo público.
Entonces, la música, que podría ser una herramienta de libertad y creación, corre el riesgo de convertirse en banda sonora del conformismo, el vaciamiento emocional y el consumismo acrítico; un molde que homogeniza y empobrece el colectivo.
El auge del dembow y la pornografía no es casual; refleja una cultura hedonista y exhibicionista que celebra lo fácil, lo rápido y lo visible, mientras relega el esfuerzo, el pensamiento crítico y el saber profundo. En ese contexto, los productos culturales vacíos o provocadores no son solo entretenimiento, sino síntomas de una sociedad que recompensa lo superficial y desvaloriza lo que exige disciplina y profundidad.
Una generación atrapada entre apariencia y vacío
Así, se forma una generación que sueña menos con una vida auténtica y más con una fama instantánea, ya sea “pegando un tema”, siendo “youtuber”, “viralizándose” o alcanzando notoriedad momentánea a través de la sensualidad o la provocación.
Una generación que corre el riesgo de perder la capacidad de vincularse desde la afectividad, de entender el amor como encuentro y cercanía, y no como transacción. Una masa humana con escasa reflexión sobre los valores que la moldean, atrapada entre la apariencia y la urgencia de ser vista y validada.
Sin políticas públicas claras ni un sistema educativo sólido, los adolescentes quedan expuestos y desarmados frente a las narrativas dominantes. El resultado es un terreno fértil para el conflicto, la violencia de género y la adopción de relaciones instrumentales.
Una educación que no vincula
El fenómeno plantea un desafío urgente para el sistema educativo, cuya crisis va mucho más allá de los malos resultados académicos. La escuela ha perdido fuerza como espacio de formación significativa; la educación aparece desconectada de las aspiraciones juveniles; el maestro ha dejado de ser una figura central de autoridad y conocimiento; y el aula, en lugar de inspirar, se percibe como un espacio obsoleto frente al vértigo del mundo digital. Hoy la escuela compite con pantallas que ofrecen recompensa inmediata y con discursos que ridiculizan el aprendizaje, presentándolo como inútil o irrelevante.
La falta de integración entre las políticas educativas y las culturales agrava la crisis. En ausencia de propuestas que conecten con los códigos juveniles, como el uso creativo y positivo de los géneros populares, los vacíos son ocupados por discursos que refuerzan estereotipos narcisistas y hedonistas.
La escuela ha perdido fuerza como espacio de formación significativa, mientras las pantallas ofrecen recompensa inmediata y discursos que ridiculizan el aprendizaje.
La falta de coordinación entre el Ministerio de Educación y el de Cultura impide construir alternativas que sean a la vez atractivas y formativas. Sin espacios donde canalizar su energía creativa, muchos jóvenes quedan atrapados en narrativas urbanas que glorifican el machismo, la hipersexualización y una rebeldía sin causa. En ausencia de opciones reales, el deseo de expresión se transforma en provocación, la frustración crece y la confianza en el futuro se desvanece.
El olvido de la educación sexual y emocional
La educación sexual sigue siendo una asignatura pendiente. Aunque existen políticas y documentos que la incluyen, como la Educación Integral en Valores y Sexualidad Humana, hay expertos que consideran que su implementación real es débil, fragmentada y hasta inexistente en algunos centros.
Hablar de educación sexual no es fomentar conductas irresponsables y permisivas, sino brindar herramientas para tomar decisiones informadas, reconocer relaciones sanas y analizar con sentido crítico los mensajes recibidos a diario. Sin esa formación, los jóvenes quedan desarmados frente a una avalancha de contenidos mediáticos, educándose en la calle, en redes sociales y en canciones donde la sexualidad se incorpora sin responsabilidad ni ética.
No basta con enseñar datos biológicos, hay que hablar de respeto, empatía y responsabilidad afectiva. Para eso se requieren docentes capacitados, materiales bien diseñados y un acompañamiento emocional adecuado.
Un llamado que no debe ser ignorado
El video no es la raíz del problema, sino un síntoma de una cultura hipersexualizada que convierte todo en espectáculo, mientras descuida la formación ética y el pensamiento crítico. Es una señal de alerta que debería hacernos cuestionar el modelo de sociedad que estamos dejando a quienes vienen detrás. También advierte sobre los riesgos de seguir delegando la formación emocional y moral de los jóvenes a las redes sociales y a la industria del entretenimiento.
Educar hoy no puede limitarse a transmitir contenidos; debe enseñar a mirar con compasión, sentir con responsabilidad y pensar con libertad, contribuyendo a construir una identidad propia, ajena a la lógica del mercado.
Frente a la crisis cultural y educativa, necesitamos una respuesta colectiva, coherente y comprometida, que articule a familias, escuelas, comunidades y medios de comunicación, evitando que los jóvenes reciban mensajes contradictorios. Solo a partir de una educación sólida, una crianza familiar afectiva y una responsabilidad social compartida, podremos orientar a una generación que, entre pantallas y dispositivos electrónicos, busca una base confiable para creer en sí misma y en el futuro que le tocará enfrentar.
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